Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

Susan permaneció sentada mientras los recuerdos se despertaban y bostezaban en su cabeza.

—Ahora me acuerdo del cuarto de baño —dijo—. Me está volviendo todo a la memoria.

—No, nunca se fue. Solo lo cubrieron de papeles.

—La fontanería no se le daba nada bien. ¿Qué significa A J A-R-D-S B-S, A-M?

—Asociación Juvenil de Adoradores-Reformados-del-Dios-Supurante— Bel-Shamharoth, Ankh-Morpork —aclaró Albert—. Es donde me alojo si he de volver allá abajo para traer algo. Jabón y ese tipo de cosas.

—Pero tú ya no eres… joven —dijo Susan, sin poder contenerse.

—Nadie protesta por ello —replicó él secamente.

Y Susan pensó que probablemente así fuese. Había una especie de fortaleza nervuda en Albert, como si todo su cuerpo fuera un nudillo.

—La Muerte puede crear prácticamente cualquier cosa —dijo, casi para sí misma—, pero hay algunas que no entiende, y la fontanería es una de ellas.

—Exacto. Tuvimos que contactar con un fontanero de Ankh-Morpork, ja, y él nos dijo que a lo mejor podría pasarse por aquí el martes de la semana siguiente, y uno no le dice ese tipo de cosas al amo —repuso Albert—. Nunca he visto a ningún mamón trabajar más deprisa. Luego, el amo le hizo olvidar todo. Puede hacerle olvidar las cosas a todo el mundo, excepto… —Albert se calló y frunció el ceño—. Bueno, parece ser que tendré que cargar con ello —dijo pasados unos instantes—. Parece ser que tienes derecho. Supongo que estarás cansada. Puedes quedarte aquí. Hay montones de habitaciones.

—¡No, he de regresar! Si no estoy en la escuela por la mañana se armará un lío terrible.

—Aquí no hay más Tiempo que el que las personas traen consigo. Las cosas simplemente van sucediendo unas después de otras. Binky te llevará de vuelta al momento en que te fuiste, si quieres. Pero antes deberías quedarte aquí un poco más.

—Dijiste que hay un agujero y que me está absorbiendo. No sé lo que significa eso.

—Te sentirás mejor después de dormir un poco —dijo Albert.

Allí no había día o noche que fueran dignos de ese nombre. Al principio eso le había creado ciertos problemas a Albert. Solo estaba el paisaje iluminado y, por encima, un cielo negro lleno de estrellas. La Muerte nunca había conseguido pillarle el tranquillo al día y la noche. Cuando la casa tenía habitantes humanos, tendía a mantener un día de veintiséis horas. Los humanos, abandonados a sus propios recursos, adoptan un ritmo diurno más largo que el de veinticuatro horas, así que se pueden reajustar como un montón de relojitos al anochecer. Los humanos tienen que cargar con el Tiempo, pero los días son una especie de opción personal.

Albert se iba a la cama cuando se acordaba de hacerlo.

Ahora estaba sentado, con una vela encendida, contemplando el vacío.

—Se acordaba del cuarto de baño —musitó—. Y sabe acerca de cosas que no puede haber visto. No se las pueden haber contado. Esa chica tiene la memoria del amo. Ha heredado.

IIIC, dijo la Muerte de las Ratas. Durante las noches solía sentarse al lado del fuego.

—La última vez que el amo se fue, la gente dejó de morirse —recordó Albert—. Pero esta vez no han dejado de morir. Y el caballo fue a ella. Sí, está llenando el agujero.

Albert clavó la mirada en la oscuridad. Se le notaba cuando estaba nervioso por una especie de incesante chupar y masticar, como si estuviera tratando de extraer de los recovecos de un diente algún fragmento olvidado de su merienda. Ahora Albert estaba produciendo un ruido parecido al del desagüe de una peluquería.

No podía recordar haber sido joven jamás. Tenía que haber ocurrido hacía millares de años. Albert tenía setenta y nueve años, Pero en la casa de la Muerte el Tiempo era un recurso reutilizable.

Era vagamente consciente de que la infancia tenía sus complicaciones, sobre todo hacia el final. Estaba toda la cuestión de los granitos y aquellas partes del cuerpo que tenían voluntad propia. Dirigir el brazo ejecutivo de la mortalidad ciertamente era un problema extra.

Pero lo importante, el hecho espantoso e ineludible, era que alguien tenía que hacerlo.

Porque, como se ha dicho antes, la Muerte operaba en términos más generales que particulares, igual que una monarquía.

Si eres un súbdito en una monarquía, te rige el monarca. Constantemente. Estés despierto o dormido, y sin importar lo que tú, o ellos, estéis haciendo en cada momento.

Forma parte de las condiciones generales de la situación. La reina no tiene por qué ir en persona a tu casa, hacerse con el sillón y el mando a distancia del televisor y empezar a dar órdenes acerca de lo reseca que una tiene la garganta y lo mucho que le gustaría a una tomar una taza de té. Todo ocurre de manera automática, igual que la gravedad. Salvo que, a diferencia de la gravedad, necesita que haya alguien en la cima. No es necesario que haga gran cosa. Lo único que debe hacer es estar ahí. Lo único que debe hacer es ser.

—¿Ella? —preguntó Albert.

IIIC.

—No tardará en desmoronarse —opinó Albert—. Ya lo creo. No se puede ser mortal e inmortal al mismo tiempo; eso te acaba partiendo en dos. Casi siento pena por ella.

IIIC, convino la Muerte de las Ratas.

—Y eso no es lo peor —replicó Albert—. Espera a que su memoria empiece a funcionar de verdad…

IIIC.

—Escúchame bien —dijo Albert—. Más vale que empieces a buscar al amo ahora mismo.

Susan despertó sin tener ni idea de la hora que era.

Había un reloj junto a la cabecera de la cama, porque la Muerte sabía que debería haber cosas como relojes de cabecera. El reloj tenía un motivo de calaveras y huesos y lucía el signo de la letra omega, y no funcionaba. En la casa no había relojes que funcionaran, excepto el especial que estaba en el vestíbulo. Cualquier otro reloj se deprimía y terminaba deteniéndose, o agotaba toda la cuerda de golpe.

Su habitación tenía el mismo aspecto que si la hubieran abandonado el día anterior. Había cepillos para el pelo sobre la cómoda y algunos productos de maquillaje. Incluso había una bata colgando de la puerta. La bata lucía un conejo bordado en el bolsillo. El efecto hogareño habría mejorado bastante si el conejo no hubiese sido un esqueleto.

Susan examinó el contenido de los cajones. Aquella tenía que haber sido la habitación de su madre. Había muchísimo color rosa. Susan no tenía nada contra el rosa empleado con moderación, pero aquello era pasarse; terminó poniéndose su viejo uniforme de la escuela.

Lo importante, decidió, era mantener la calma. Siempre había una explicación lógica para todo, incluso si había que inventársela.

IIIUUF.

La Muerte de las Ratas se incorporó sobre el tocador, arañando frenéticamente la madera con sus garras en busca de asidero, y se quitó la diminuta guadaña de entre las mandíbulas.

—Me parece que ahora me gustaría irme a casa, muchísimas gracias —dijo Susan con cuidado.

La ratita asintió y saltó del tocador.

Aterrizó sobre el borde de la alfombra rosada y se alejó rápidamente por el suelo oscuro que se extendía más allá.

Cuando Susan salió de la alfombra, la rata se detuvo y volvió la cabeza para mirarla con aprobación. Una vez más, Susan tuvo la sensación de haber superado alguna clase de prueba.

Siguió a la Muerte de las Ratas primero al pasillo y después a la caverna humeante de la cocina. Albert estaba inclinado encima del fogón.

—Buenos días —dijo, más por la fuerza de la costumbre que porque tuviera alguna idea de qué hora era—. ¿Quieres pan frito con las salchichas? Luego hay gachas de avena.

Susan contempló el batiburrillo que siseaba dentro de la enorme sartén. No era una visión apropiada para un estómago vacío, aunque probablemente pudiera causar uno. Albert podía hacer que un huevo desease que nunca lo hubieran puesto.

—¿No tenéis un poco de muesli? —preguntó Susan.

—¿Qué es eso, alguna clase de salchicha? —replicó Albert con suspicacia.

—Son cereales y frutos secos.

—¿Contiene alguna clase de grasa?

—No lo creo.

—¿Y cómo se supone que lo fríes entonces?

—No se fríe.

—¿Y a eso lo llamas desayuno?

—No hace falta que algo esté frito para que sea un desayuno —dijo Susan—. Quiero decir que, bueno, mencionaste las gachas, y las gachas no se fríen…

—¿Quién dice que no?

—¿Un huevo pasado por agua, entonces?

—Ja, hervir las cosas no sirve de nada; no mata todos los gérmenes.

—HAZME UN HUEVO PASADO POR AGUA, ALBERT.

Mientras los ecos rebotaban de un lado a otro y se desvanecían, Susan se preguntó de dónde había salido aquella voz.

El cucharón de Albert cayó sobre las baldosas con un estrépito metálico.

—¿Por favor? —dijo Susan.

—Has puesto la voz-dijo Albert.

—No te molestes con el huevo —dijo Susan. La voz había hecho que le doliera la mandíbula y le preocupaba todavía más a ella que a Albert. Después de todo, la boca era suya—. Quiero irme a casa.

—Estás en casa —replicó Albert.

—¿Este sitio? ¡Esto no es mi casa!

—¿No? ¿Cuál es la inscripción que hay en el gran reloj?

—«Demasiado Tarde» —respondió Susan al instante.

—¿Dónde están las colmenas?

—En el huerto.

—¿Cuántas bandejas tenemos?

—Siete… —empezó a decir Susan, y luego cerró la boca con firmeza.

—¿Lo ves? Para una parte de ti, este sitio es el hogar —dijo Albert.

—Mira… Albert —dijo Susan, probando suerte con el razonamiento amable por si esta vez surtía algo más de efecto—, quizá hay… alguien… que digamos que… se encarga de las cosas, pero en realidad yo no soy nadie especial… Lo que quiero decir es que…

—¿Sí? ¿Y cómo es que el caballo te conoce?

—Ya, pero en realidad yo solo soy una chica normal que…

—¡Las chicas normales no reciben un juego completo de Mi Pequeño Binky para su tercer cumpleaños! —replicó Albert secamente—. Tu papá lo escondió enseguida. El amo se mostró muy afectado por aquello. Él trataba de hacer las cosas lo mejor posible.

—¡Quiero decir que soy una chica corriente!

—Oye, a las chicas corrientes les regalan un xilófono. ¡No les basta con pedirle a su abuelo que se quite la camisa!

—¡Quiero decir que no puedo evitarlo! ¡No es culpa mía! ¡No es justo!

—¿De veras? Vaya, ¿y por qué no lo habías dicho antes? —replicó Albert con amargura—. Eso lo aclara todo, desde luego que sí. Si fuera tú, yo saldría de aquí ahora mismo y le diría al universo que no es justo. Apuesto a que entonces el universo diría: «Ah, de acuerdo entonces, siento las molestias, ya puedes marcharte».

—¡Eso es sarcasmo! ¡No puedes hablarme de esa manera! ¡No eres más que un sirviente!

—Exacto. Y tú también. Así que si yo fuera tú, iría poniendo manos a la obra. La rata te ayudará. Básicamente se encarga de las ratas, pero el principio es el mismo.

Susan se quedó inmóvil con la boca abierta.

—Me voy afuera —dijo secamente.

—No seré yo quien te lo impida.

Susan salió por la puerta de atrás hecha una furia, cruzó las enormes extensiones de la habitación exterior, dejó atrás la piedra de moler que había en el patio y entró en el jardín.

—Hum-dijo.

Si alguien le hubiera dicho a Susan que la Muerte tenía una casa, Susan le hubiera llamado loco o, peor aún, estúpido. Pero si ella hubiera tenido que imaginarse la casa, entonces habría dibujado, empleando un sensato rotulador negro, alguna imponente mansión gótica repleta de torretas y baluartes. La mansión se alzaría ominosamente, y se le aplicarían otras palabras terminadas en «mente», como tenebrosamente y amenazadoramente. Habría millares de ventanas. Susan hubiese llenado todos los rincones del cielo de murciélagos. Habría quedado impresionante.

No sería una casita de campo. No tendría un jardín tan insulso. No tendría una esterilla que rezara «Bienvenidos» delante de la puerta.

Susan poseía unos muros inquebrantables de sentido común. Ahora estaban empezando a derretirse como la sal bajo un viento húmedo, y eso la ponía furiosa de verdad.

No era como el abuelo Lezek, desde luego, en su pequeña granja tan pobre que hasta los gorriones tenían que hacer cola para conseguir miguitas. El abuelo Lezek había sido un viejecito encantador, por lo que ella podía recordar; en ocasiones ponía ojos de cordero, ahora que pensaba en ello, especialmente cuando su padre estaba allí.

Su madre le había dicho a Susan que el padre de ella había sido…

Ahora que caía en la cuenta, no estaba demasiado segura de qué era lo que le había dicho su madre. Los padres eran muy hábiles a la hora de no decir nada a la gente, incluso cuando utilizaban un montón de palabras. Susan había terminado con la impresión de que su otro abuelo no estaba por allí.

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