No te esperabas el patito de goma. Era amarillo.
No te esperabas el jabón. Su tono blanco hueso era el adecuado, pero parecía sin estrenar. Junto a él había una pastilla de jabón anaranjado que sí había sido claramente utilizada, porque apenas si quedaba ya una rodajita de ella. Olía de una manera muy parecida a aquel producto terrible que utilizaban en la escuela.
El baño, aunque grande, era un entorno humano. Había un torbellino de señales amarronadas alrededor del desagüe y una mancha allí donde había goteado el grifo. Pero casi todo lo demás había sido diseñado por la persona que no había entendido la escritoriedad y que, según se veía, tampoco había entendido la ablucionología.
Habían creado un toallero que habría podido usar un equipo entero de atletismo para entrenarse. Las toallas negras que había en él formaban parte del toallero y eran bastante duras. Quienquiera que usase el cuarto de baño probablemente se secaba con la toalla blanca y azul, ya muy gastada, que lucía las iniciales A J A-R-D-S B-S, A-M.
Incluso había un retrete, otro magnífico ejemplo del arte porcelánico de C.H. Excusado, con un friso de flores verdes y azules en la cisterna. Y una vez más, al igual que con el baño y el jabón, su presencia señalaba que aquella habitación había sido construida por alguien… y que entonces alguien más había venido para añadir los pequeños detalles. Alguien con mejores conocimientos de fontanería, para empezar. Y alguien más que entendía, realmente entendía, que las toallas deberían ser suaves y capaces de secar a las personas, y que el jabón debería ser capaz de hacer burbujas.
No te esperabas nada de todo aquello hasta que lo veías. Y entonces era como verlo de nuevo.
La toalla llena de calvas cayó del toallero y se deslizó con rapidez por el suelo, hasta que cayó a un lado para revelar a la Muerte de las Ratas.
¿IIIC?
—Vale, está bien —aceptó Susan—. ¿Adonde quieres que vaya ahora?
La rata corrió hacia la puerta abierta y desapareció por el pasillo.
Susan la siguió hasta otra puerta. Hizo girar otro picaporte.
Detrás de la puerta se extendía otra habitación dentro de una habitación. En la oscuridad había un área diminuta de baldosas iluminadas que contenía la lejana visión de una mesa, unas cuantas sillas, un aparador…
… y alguien. Una figura encorvada estaba sentada a la mesa. Al acercarse con cuidado, Susan oyó un ajetreo de cubiertos moviéndose dentro de un plato.
Un anciano estaba cenando, muy ruidosamente. En las pausas entre bocado y bocado, el anciano hablaba solo con la boca llena. Era una especie de mala educación autoinfligida.
—¡Yo no he tenido la culpa! [lanzamiento de saliva] Estuve en contra desde el primer momento pero, claro, él tiene que ir y [recuperación de un fragmento de salchicha balística de la mesa] empezar a implicarse en todo; yo le dije: pero si usted ya se implica lo suficiente [pinchar objeto frito no identificado], pero no, él nunca hace las cosas de esa manera [lanzamiento de saliva, tenedor agitado en el aire], en cuanto uno se implica de esa manera, le dije, cómo podrá echarse atrás después, a ver si me puede responder a eso [preparación de un bocadillo provisional de huevo y ketchup], pero no, claro que no…
Susan dio un rodeo alrededor del retazo de alfombra. El anciano no se percató de su presencia.
La Muerte de las Ratas se encaramó por la pata de la mesa y se detuvo encima de una rebanada de pan frito.
—Vaya. Eres tú.
IIIC.
El anciano volvió la cabeza.
—¿Dónde? ¿Dónde?
Susan entró en la alfombra. El hombre se levantó tan deprisa que su silla se desplomó hacia atrás.
—¿Quién demonios eres tú?
—¿ Le importaría dejar de apuntarme con ese beicon afilado?
—¡Te he hecho una pregunta, jovencita!
—Soy Susan. —Aquello no parecía suficiente, por lo que Susan añadió—: Duquesa de Sto Helit.
El rostro ya arrugado del anciano se arrugó todavía más al esforzarse por comprender aquello. Luego se volvió y alzó las manos hacia el techo distante.
—¡Oh, sí! —masculló, dirigiéndose a la habitación en general—. ¡Esto es justo la gota que colma el vaso, desde luego que sí!
Señaló con un dedo a la Muerte de las Ratas, que se inclinó hacia atrás.
—¡Pequeño roedor liante! ¡Ya lo creo que sí! ¡Aquí huele a rata!
¿IIIC?
El dedo tembloroso se detuvo de repente. El anciano se volvió en redondo.
—¿Cómo te las has arreglado para atravesar la pared?
—Me temo que no le entiendo —dijo Susan, retrocediendo—. No sabía que hubiese ninguna.
—¿Y entonces qué es esto, niebla klatchiana? —replicó el anciano, asestando una palmada al aire.
El hipopótamo de la memoria chapoteó…
—… Albert-dijo Susan—, ¿verdad?
Albert se golpeó la frente con la palma de la mano.
—¡Esto se pone cada vez peor! ¿Qué le has estado diciendo?
—No me ha dicho nada excepto IIIC y no sé qué es lo que significa eso —dijo Susan—. Pero… mire, aquí no hay ninguna pared, solo hay…
Albert abrió un cajón.
—Observa-dijo secamente—. Martillo, ¿verdad? Clavo, ¿verdad? Mira.
Clavó el clavo en el aire a cosa de metro y medio por encima de donde terminaba el área embaldosada. El clavo quedó suspendido allí.
—Pared —dijo Albert.
Susan extendió con cuidado la mano y tocó el clavo. Estaba pegajoso al tacto y producía una sensación parecida a la de la electricidad estática.
—Bueno, pues a mí no me da la sensación de una pared —consiguió decir.
IIIC.
Albert dejó caer el martillo encima de la mesa.
Susan se dio cuenta de que no era un hombre bajito. Albert era bastante alto, pero andaba con el paso encorvado y sesgado que normalmente se asocia a los ayudantes de laboratorio del tipo Igor.
—Me rindo —dijo, volviendo a señalar a Susan con un dedo—. Yo ya le dije que no saldría nada bueno de aquello. Pero se empezó a entrometer y antes de que nadie se dé cuenta, ahora va y resulta que una miaja de chica… ¿Adonde has ido?
Susan fue hacia la mesa mientras Albert agitaba los brazos en el aire, tratando de dar con ella.
Encima de la mesa había una tabla de quesos y una cajita de rapé. Y una ristra de salchichas. No había ninguna verdura en absoluto.
La señorita Trasero abogaba por evitar los fritos y comer mucha verdura para poder disfrutar de lo que ella llamaba Salud Cotidiana. Atribuía muchos de los problemas del mundo a la falta de Salud Cotidiana. Albert parecía la encarnación de todos ellos mientras correteaba por la cocina lanzando manotazos al aire.
Susan se sentó mientras el anciano danzaba junto a ella.
Albert dejó de moverse y se tapó un ojo con la mano. Luego se volvió con mucho cuidado. El único ojo visible permanecía entornado en un frenético esfuerzo de concentración.
Torció la vista hacia la silla, con un ojo ligeramente lloroso por el esfuerzo.
—Sí, eso no ha estado nada mal —dijo con voz queda—. Muy bien. Estás aquí. La rata y el caballo te trajeron. Maldito par de bobos. Creen que eso es lo que hay que hacer.
—¿Qué es lo que hay que hacer? —preguntó Susan—. Y no soy una… lo que me has llamado.
Albert la miró fijamente.
—El amo podía hacer eso —terminó diciendo—. Forma parte del trabajo. Supongo que ya hace mucho tiempo que descubriste que tú también podías hacerlo, ¿verdad? Me refiero a lo de que nadie note tu presencia cuando tú no quieres.
IIIC, dijo la Muerte de las Ratas.
—¿Qué? —preguntó Albert.
IIIC.
—Dice que te diga —murmuró Albert con la voz cansada— que una miaja de chica significa una jovencita. Piensa que quizá no me hayas oído bien antes.
Susan se encorvó sobre su silla.
Albert cogió otra y se sentó.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—Oh, cielos. —Albert puso los ojos en blanco—. ¿Cuánto hace que tienes dieciséis años?
—Desde que tenía quince, naturalmente. ¿Es que eres idiota o qué?
—Vaya, vaya, cómo pasa el tiempo —comentó Albert—. ¿Sabes por qué estás aquí?
—No… pero —Susan titubeó—, pero tiene algo que ver con… es algo así como… estoy viendo cosas que las personas no ven, y he conocido a alguien que no es más que una historia, y sé que he estado aquí antes… y todas esas calaveras y huesos que hay en las cosas…
La flaca silueta rapaz de Albert se alzó sobre ella. —¿Te apetece un poco de cacao caliente? —preguntó. Resultó ser muy distinto del que se tomaba en la escuela, era como agua marrón caliente. El cacao de Albert tenía grasa flotando; si le dabas la vuelta al tazón, transcurriría un poco de tiempo antes de que empezara a caer algo.
—Tu mamá y tu papá —dijo Albert en cuanto Susan tuvo un bigote de cacao excesivamente infantil para ella— ¿te… te explicaron alguna vez algo?
—La señorita Delcross se encargó de hacerlo en Biología —dijo Susan—. Nos lo explicó mal —añadió.
—Me refería a lo de tu abuelo —dijo Albert.
—Me acuerdo de cosas —confesó Susan—, pero no puedo recordarlas hasta que las veo. Como el cuarto de baño. Como tú.
—Tu mamá y tu papá pensaron que sería mejor que lo olvidaras todo —dijo Albert—. ¡Ja! ¡Pero eso es algo que se lleva en los huesos! ¡Temían que ocurriera y ha ocurrido! Has heredado.
—Ah, también sé algo acerca de eso —dijo Susan—. Tiene que ver con los ratones, las judías y cosas similares. Albert la miró con rostro inexpresivo.
—Mira, intentaré expresarlo con el mayor tacto posible —dijo finalmente.
Susan respondió con una mirada educada.
—Tu abuelo es la Muerte —dijo Albert—. Ya sabes, ¿no? ¿El esqueleto de la túnica negra? Llegaste aquí sobre su caballo y esta es su casa. Solo que tu abuelo… se ha ido. Para reflexionar un poco, o algo por el estilo. Lo que supongo que está ocurriendo ahora es que estás siendo absorbida. Se lleva en los huesos. Ahora ya eres lo bastante mayor. Hay un agujero, y ese agujero cree que tú tienes justo la forma apropiada para llenarlo. A mí me gusta tan poco como a ti.
—La Muerte —dijo Susan con voz neutra—. Bueno, no puedo decir que no tuviera mis sospechas. Como con lo del Papá Cerdo, el Hombre de la Arena y el Hada de los Dientes.
—Sí.
IIIC.
—Esperas que me crea todo eso, ¿verdad? —dijo Susan, tratando de invocar su desprecio más seco.
Albert le devolvió la mirada de alguien que llevaba toda una vida perfeccionando el arte del desprecio.
—Lo que usted crea o deje de creer no es asunto de mi incumbencia, señora —repuso.
—¿En serio te refieres a la figura alta con la guadaña y todo lo demás?
—Sí.
—Mira, Albert —dijo Susan, con la voz que se utiliza con los duros de mollera—, incluso suponiendo que existiera una «Muerte» así, y francamente es ridículo ponerse a antropomorfizar una simple función natural, nadie puede heredar nada de ella. Sé cómo funciona la herencia. Va sobre tener el pelo rojo y ese tipo de cosas. Se sacan de otras personas. No se sacan de… mitos y leyendas. Ejem.
La Muerte de las Ratas había gravitado hacia la tabla de quesos, donde estaba utilizando su guadaña para cortarse un trozo. Albert se recostó en su asiento.
—Me acuerdo de cuando tus padres te trajeron aquí-dijo—. El amo no paraba de pedírselo. Tenía curiosidad. Le gustan los crios. En realidad ve a muchos de ellos, pero… no como para llegar a conocerlos, ya me entiendes. Tu mamá y tu papá no querían, pero al final se dieron por vencidos y un día te trajeron a merendar para que el amo dejara de darles la tabarra. No querían hacerlo porque pensaban que te asustarías y que todo el lugar resonaría con tus gritos. Pero tú… tú no gritaste. Te reíste. Eso sí que le dio un susto de muerte a tu papá. Luego te trajeron un par de veces más cuando el amo se lo pedía, pero después empezaron a asustarse por lo que podía llegar a ocurrir y tu papá se negó en redondo a volver a traerte, y ahí terminó todo. Era casi el único que podía discutir con el amo, tu papá. Me parece que por aquel entonces tú debías de tener cuatro años.
Susan levantó la mano pensativamente y se tocó las pálidas líneas que había en su mejilla.
—El amo dijo que te estaban educando de acuerdo con… —Albert resopló con desprecio— los métodos modernos. La lógica. Y meterte en la cabeza que todo lo antiguo es una estupidez. No sé, pero… supongo que querían mantenerte alejada de… todo este tipo de ideas…
—Me llevó a dar una vuelta a caballo —dijo Susan, que no le estaba escuchando—. Me bañé en el cuarto de baño grande.
—Lo dejaste todo perdido de jabón —recordó Albert. Su rostro se desfiguró en algo que se aproximaba a una sonrisa—. Se oía al amo reírse desde aquí. Y también te hizo un columpio. O lo intentó, al menos. Sin magia ni nada. Con sus manos, así tal cual.