Soul Music (Mundodisco, #16) – Terry Pratchett

Y entonces alguien derramó oro sobre la noche. Las nubes se abrieron delante de Susan y allí, extendiéndose debajo, estaba Ankh-Morpork, una ciudad que encerraba más Peligro del que incluso la señorita Trasero sería capaz de imaginar.

La luz de las antorchas delineaba una red de calles en las que Quirm no solo se habría perdido, sino que también habría sido atracada y tirada al río.

Binky galopaba suavemente sobre los tejados. Susan podía oír los sonidos de las calles, incluso voces aisladas, pero también notaba el gran rugido de la ciudad, como una especie de colmena de insectos. Las ventanas de los últimos pisos desfilaban a su lado, cada una el resplandor de una luz de vela.

El caballo descendió a través del aire cargado de humo y tomó tierra elegantemente y al trote en un callejón que, por lo demás, estaba vacío salvo por una puerta cerrada y un letrero con una antorcha encima.

Susan lo leyó:

JARDINES DEL CURRY

Entlada de la Cosina — Ploibido el Paso. Hesto va pol ti.

Binky parecía estar aguardando algo.

Susan había esperado un destino más exótico.

Ya estaba familiarizada con el curry. Solían comerlo en la escuela, con el nombre de Arroz con Burillas. Era amarillo. Contenía guisantes y pasas reblandecidas.

Binky relinchó y escarbó el suelo con un casco.

Una mirilla rectangular se abrió súbitamente en la puerta. Susan tuvo una breve impresión de una cara que se recortaba contra la atmósfera abrasadora de la cocina.

—¡Ooorrh, nooorrrh! ¡Binkorrr!

La mirilla volvió a cerrarse de golpe.

Obviamente se suponía que debía ocurrir algo.

Susan fijó la vista en el menú que había clavado en la pared. Todo estaba mal escrito, naturalmente, porque el menú de los restaurantes de vertiente más étnica siempre ha de tener algún error de ortografía, para inducir en los clientes una falsa sensación de superioridad. Susan no pudo reconocer los nombres de la mayor parte de los platos, que consistía en:

Curry con berdura 8p

Curry con al boñigas de cerdo, hagridulce 10p

Curry con al bendigas de, pescado agridulce 10p

Curry con carne 10p

Curry con carne con nombre 15p

Extra de curry 5p

Gálletelas crujientes 4p

Cómelo Aquí o,

Llévatelo a casa

La mirilla volvió a abrirse y una gran bolsa de papel marrón, supuestamente impermeable aunque no del todo en la práctica, cayó encima de la repisa que había delante de la mirilla. Luego esta se cerró de nuevo con un golpe seco.

Susan extendió la mano con cautela. El olor que se elevaba de la bolsa tenía algo de lanza térmica que advertía contra el uso de cubiertos de metal. Pero ya había pasado mucho tiempo desde la hora de la merienda.

Entonces Susan reparó en que no llevaba dinero encima. Por otra parte, nadie le había pedido que pagara nada. Pero el mundo caería en la ruina y el caos si las personas no reconocieran sus responsabilidades.

Susan se inclinó hacia delante y llamó a la puerta.

—Disculpe… ¿no quiere nada por…?

Se oyeron gritos y un estrépito en el interior, como si media docena de personas estuvieran peleándose entre ellas por meterse debajo de la misma mesa.

—Vaya. Qué detalle tan encantador. Gracias. Muchísimas gracias —dijo Susan, educadamente.

Binky se alejó a paso lento. Esta vez no hubo ningún salto brusco que liberase la potencia muscular acumulada, sino que el caballo entró en el aire trotando con tanta cautela como si en el pasado lo hubieran reñido por derramar algo.

Susan probó el curry a unas cuantas decenas de metros por encima del paisaje que aceleraba, y luego lo tiró lo más cortésmente posible.

—Ha sido muy… insólito —repuso—. ¿Y esto es todo? ¿Me has traído hasta aquí porque querías que disfrutara de un poco de comida para llevar?

El suelo volaba bajo sus pies y entonces Susan se dio cuenta de que el caballo corría mucho más rápido, ya no a medio paso sino a galope tendido. Sus músculos se tensaron…

… y entonces, por un instante, el cielo que Susan tenía delante explotó en azul.

Detrás de ella, invisibles porque la luz se había detenido para enrojecer de vergüenza y preguntarse qué era lo que había sucedido, las huellas de un par de cascos ardieron en el aire durante un momento.

Era un paisaje, suspendido en el espacio.

Había una casita, con un jardín alrededor de ella. Había campos y montañas lejanas. Susan las contempló mientras Binky iba reduciendo el paso.

No había profundidad. Mientras el caballo viraba para tomar tierra, el paisaje quedó revelado como una mera superficie, una delgadísima película de… existencia… impuesta sobre la nada.

Susan esperaba que se rasgara al aterrizar el caballo, pero sólo hubo un tenue chasquido y un suave repiqueteo de grava.

Binky trotó alrededor de la casa y entró en el patio de montar, donde se detuvo y esperó.

Susan desmontó con reticencia. El suelo parecía bastante sólido bajo sus pies. Se inclinó y arañó la grava. Había más grava debajo de ella.

Había oído contar que el Hada de los Dientes coleccionaba dientes. Pensando en ello lógicamente… bueno, las únicas otras personas que coleccionaban cualquier clase de fragmentos corporales hacían tal cosa con propósitos muy sospechosos, habitualmente para hacer daño o controlar a otras personas. Las Hadas de los Dientes debían de tener a la mitad de los niños del mundo bajo control. Y esa clase de persona no viviría en una casa como aquella.

Aparentemente el Papá Cerdo vivía allá en las montañas, dentro de una especie de matadero horrible festoneado con salchichas y morcillas y pintado de un terrible color rojo sangre.

Todo lo cual indicaba estilo. Un estilo desagradable, cierto, pero al menos una especie de estilo. Aquel lugar no tenía estilo de ninguna especie.

El Pato del Martes del Pastel del Alma no tenía ninguna clase de hogar, que se supiera. Como tampoco lo tenían Viejo Hombre Problema o el Hombre de la Arena, al menos por lo que tenía entendido Susan.

Caminó alrededor de la estructura, que no era mucho más grande que una casita de campo. Sí, estaba muy claro. Quienquiera que viviese allí no tenía el menor gusto.

Encontró la puerta principal. Era negra, con un picaporte en forma de omega.

Susan extendió la mano hacia él, pero la puerta se abrió por sí sola.

Y el vestíbulo se prolongó ante ella, mucho más grande de lo que pudiera contener el exterior de la casa. Susan acertó a distinguir en la lejanía una escalera tan ancha como para acoger el número final de claque en un gran musical.

Había algo más que no encajaba en la perspectiva. Estaba claro que había una pared muy lejos de allí pero, al mismo tiempo, parecía como si estuviera pintada en el aire a unos meros tres o cuatro metros de allí. Era como si la distancia fuese opcional.

Había un gran reloj junto a una pared. Su lento tictac llenaba el inmenso espacio.

«Hay una habitación —pensó Susan—. Recuerdo la habitación de los susurros.»

El vestíbulo estaba jalonado por una serie de puertas a grandes intervalos. O cortos intervalos, si se miraba de otra manera.

Susan trató de ir hacia la más próxima y se dio por vencida después de tambalearse peligrosamente durante unos cuantos pasos. Finalmente consiguió llegar a ella tomando puntería y después cerrando los ojos.

La puerta era al mismo tiempo de tamaño aproximadamente humano así como inmensamente grande. Alrededor de ella había un marco adornado suntuosamente con un motivo de calaveras y huesos.

Susan abrió la puerta de un empujón.

La habitación que había detrás hubiese podido contener un pueblo pequeño.

Divisó una pequeña zona alfombrada a media distancia que cubría apenas una hectárea de terreno. Susan tardó varios minutos en llegar al borde.

Era una habitación dentro de una habitación. Había un gran escritorio de aspecto pesado encima de una tarima, con una silla giratoria de cuero detrás de él. Había una gran maqueta del Mundodisco encima de una especie de adorno compuesto por cuatro elefantes sobre el caparazón de una tortuga. Había varias estanterías, con los grandes tomos que sostenían amontonados de cualquier modo, a la manera de quienes están demasiado ocupados utilizando los libros como para molestarse nunca en ordenarlos como es debido.

Incluso había una ventana, suspendida en el aire a un par de metros por encima del suelo.

Pero no había paredes. Entre el borde de la alfombra y las paredes de la habitación no había nada excepto suelo, e incluso aquella era una palabra demasiado precisa para referirse a él. No parecía roca y ciertamente no era madera. No produjo absolutamente ningún sonido cuando Susan caminó sobre él. Era mera superficie, en el sentido puramente geométrico del término.

La alfombra tenía un motivo de calaveras y huesos.

También era negra. Todo era negro, o de algún tono gris. Aquí y allá, un tenue matiz evocaba un púrpura muy oscuro o el azul de las profundidades del océano.

En la lejanía, hacia las paredes de la habitación más amplia, la metahabitación o lo que quiera que fuese, se sugería… algo. Algo que estaba proyectando sombras complicadas, demasiado lejos para distinguirlas con claridad.

Susan se subió a la tarima.

Había algo extraño en las cosas que la rodeaban. Naturalmente, todo era. extraño en las cosas que la rodeaban, pero se trataba de la misma gran extrañeza que, simplemente, era parte de su esencia. Susan podía pasarla por alto. Pero también había rarezas a escala humana. Todo era ligeramente erróneo, como si lo hubiera creado alguien que no había logrado entender del todo cuál era su propósito.

Había un secante encima del gigantesco escritorio, pero formaba parte de él: se hallaba fusionado con la superficie. Los cajones no eran más que áreas de madera más elevada, imposibles de abrir. Quienquiera que hubiese hecho el escritorio había visto escritorios, pero no había entendido la escritoriedad.

Incluso había una especie de adorno de escritorio. No era más que una losa de plomo, con un cordón colgando de un lado y una reluciente bola metálica al final del cordón. Si levantabas la bola, se volvía a desplomar hacia abajo y golpeaba contra el plomo, una sola vez.

Susan no trató de sentarse en la silla. El cuero estaba marcado por un profundo hoyo. Alguien había pasado muchísimo tiempo sentado allí.

Miró los lomos de los libros. Estaban escritos en un lenguaje que no entendía.

Recorrió el largo camino de regreso a la lejana puerta, salió al pasillo y probó la puerta siguiente. En su mente se empezaba a formar una sospecha.

La puerta llevaba a otra habitación enorme, en este caso llena de estantes que iban desde el suelo hasta el lejano techo envuelto en nubes. Cada estante estaba atestado de relojes de arena.

La arena que fluía desde el pasado hacia el futuro llenaba la habitación con un sonido de oleaje, un ruido formado por un billón de sonidos pequeños.

Susan caminó entre los estantes. Era como avanzar a través de una multitud.

Un movimiento en un estante cercano atrajo su mirada. En la mayoría de los relojes la arena que caía era una sólida línea plateada, pero en aquel, mientras Susan lo contemplaba, la línea se interrumpió de repente. El último grano de arena cayó en el bulbo inferior.

El reloj de arena se desvaneció con un suave «pop».

Al instante otro reloj de arena apareció en su lugar, con el más tenue de los tintineos. La arena empezó a caer ante los ojos de Susan…

Y entonces fue consciente de que aquel proceso estaba teniendo lugar por toda la habitación. Los relojes viejos se desvanecían y su lugar era ocupado por otros nuevos.

Susan también sabía acerca de aquello.

Extendió la mano y cogió un reloj de arena, se mordió el labio con expresión pensativa y empezó a darle la vuelta…

¡IIIC!

Susan se volvió. La Muerte de las Ratas estaba sobre el estante que había detrás de ella y alzó un dedo de advertencia.

—Está bien —dijo Susan. Volvió a dejar el reloj de arena en su sitio.

IIIC.

—No. Todavía no he terminado de mirar.

Susan fue hacia la puerta, con la rata correteando por el suelo tras ella.

La tercera habitación resultó ser…

… el cuarto de baño.

Susan titubeó. Los relojes de arena eran justo lo que se podía esperar de aquel lugar. También te esperabas el motivo de calaveras y huesos. Pero lo que no te esperabas era la enorme bañera de porcelana blanca, colocada sobre su propio estrado igual que si fuera un trono, con gigantescos grifos de estaño y —escritas en letras azules ya un poco borrosas justo sobre el soporte del que colgaba el tapón— las palabras: C.H. Excusado e Hijo, calle Mollymog, Ankh-Morpork.

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