Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

—Pero ¿qué sucedió?

—Te pareció que un Préstamo no era suficiente. Pensaste que estaría bien robarle el cuerpo a alguien. Pero tienes que saber que un cuerpo es como…, como un molde para gelatina. Da forma a su contenido, ¿entiendes? No puedes tener mente de niña en un cuerpo de águila. Al menos, no por mucho tiempo.

—¿Me convertí en águila?

—Sí.

—¿No era yo en absoluto?

Yaya lo meditó un momento. Siempre tenía que hacer una pausa cuando las conversaciones con Esk la llevaban más allá de los límites del vocabulario propio de una persona decente.

—No —respondió al final—. Al menos, no en el sentido que tú quieres decir. Sólo eras un águila que quizá a veces tenía sueños extraños. Como cuando tú sueñas que vuelas…, quizá ella recordaría que caminaba y hablaba.

—Urgh.

—Pero, ahora, todo ha terminado —dijo Yaya, obsequiándola con una breve sonrisa—. Vuelves a ser tú misma, y el águila ha recuperado su mente. Está posada en el haya grande, junto al excusado. Quiero que le lleves algo de comer.

Esk hizo girar los talones, mirando hacia un punto indefinido detrás de la cabeza de la anciana.

—Había algunas cosas raras —dijo con tono tranquilo.

Yaya se dio media vuelta.

—Quiero decir…, en una especie de sueño, vi cosas —siguió Esk.

La conmoción de la anciana era tan evidente que titubeó, temerosa de haber dicho algo malo.

—¿Qué clase de cosas? —se limitó a preguntar Yaya.

—Una especie de criaturas grandes, de toda clase de formas. Estaban sentadas, no hacían nada.

—¿Estaba oscuro? O sea, esas Cosas ¿estaban en la oscuridad?

—Me parece que había estrellas. ¿Yaya?

Yaya Ceravieja miraba fijamente la pared.

—¿Yaya? —repitió Esk.

—¿Mmm? ¿Sí? Ah. —Yaya se recuperó de la conmoción—. Sí. Ya veo. Bueno, baja y coge la panceta que hay en la despensa, quiero que se la pongas al águila, ¿entiendes? Tampoco estará de más que le des las gracias. Nunca se sabe.

Cuando Esk volvió, Yaya estaba untando mantequilla en grandes rebanadas de pan. La niña acercó un taburete a la mesa, pero la anciana le hizo una señal con el cuchillo.

—Lo primero es lo primero. Levántate. Mírame.

Esk obedeció, asombrada. Yaya colgó el cuchillo de la tabla y sacudió la cabeza.

—Rayos —dijo al mundo en general—. No sé cómo lo hacen. Debe de haber alguna clase de ceremonia. Conozco a los magos, seguro que hacen cosas complicadas…

—¿A qué te refieres?

Yaya pareció no escucharla, y se dirigió al rincón oscuro junto al aparador.

—Seguramente deberías meter un pie en un cubo de gachas frías, ponerte un guante y hacer ese tipo de cosas —siguió—. Yo no quería hacer esto, pero Ellos me obligan.

—¿De qué hablas, Yaya?

La anciana bruja sacó el cayado de entre las sombras, y lo agitó vagamente ante Esk.

—Ten. Es tuyo. Cógelo. Sólo espero estar haciendo lo correcto.

En realidad, la entrega del cayado a un aprendiz de mago suele ser una ceremonia impresionante, sobre todo si el cayado había pertenecido a un mago viejo. La tradición impone una prueba larga y aterradora llena de máscaras, capuchas, espadas y juramentos terribles sobre gente cuya lengua será arrancada, cuyas entrañas serán devoradas por pájaros salvajes, cuyas cenizas serán lanzadas a los ocho vientos, etcétera. Y, tras unas horas de cosas así, el aprendiz entra en la hermandad de los Sabios e Iluminados.

También suele haber un discurso muy largo. Por pura casualidad, Yaya repitió lo esencial en dos palabras.

Esk cogió el cayado y lo examinó.

—Es muy bonito —dijo, insegura—. Las tallas son preciosas. ¿Para qué sirve?

—Siéntate. Y, por una vez, escucha bien. El día en que naciste…

* * *

—…y, más o menos, eso es todo.

Esk miró atentamente el cayado, y luego clavó la vista en Yaya.

—¿Tengo que ser mago?

—Sí. No. No lo sé.

—Eso no es respuesta, Yaya —le reprochó Esk—. ¿Sí o no?

—Las mujeres no pueden ser magos —se limitó a responder Yaya—. Va contra la naturaleza. Es como si una mujer fuera herrero.

—La verdad es que he visto a papá trabajando, y no veo por qué…

—Mira —se apresuró a interrumpirla Yaya—, no puede haber mujeres mago igual que no puede haber hombres bruja, porque…

—He oído hablar de brujos —insistió Esk.

—¡Hechiceros!

—Me parece que sí.

—No hay hombres brujos, sólo hombres idiotas —se acaloró la anciana—. Si los hombres fueran brujos, no serían magos. Es cuestión de… —Se palmeó la frente—. Cabezología. De cómo funciona tu mente. La mente de un hombre no es como la nuestra. Su magia está llena de números, ángulos, filos y lo que hacen las estrellas, como si tuviera importancia. Es todo poder, es todo… —Yaya se detuvo y saboreó su palabra favorita para describir todo lo que detestaba de los magos—. Jometría.

—Entonces, perfecto —dijo Esk, aliviada—. Me quedaré aquí y aprenderé brujería.

—Se dice fácil —replicó Yaya, sombría—. No creo que puedas.

—¡Pero si acabas de decir que las mujeres no pueden ser magos, ni al revés!

—Es cierto.

—Entonces —zanjó Esk con tono triunfal—, todo resuelto, ¿no? Tengo que ser bruja.

Yaya señaló el cayado. Esk se encogió de hombros.

—No es más que un palo viejo.

Yaya sacudió la cabeza. Esk parpadeó.

—¿No?

—No.

—¿Y no podré ser bruja?

—No sé qué podrás ser. Coge el cayado.

—¿Qué?

—Que cojas el cayado. Mira, he puesto leña en la chimenea. Enciéndela.

—La yesca está… —empezó Esk.

—En cierta ocasión, me dijiste que había mejores maneras de encender fuego. Demuéstramelo.

Yaya se levantó. Pareció crecer hasta llenar la penumbra de la cocina de sombras cambiantes, desgarradas, amenazadoras. Sus ojos se clavaron en Esk.

—Demuéstramelo —repitió con la voz cargada de hielo.

—Pero… —dijo Esk aferrándose desesperadamente al cayado y derribando el taburete en su prisa por retroceder.

—Demuéstramelo.

Con un grito, Esk se dio media vuelta. El fuego brilló en las puntas de sus dedos y voló por la habitación. La llamarada estalló con una fuerza que volcó los muebles, y una bola de luz verde se estrelló contra la chimenea.

Dibujos cambiantes lo recorrieron zumbantes mientras se ensañaba con las piedras, que se resquebrajaron y luego se derritieron. La rejilla de hierro resistió valientemente unos segundos antes de fundirse como la cera. Hizo una última aparición en forma de charco rojo, y luego desapareció. Un momento más tarde, la tetera siguió el mismo camino.

Justo cuando parecía que la chimenea desaparecería de igual manera, las viejas losas cedieron y, con un último estallido, la bola de fuego quedó fuera de la vista.

Un crepitar ocasional o una nube de vapor de cuando en cuando fueron marcando su paso por la tierra. Aparte de eso, sólo hubo silencio, ese silencio sonoro y siseante que se hace tras un ruido ensordecedor. Y, después de aquel brillo actínico, la habitación pareció negra como la noche.

Al rato, Yaya se aventuró a arrastrarse desde detrás de la mesa y se acercó todo lo que le permitió la osadía hasta el agujero, que seguía rodeado por una costra de lava. Se echó hacia atrás bruscamente cuando otra nube de vapor ardiente brotó como una seta.

—Dicen que hay minas de enanos bajo las Montañas del Carnero —dijo, consciente de que no venía a cuento—. Los pobres se van a llevar una sorpresa.

Examinó cautelosa el charquito de hierro fundido que había sido la tetera.

—Lo siento por la rejilla —añadió—. Tenía tallas de búhos.

Acarició el pelo chamuscado de Esk.

—Creo que nos hará falta una buena taza de…, una buena taza de agua fría.

Esk se contempló la mano, asombrada.

—Eso ha sido magia de verdad —dijo al final—. Y la hice yo.

—Una clase de magia de verdad —la corrigió Yaya—. No lo olvides. Además, no querrás pasarte la vida haciendo eso. Si lo llevas dentro, debes aprender a controlarlo.

—¿Puedes enseñarme?

—¿Yo? ¡No!

—¿Cómo voy a aprender, si nadie me enseña?

—Tienes que ir a donde pueden enseñarte. A una escuela de magos.

—Pero si has dicho…

Yaya se detuvo mientras llenaba una jarra del cubo de agua.

—Sí, sí —le espetó—. No importa lo que he dicho, ni lo que diga el sentido común, ni nada. A veces hay que hacer lo que hay que hacer, y tú irás a la escuela de magos sea como sea.

Esk meditó sobre la idea.

—¿Quieres decir que es mi destino? —preguntó por fin. Yaya se encogió de hombros.

—Algo por el estilo. Probablemente. ¿Quién sabe?

Esa noche, mucho después de que Esk se acostara, Yaya se puso el sombrero, encendió una vela nueva, despejó la mesa y sacó de su escondrijo en el aparador una cajita de madera. Dentro había una botellita de tinta, una plumilla milenaria y unas cuantas hojas de papel.

A Yaya no le gustaba demasiado enfrentarse con el mundo de las letras. Los ojos se le saltaban de las órbitas, la lengua se le pegaba, pequeñas gotas de sudor se le formaban en la frente, pero la pluma se abrió camino a arañazos por el papel, acompañada por algún que otro «rayos» o «maldita sea».

La carta decía lo siguiente, aunque a esta versión le faltan las manchas de cera, los borrones de tinta, los tachones y las zonas húmedas del original:

Al gefe de los Magos, Unibersida Inbisible, ola, espero que este bien, le enbio a Escarina Errero, puede ser una buena maga y ademas trabaja mucho y sabe acer diurersas cosas de la casa, lleba dinero no se preocupe, que biba usted muchos años y acabe en paz, sulla señorita Esmerenciana Cerabieja, bruja.

Yaya sostuvo su trabajo a la luz de la vela y lo examinó con ojo crítico. Era una buena carta. Había sacado la palabra «diurersas» del Almanaque, que leía todas las noches. Siempre estaba prediciendo «diurersas molestias» y «diurersas calamidades». Yaya no estaba muy segura de su significado, pero seguía pareciéndole una palabra condenadamente buena.

La selló con cera de la vela y la guardó en el aparador. La podría entregar al portador a la mañana siguiente, cuando bajara al pueblo a comprar una nueva tetera.

* * *

Por la mañana, Yaya se tomó ciertas molestias con su ropa, eligiendo un vestido negro con un estampado de murciélagos y ranas, una gran capa de terciopelo —o al menos una capa hecha de eso que parece el terciopelo tras treinta años de uso constante— y el sombrero puntiagudo, crucificado a horquillazos.

La primera visita fue al albañil, para encargar una chimenea nueva. Luego iría a casa del herrero.

Fue una reunión larga y tormentosa. Esk vagabundeó por el huerto y trepó a su antiguo lugar en el manzano mientras en la casa resonaban los gritos de su padre, los aullidos de su madre y las largas pausas silenciosas, que significaban que Yaya Ceravieja estaba hablando suavemente en lo que Esk denominaba su «esa» voz. A veces, la anciana tenía una manera de hablar clara, comedida. Seguramente era el mismo tono de voz que usó el Creador. No había datos para discutir si en él había magia o sencillamente cabezología. Dejaba bien claro que lo que estaba diciendo era tan cierto como se puede ser.

La brisa sacudía el árbol suavemente. Esk se sentó en la rama, balanceando las piernas.

Pensó en los magos. No solían ir muy a menudo a Culo de Mal Asiento, pero se contaban muchas historias sobre ellos. Recordó que eran sabios, generalmente muy viejos, hacían una magia muy poderosa, complicada y misteriosa, y casi todos llevaban barba. Y todos eran, sin excepción, hombres.

Sobre las brujas sabía mucho más, ya que había acompañado a Yaya en sus visitas a las brujas de un par de pueblos. Además, esas mujeres eran parte fundamental del folclore de las Montañas del Carnero. Las brujas eran astutas, y casi todas muy viejas, o al menos trataban de parecer viejas, practicaban una magia hogareña, orgánica, ligeramente sospechosa, y algunas de ellas tenían barba. También eran, sin excepción, mujeres.

Allí había algún problema básico que no conseguía resolver. ¿Por qué no era posible que…?

Cern y Gulta bajaron corriendo por el sendero y se detuvieron bajo el árbol. Miraron a su hermana con una mezcla de fascinación y desprecio. Las brujas y los magos eran objeto de admiración; las hermanas no. Por alguna razón, el hecho de saber que tu hermana estaba estudiando para bruja devaluaba a toda la profesión.

—No puedes lanzar hechizos —dijo Cern—. ¿A que no?

—Claro que no puede —afirmó Gulta—. ¿Qué es ese palo? Esk había dejado el cayado apoyado contra el árbol. Cern lo rozó con cautela.

—No quiero que lo toques —se apresuró a decir Esk—. Por favor. Es mío.

Por regla general, Cern tenía tanta sensibilidad como un cardo borriquero, pero, para su propia sorpresa, su mano se detuvo.

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