Luego, desaparecieron en la luz cada vez más intensa del claro, y se desperdigaron entre los árboles.
Es bien sabido —al menos, es bien sabido entre las brujas— que todas las colonias de abejas son parte de la criatura llamada Enjambre, de la misma manera que cada abeja es una célula de la mente colmena. Yaya no solía mezclar sus pensamientos a menudo con los de las abejas, en parte porque las mentes de los insectos eran cosas extrañas y diferentes con sabor a latón, pero sobre todo porque sospechaba que Enjambre era mucho más inteligente que ella.
Sabía que los zánganos llegarían pronto a las colonias de abejas silvestres que habitaban en lo más profundo del bosque, y que en pocas horas hasta el último rincón de los prados de las montañas pasaría por un cuidadoso escrutinio. Ahora, sólo le quedaba esperar.
Los zánganos regresaron al mediodía, y Yaya leyó en la aguda mente ácida de la colmena que no había rastro de Esk.
Volvió a entrar en el frescor de la casa, y se sentó en la mecedora, contemplando la puerta.
Sabía cuál era el siguiente paso. Y detestaba hasta pensar en ello. Pero cogió una escalera corta, subió con dificultad al tejado y sacó el cayado de su escondrijo entre la techumbre de paja.
Estaba frío como el hielo. Echaba humo.
—Pues vamos a la nieve —dijo Yaya.
Bajó de nuevo y lo tiró sin contemplaciones entre las flores. Lo miró. Tuvo la desagradable sensación de que le devolvía la mirada.
—No te creas que has ganado, porque no es así —le espetó—. Lo que pasa es que no puedo perder tiempo con tonterías. Debes de saber dónde está. ¡Te ordeno que me lleves con ella!
El cayado la miró con cara de palo.
—¡Por…! —Yaya se detuvo. Tenía un poco olvidadas las invocaciones—. ¡Por el palo y la piedra, te lo ordeno!
Actividad, movimiento, vitalidad…, todas estas palabras serían completamente inadecuadas para describir la respuesta del cayado.
Yaya se rascó la barbilla. Recordó la pequeña lección que debían aprender todos los niños: ¿cuál es la palabra mágica…?
—¿Por favor? —sugirió.
El cayado vibró, se elevó un poquito sobre el suelo y giró en el aire, de manera que quedó suspendido, invitador, a la altura de la cintura.
Yaya había oído decir que las escobas volvían a estar muy de moda entre las brujas jóvenes, pero a ella no le gustaba la idea. No había manera de parecer respetable volando por ahí sobre un instrumento de limpieza. Además, le molestaban las corrientes de aire.
Pero no había tiempo para pensar en la respetabilidad. Se entretuvo sólo lo suficiente como para coger su sombrero de detrás de la puerta, antes de montar en el cayado —de lado, por supuesto, y con las faldas firmemente apretadas entre las rodillas—, y aferrarse lo mejor que pudo.
—Muy bien —dijo—, y ahora, ¿queeeeeé…?
En todo el bosque, los animales se espantaron y huyeron cuando una sombra pasó sobre ellos gritando y maldiciendo. Yaya se agarró hasta que los nudillos se le pusieron blancos, pateando febrilmente con las delgadas piernas mientras, muy por encima de las copas de los árboles, aprendía importantes lecciones sobre centros de gravedad y turbulencias del aire. El cayado iba disparado, sin prestar atención a sus gritos.
Para cuando sobrevoló los prados de las montañas, ya se había reconciliado en parte con el diabólico instrumento: podía agarrarse con las manos y las rodillas, siempre y cuando no le importara ir cabeza abajo. Al menos, la forma aerodinámica de su sombrero le resultaba útil.
El cayado pasó como un rayo entre negros precipicios y valles yermos por los que, según se decía, habían discurrido ríos de nieve en los tiempos de los Gigantes del Hielo. El aire era tenue, y hacía daño en la garganta.
Se detuvieron bruscamente sobre un ventisquero. Yaya cayó de bruces y se quedó tendida en la nieve, jadeando y tratando de recordar por qué se estaba sometiendo a aquella tortura.
A pocos metros, bajo un saliente, había un montón de plumas. Cuando Yaya se le acercó, asomó la cabeza bruscamente y el águila la miró con ojillos salvajes y aterrados. Intentó volar, pero se desplomó. La anciana tocó al pájaro, y éste le arrancó limpiamente un triángulo de carne de la mano.
—Ya veo —dijo Yaya con voz tranquila, sin dirigirse a nadie concreto.
Miró a su alrededor, y encontró una roca del tamaño adecuado. Se escondió tras ella unos segundos, en bien de la respetabilidad, y reapareció con la combinación en la mano. El pájaro se resistió, echando a perder varias semanas de pulcro bordado, pero al final consiguió envolverlo y sostenerlo de manera que no la alcanzaran sus ataques esporádicos.
Yaya se volvió hacia el cayado, que estaba clavado en la nieve.
—Volveré andando —le dijo con frialdad.
Resultó que se encontraban en una estribación de la montaña, y había un precipicio de varios cientos de metros compuesto exclusivamente por afiladas rocas negras.
—Muy bien, de acuerdo —concedió—. Pero volarás despacio, ¿entendido? Y bajito.
La verdad fue que, quizá porque tenía algo más de experiencia, o porque el cayado iba con más cuidado, el viaje de vuelta resultó casi tranquilo. Yaya casi llegó a pensar que, con el tiempo, podía llegar a sentirse incómoda volando, en vez de detestarlo con todas sus fuerzas. Lo único importante era no mirar hacia abajo.
* * *
El águila se desplomó en la raída alfombra ante la chimenea apagada. Había bebido un poco de agua sobre la que Yaya había murmurado algunos de los hechizos con los que solía impresionar a sus pacientes, pero nunca se sabía, quizá tuvieran algún poder. El bicho comió también unos trocitos de carne cruda.
Lo que no hizo en ningún momento fue dar la menor muestra de inteligencia.
Yaya se preguntó si se habría equivocado de pájaro. Arriesgándose a otro picotazo, observó atentamente los crueles ojillos anaranjados, y trató de convencerse de que allí, en lo más profundo, casi oculto, había una extraña llamita.
Sondeó la cabeza afilada. La mente del águila estaba allí, desde luego, clara y nítida, pero había algo más. Por supuesto, una mente no tiene color, pero por alguna razón la del águila parecía ser purpúrea. Y, entretejidas con ella, había unas tenues hebras plateadas.
Esk había descubierto demasiado tarde que la mente da forma al cuerpo, que un Préstamo es una cosa, y que el sueño de adoptar otra encarnación llevaba incluido su propia penitencia.
Yaya se sentó y se meció. Sabía que no sabía qué hacer. Desenmarañar las mentes enredadas estaba fuera del alcance de su poder, fuera del alcance del poder de cualquier residente en las Montañas del Carnero, fuera del alcance incluso…
No hubo sonido alguno, quizá fue un cambio en la textura del aire. Alzó la vista hacia el cayado, que se había resignado a volver a la casa.
—No —dijo Yaya con firmeza.
¿Para quién lo he dicho? —pensó—. ¿Para mí? Ahí dentro hay poder, pero no mi tipo de poder. Pero no tengo ningún otro a mano. Y quizá sea ya demasiado tarde. Puede que siempre haya sido demasiado tarde.
Volvió a entrar en la cabeza del pájaro para disipar el terror del animal. Éste se dejó coger y reposó en la muñeca de la anciana, con las garras tan apretadas como para hacerle sangre.
Yaya cogió el cayado y subió al piso de arriba, donde Esk yacía en la pequeña cama del dormitorio.
Hizo que el pájaro se posara en la cabecera, y se concentró en el cayado. Las tallas volvieron a cambiar ante sus ojos, sin permitirle ver su auténtica forma.
Yaya sabía utilizar el poder, pero también sabía que para ello dependía de presiones sutiles con las que hacer maniobrar las cosas. Ella no lo habría dicho así, por supuesto…, habría dicho que siempre había una palanca si sabías dónde buscarla. El poder del cayado era rudo, salvaje, magia pura destilada a partir de las fuerzas que movían el universo.
No sería gratis. Y Yaya conocía la magia de magos lo suficiente como para estar segura de que el precio sería alto. Pero, si te preocupa el precio, ¿para qué entras en la tienda?
Carraspeó, preguntándose qué demonios tenía que hacer a continuación. Quizá si…
El poder la golpeó como un ladrillo lanzado con buena puntería. Tan clara fue la sensación de que la dominaba y la elevaba, que se sorprendió al mirar hacia abajo y descubrir sus pies firmemente apoyados en el suelo. Trató de dar un paso hacia adelante, y las descargas de magia hicieron crepitar el aire a su alrededor. Se apoyó en la pared, y al instante los viejos tablones se estremecieron y florecieron. Un ciclón de magia recorrió la habitación, levantando el polvo y dándole por un instante formas aterradoras. La jarra y la jofaina con los dibujos de rosas se hicieron pedazos. Bajo la cama, el tradicional tercer miembro del trío de porcelana se convirtió en algo horrible que escapó a toda velocidad.
Yaya abrió la boca para lanzar un juramento, pero se lo pensó mejor cuando las palabras brotaron de su boca convertidas en nubéculas multicolores.
Bajó la vista hacia Esk y el águila, que parecían ajenas a todo aquel jaleo, e intentó concentrarse. Se deslizó dentro de la cabeza del animal, y vio de nuevo las hebras de mente, los hilos plateados tan densamente tejidos en torno a los purpúreos que ambos formaban una sola cosa. Pero ahora veía también los extremos de las hebras, y el punto exacto en el que un tirón juicioso empezaría a desenmarañarlas. Era tan obvio que se oyó a sí misma reír, antes de que el sonido adoptara matices anaranjados y rojos, y desapareciera en el techo.
Pasó el tiempo. Pese al poder que palpitaba en su cabeza, era un trabajo dolorosamente arduo, como hacer punto a la luz de la luna. Pero, al final, consiguió hacerse con un puñado de plata. En el mundo lento y pesado en que parecía encontrarse ahora, lanzó la madeja pausadamente hacia Esk. Se convirtió en una nube, giró como un remolino, y desapareció.
Era consciente de un sonido agudo, y atisbo sombras por el rabillo del ojo. Bueno, a todo el mundo le sucedía, tarde o temprano.
Habían llegado, atraídas como siempre por una descarga de magia. Sólo había que aprender a no hacerles caso.
* * *
Yaya despertó cuando la brillante luz del sol le dio en los ojos. Estaba derrumbada junto a la puerta, y todo su cuerpo se sentía como si le dolieran las muelas.
Extendió una mano a ciegas, dio con el borde del pedestal de la jofaina, y consiguió sentarse. No se sorprendió demasiado al ver que tanto la jarra como la jofaina estaban exactamente igual que siempre. Pero la curiosidad se sobrepuso al dolor, y echó un rápido vistazo bajo la cama para asegurarse de que, sí, nada había cambiado.
El águila seguía posada en la cabecera de la cama. Sobre el colchón, Esk dormía, y Yaya vio que era un sueño auténtico, no la quietud de un cuerpo vacío.
Ahora, sólo cabía esperar que la niña no despertara con un deseo irresistible de cazar ratones.
Llevó al dócil pájaro al piso de abajo y lo liberó ante la puerta trasera. Voló pesadamente hasta el árbol más cercano, donde se posó para descansar. El pájaro tenía la sensación de que alguien le había jugado una mala pasada, pero no podría recordar por qué ni aunque lo matasen.
* * *
Esk abrió los ojos y contempló el techo durante largo rato. A lo largo de los meses, se había ido familiarizando con cada bulto y grieta del yeso, que creaban un paisaje fantástico en el que ella había hecho residir a una compleja civilización.
Los sueños le zumbaban en la mente. Sacó un brazo de entre las sábanas, y se preguntó por qué no estaría cubierto de plumas. Era muy extraño.
Apartó las mantas, sacó las piernas por el borde de la cama, extendió las alas al viento y planeó sobre el mundo…
El golpe contra el suelo del dormitorio hizo subir a Yaya, quien la tomó en sus brazos y la estrechó cuando el terror la invadió. Yaya se meció adelante y atrás sobre los talones, emitiendo ruiditos tranquilizadores.
Esk alzó la vista para mirarla. Su rostro era una máscara de terror.
—¡Sentí como yo misma desaparecía!
—Sí, sí. Ya estás bien —murmuró la anciana.
—¡No lo entiendes! ¡Ni siquiera recordaba mi nombre! —gritó Esk.
—Pero ahora sí lo recuerdas.
La niña titubeó.
—Sí —dijo al final—. Sí, claro. Ahora, sí.
—Entonces, no pasa nada.
—Pero…
Yaya suspiró.
—Has aprendido algo —dijo.Le pareció conveniente poner voz más dura—. Dicen que un poco de conocimiento es peligroso, pero no tanto como mucha ignorancia.