—¿Esk? —dijo, tomando una decisión.
—¿Sí?
—¿Qué quieres ser de mayor?
Esk no supo qué decir.
—No lo sé.
—Bueno —insistió Yaya, sin dejar de ordeñar—, ¿qué crees que harás cuando seas mayor?
—No lo sé. Supongo que me casaré.
—¿Te apetece?
Los labios de Esk empezaron a fruncirse por tercera vez en torno a la N, pero advirtió la mirada de Yaya, e hizo una pausa para pensar.
—Todos los adultos que conozco están casados —dijo por fin. Pensó un momento más—. Menos tú —añadió cautelosamente.
—Cierto —asintió Yaya.
—¿Tú no querías casarte?
Ahora le tocó a Yaya el turno de pensar.
—La verdad, nunca se me ocurrió —dijo por último—. Tenía demasiadas cosas que hacer.
—Papá dice que eres una bruja —señaló Esk, abusando de su suerte.
—Lo soy.
Esk asintió. En las Montañas del Carnero, las brujas tenían un estatus similar al de las monjas, los recaudadores de impuestos o los limpiadores de letrinas en otras culturas: se las respetaba, a veces se las admiraba, generalmente se las aplaudía por hacer un trabajo necesario, pero la gente no se sentía a gusto cuando las tenía cerca.
—¿Te gustaría aprender brujería? —preguntó Yaya.
—¿Quieres decir magia?
Los ojos de Esk se iluminaron.
—Sí, magia. Pero no magia de fuegos artificiales. Magia de verdad.
—¿Puedes volar?
—Hay cosas mejores que volar.
—¿Y yo puedo aprenderlas?
—Si tus padres te dejan, sí.
Esk suspiró.
—Mi padre no me dejará.
—En ese caso, hablaré con él —aseguró Yaya.
* * *
—¡Escúchame bien, Gordo Herrero!
Herrero retrocedió en la forja, con las manos semialzadas como para guardarse de la ira de la anciana. Ella avanzó hacia él, sacudiendo un dedo en gesto amenazador.
—Yo te traje al mundo, estúpido, y no tienes más sentido común ahora que entonces.
—Pero… —trató de defenderse Herrero al tiempo que esquivaba el yunque.
—¡La magia la encontró! ¡Magia de mago! No es la magia adecuada, ¿entiendes? ¡No estaba destinada para ella!
—Sí, pero…
—¿Tienes la menor idea de lo que puede hacer?
Herrero se hundió.
—No.
Yaya se detuvo y se calmó un poco.
—No —repitió en tono más suave—. Claro que no la tienes.
Se sentó en el yunque e intentó pensar con tranquilidad.
—Mira, la magia tiene una especie de… vida propia. Eso no importa, porque… el caso es que la magia de magos… —Alzó la vista, se encontró con el enorme rostro desconcertado, y probó otro enfoque—. ¿Sabes lo que es la sidra?
Herrero asintió. Ahora se sentía en terreno más seguro, aunque no sabía muy bien adónde le conduciría.
—Y luego viene el aguardiente de manzana —siguió la bruja.
El herrero asintió de nuevo. En Culo de Mal Asiento, todo el mundo hacía aguardiente de manzana en invierno, mediante el sistema de dejar cubos de sidra en el exterior durante la noche y quitar el hielo hasta que sólo quedaba un pequeño resto de alcohol.
—Puedes beber mucha sidra y te sienta bien, ¿verdad?
Nuevo asentimiento.
—Pero el aguardiente de manzana se bebe en esos vasitos pequeños, se toma poco y sólo de vez en cuando, porque va directo a la cabeza.
El herrero volvió a asentir y, consciente de que no estaba contribuyendo mucho a la conversación, añadió:
—Es cierto.
—Ahí está la diferencia.
—¿Qué diferencia?
Yaya suspiró.
—La diferencia entre la magia de bruja y la magia de mago —dijo—. A ella la ha encontrado, y si no la controla, Otros la controlarán. La magia puede ser una especie de puerta, y al otro lado hay Cosas desagradables. ¿Lo entiendes?
El herrero asintió una vez más. No comprendía nada, pero supuso con toda sensatez que, si Yaya se daba cuenta, entraría en horribles detalles.
—La niña tiene una mente fuerte, y quizá tarden —siguió—. Pero, tarde o temprano, la desafiarán.
Herrero cogió un martillo de su mesa, lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, y volvió a dejarlo.
—Pero —se atrevió a intervenir—, si tiene magia de mago, aprender brujería no servirá de nada, ¿verdad? Dices que son diferentes.
—Las dos son magias. Si no sabes cabalgar sobre un elefante, al menos aprende a montar a caballo.
—¿Qué es un elefante?
—Una especie de tejón —respondió Yaya.
Si hubiera ido por ahí admitiendo su ignorancia, no habría conservado su credibilidad durante cuarenta años.
El herrero suspiró. Sabía que estaba derrotado. Su esposa le había dejado bien claro que ella aprobaba la idea y, ahora que lo pensaba, tenía ciertas ventajas. Después de todo, Yaya no viviría eternamente, y no estaría mal ser el padre de la única bruja de la zona.
—De acuerdo —dijo.
Y así, mientras el invierno se daba media vuelta y comenzaba de mala gana la larga escalada hacia la primavera, Esk pasó días enteros con Yaya Ceravieja, aprendiendo brujería.
Que parecía consistir sobre todo en memorizar cosas.
Las lecciones eran bastante prácticas: limpiar la mesa de la cocina y Herboristería Básica; cepillar a las cabras y Propiedades de los Hongos; hacer la colada e Invocar a los Dioses Menores. Y siempre había que vigilar el gran caldero de la cocina y la Teoría y Práctica de la Destilación. Para cuando empezaron a soplar los cálidos vientos periféricos, y de la nieve no quedaron más que pequeños jirones blancos en el lado Eje de los árboles, Esk ya sabía cómo preparar toda una variedad de ungüentos, coñacs medicinales, infusiones especiales y pociones misteriosas que, según Yaya, aprendería a utilizar a su debido tiempo.
Lo que no había hecho era nada de magia.
—A su debido tiempo —repetía Yaya vagamente.
—¡Pero si soy una bruja!
—Aún no eres una bruja. Dime tres hierbas buenas para los intestinos.
Esk se puso las manos a la espalda, cerró los ojos y recitó:
—La flor del Guisantón Mayor, la raíz del Pantalón del Viejo, el tallo del Lirio de Agua Ensangrentada, la vaina del…
—Muy bien. ¿Dónde buscarías pepinillos de agua?
—En pozas estancadas, entre los meses de…
—Bien. Estás aprendiendo.
—¡Pero eso no es magia!
Yaya se sentó junto a la mesa de la cocina.
—La mayor parte de la magia no es magia —explicó—. Consiste sólo en conocer las hierbas adecuadas, en aprender a interpretar el clima y en saber qué cosas hacen los animales. Y las personas.
—¿Nada más? —se horrorizó Esk.
—¿Cómo que nada más? ¿Te parece poco? Pero sí, hay otras cosas.
—¿No puedes enseñármelas?
—A su debido tiempo. No hay necesidad de que te descubras ya.
—¿Descubrirme? ¿Ante quién?
Los ojos de Yaya volaron hacia las sombras que poblaban los rincones de la habitación.
—No importa.
Después, hasta esos últimos jirones de nieve desaparecieron, y los chaparrones primaverales azotaron las montañas. El aire del bosque empezó .a oler a hojas mohosas y a terebinto. Unas cuantas flores primerizas se enfrentaron a las noches gélidas, y las abejas empezaron a volar.
—Las abejas sí que son mágicas de verdad —dijo Yaya Ceravieja.
Levantó cautelosamente la tapa de la primera colmena.
—Tus abejas —siguió— son tu aguamiel, tu cera, tu miel… Tus abejas son algo maravilloso. Además, las gobierna una reina —añadió con tono de aprobación.
—¿No te pican? —preguntó Esk, algo rezagada.
Las abejas bullían en la colmena y cubrían la madera áspera de la caja.
—Casi nunca —respondió Yaya—. ¿No querías magia? Mira.
Metió una mano entre la masa de insectos, y emitió un tenue ruidito silbante que le salía del fondo de la garganta. La masa se movió, y una abeja mucho más grande que las otras subió entre sus dedos. Unas cuantas obreras la siguieron, acariciándola y ayudándola.
—¿Cómo lo has hecho? —se asombró Esk.
—Ah —dijo Yaya—. ¿Te gustaría saberlo?
—Sí, Yaya. Por eso te lo he preguntado —dijo Esk severamente.
—¿Crees que he utilizado magia?
Esk miró a la abeja reina. Alzó la vista hacia la bruja.
—No —respondió—. Creo que sabes muchas cosas de las abejas.
Yaya sonrió.
—Exacto. Y eso es una forma de magia.
—¿Saber cosas?
—Saber cosas que otros no saben.
Con todo cuidado, volvió a dejar a la reina entre sus súbditos, y cerró la tapa de la colmena.
—Creo que ya es hora de que aprendas algunos secretos —añadió.
Por fin, pensó Esk.
—Pero, antes, tenemos que presentar nuestros respetos a la Colmena —dijo Yaya, arreglándoselas para que la C sonara mayúscula.
Sin pensar, Esk hizo un gesto de saludo. La mano de Yaya se aferró a su nuca.
—Inclínate —dijo sin resentimiento—. Las brujas se inclinan.
Le hizo una demostración.
—Pero ¿por qué? —se quejó Esk.
—Porque las brujas tienen que ser diferentes, eso es parte del secreto —dijo Yaya.
Se sentaron en un banco descolorido, junto al muro de la casa que daba a la periferia. Frente a ellas, las Hierbas habían alcanzado ya treinta centímetros de altura, eran una siniestra serie de hojas color verde claro.
—¿Has visto el sombrero que hay en el vestíbulo, detrás de la puerta? —dijo Yaya—. Ve a buscarlo.
Obediente, Esk entró en la casa y descolgó el sombrero de Yaya. Era alto, puntiagudo y, por supuesto, negro.
Yaya le dio vueltas entre sus manos y lo observó con atención.
—Dentro de este sombrero —dijo con solemnidad— hay uno de los secretos de la brujería. Si no me sabes decir en qué consiste, tanto da que deje de enseñarte. Pero, una vez descubras el secreto del sombrero, no hay vuelta atrás. Dime lo que sepas del sombrero.
—¿Puedo cogerlo?
—Como quieras.
Esk escudriñó en el interior. Había algunos alambres rígidos para darle forma, y un par de horquillas. Nada más.
No tenía nada de extraño, excepto el hecho de que nadie en el pueblo tenía uno semejante. Pero eso no lo hacía mágico. Esk se mordió el labio inferior. Se imaginó a sí misma devuelta a casa, avergonzada.
El tacto no tenía nada de raro, y tampoco había bolsillos ocultos. No era más que un típico sombrero de bruja. Yaya siempre lo llevaba cuando iba al pueblo, aunque para salir al bosque no se ponía más que una capucha de piel.
Trató de recordar los fragmentos de enseñanzas que a Yaya se le habían ido escapando contra su voluntad. No se trata de lo que sabes, sino de lo que los demás no saben. La magia puede ser algo adecuado en el lugar erróneo, o algo erróneo en el lugar adecuado. Puede ser…
Yaya siempre lo llevaba cuando iba al pueblo. Junto con la amplia capa negra, que desde luego no era mágica, porque la habían utilizado durante todo el invierno como manta para las cabras, y Yaya la lavó en cuanto llegó la primavera.
Esk comenzó a vislumbrar la posibilidad de una respuesta que no le gustó mucho. Era como la mayoría de las respuestas de Yaya. Un juego de palabras. No hacía más que decir cosas que ya sabías, pero de otra manera, para que parecieran importantes.
—Creo que lo sé —dijo al final.
—Pues venga.
—Es como en dos partes.
—¿Y?
—Es un sombrero de bruja porque tú lo llevas. Pero tú eres una bruja porque llevas el sombrero.
—Así que… —la animó Yaya.
—Así que la gente te ve llegar con el sombrero y la capa, y saben que eres una bruja, y por eso tu magia funciona, ¿no?
—Exacto —asintió Yaya—. Eso es cabezología. Se palmeó el cabello plateado, recogido en un moño tan tieso que serviría para romper una roca.
—¡Pero no es de verdad! —protestó Esk—. Eso no es magia, es…
—Escucha —la interrumpió Yaya—. Si le das a alguien una botella de vino tinto para la flatulencia, puede que funcione, sí. Pero, si quieres asegurarte de que funcionará, tienes que hacer que su mente lo crea y trabaje para ello. Diles que son rayos de luna disueltos en vino de hadas, o algo así. Habla entre dientes. Lo mismo vale para las maldiciones.
—¿Maldiciones? —dijo Esk débilmente.
—Sí, hijita, maldiciones, ¡y no pongas esa cara! Maldecirás cuando lo necesites. Cuando estés sola, y nadie pueda ayudarte, y…
Titubeó un instante, incómodamente consciente de la mirada interrogante de Esk, y terminó de manera poco convincente:
—…y cuando la gente no te muestre respeto. Que sea una maldición sonora, que sea complicada, que sea larga, que sea como te apetezca, el caso es que funcionará. Al día siguiente, cuando se den un martillazo en el pulgar, o cuando se caigan de la escalera, o cuando se les muera el perro, te recordarán. Y en la siguiente ocasión se comportarán mejor.
—Pues me sigue pareciendo que no es magia —dijo Esk, haciendo dibujos en la tierra con los pies.
—Una vez le salvé la vida a un hombre —siguió Yaya—. Una medicina especial dos veces al día. Agua hervida con un poquito de jugo de fresón. Le dije que se lo había comprado a los enanos. La verdad es que eso es lo más importante: la mayoría de la gente podría superar la mayoría de las cosas sólo si se lo propusieran, así que hay que darles un aliciente.