Pulverizó unas cuantas hojas rojas bien secas sobre un tazón, las cubrió de miel y agua caliente procedente de la tetera, y lo colocó entre las manos de Esk. Luego puso una gran piedra redonda bajo la rejilla de la chimenea —más tarde, envuelta en un trozo de manta, serviría para calentar la cama— e, indicando seriamente a la niña que no se moviera de la mecedora, se dirigió a la cocina.
Esk tamborileó los talones contra las patas de la silla mientras bebía a sorbos. El contenido de la taza tenía un sabor extraño, picante. Se preguntó qué sería. No era la primera vez que probaba los brebajes de Yaya, por supuesto, con más o menos miel dependiendo de si la anciana creía o no que ibas a armar jaleo, y Esk sabía que la bruja era famosa en las montañas por sus pociones especiales para enfermedades que la madre de la niña —y también algunas jóvenes de vez en cuando— mencionaba sólo en voz baja y arqueando las cejas…
Cuando Yaya volvió, ya estaba dormida. No se dio cuenta de que la llevaba a la cama, ni de que cerraba las ventanas.
Yaya Ceravieja volvió a bajar, y acercó su mecedora al fuego.
Se dijo que había algo agazapado en la mente de la niña. No le gustaba pensar en lo que era, pero recordó lo que les sucediera a los lobos. Y todo aquello de encender fuego con magia. Los magos lo hacían, era una de las primeras cosas que les enseñaban.
Yaya suspiró. Sólo había una manera de asegurarse, y ella ya era vieja para aquellas cosas.
Cogió una vela y salió por la despensa al anexo donde estaban sus cabras. La miraron sin miedo, cada una sentada en su corral como una mancha lanosa, tres bocas dando cuenta rítmicamente del heno del día. El aire tenía un olor cálido y algo flatulento.
En las vigas había un pequeño búho, una de las muchas criaturas que consideraban que vivir con Yaya bien valía algún inconveniente ocasional. La anciana lo llamó y le acarició la cabeza en forma de bala cuando se posó en su mano, y empezó a buscar un lugar confortable en el que tenderse. Tendría que conformarse con un montón de heno.
Apagó la vela y se tumbó, con el búho aferrado a su dedo.
Las cabras masticaron, eructaron y no mostraron la menor intención de dejar de comer. Era lo único que se oía en la casa.
El cuerpo de Yaya se quedó inmóvil. El búho sintió como ella entraba en su mente, y le hizo sitio con toda amabilidad. Yaya sabía que lo lamentaría: dos Préstamos en un sólo día la dejarían hecha polvo a la mañana siguiente, por no mencionar que sentiría un irresistible deseo de comer ratones. Por supuesto, cuando era más joven, aquello no significaba nada para ella, corría con los ciervos, cazaba con los zorros, descubría los extraños caminos oscuros de los topos, sin apenas pasar una noche en su propio cuerpo. Pero ahora le resultaba cada vez más difícil, sobre todo el regreso. Quizá llegara un momento en que no podría regresar, quizá el cuerpo tendido no fuera más que un montón de carne muerta, y quizá no fuera una cosa tan terrible, al fin y al cabo.
Era la clase de cosas que los magos nunca conocerían. Si se les ocurría entrar en la mente de una criatura, lo harían como un ladrón, no por maldad, sino sencillamente porque no se les ocurriría hacerlo de otra manera, los muy idiotas. ¿Y de qué servía apoderarse de la mente de un búho? El mago no sabía volar, tendría que pasarse la vida aprendiendo. Pero el método suave era cabalgar sobre su mente, hacerla maniobrar con la delicadeza de la brisa agitando una hoja.
El búho se estremeció, aleteó hasta la pequeña ventana y planeó silenciosamente hacia la noche.
Las nubes se habían dispersado y la luna hacía brillar las montañas. Yaya escudriñó a través de los ojos del búho mientras volaba silencioso entre los árboles. ¡Era una manera única de viajar cuando el cuerpo se acostumbraba a ella! Le gustaba tomar en Préstamo a los pájaros más que a ninguna otra criatura, utilizarlos para explorar los altos valles recónditos adonde no llegaba nadie, los lagos secretos entre los negros precipicios, las pequeñas praderas amuralladas escondidas entre rocas abruptas, que eran propiedad de seres misteriosos. En cierta ocasión, había cabalgado con los gansos que pasaban sobre las montañas en primavera y otoño, y se llevó el peor susto de su vida cuando casi llegó más allá del punto sin retorno.
El búho salió del bosque y planeó sobre los tejados del pueblo, posándose con una lluvia de nieve en el manzano más alto del huerto del herrero. Estaba cubierto de muérdago.
Yaya supo que había acertado en cuanto sus garras rozaron la corteza. Al árbol le molestó su presencia, lo sintió tratando de expulsarla.
No pienso irme, pensó.
En el silencio de la noche, el árbol replicó:
Eso, métete conmigo sólo porque soy un árbol. Típico de las mujeres.
Al menos, ahora sirves de algo—pensó Yaya—. Más vale árbol que mago, ¿eh?
No es tan mala vida —pensó el árbol—. Sol. Aire fresco. Tiempo para pensar. Y también abejas, en primavera.
El tono del árbol al hablar de las abejas tenía algo de lascivo que casi quitó a Yaya, que tenía varias colmenas, el gusto por la miel. Era como si le recordaran que los huevos eran gallinas nonatas.
He venido por lo de la niña, Esk, siseó ella.
Una chiquilla prometedora—pensó el árbol—. La estoy observando con interés. Y le gustan las manzanas.
¡Bestia!, le espetó Yaya, horrorizada.
¿Qué he dicho? ¡Mira cómo se pone ésta!
Yaya se acercó un poco más al tronco.
Tienes que dejarla en paz—pensó—. La magia empieza a invadirla.
¿Ya? Impresionante, replicó el árbol.
¡No es magia adecuada para ella!—graznó Yaya—. ¡Es magia de mago, no magia de mujeres! ¡Ella aún no sabe lo que es, pero esta noche ha matado a una docena de lobos!
¡Genial!, exclamó el árbol.
Yaya ululó, furiosa.
¿Genial? Imagínate que hubiera estado discutiendo con sus hermanos y se hubiera enfadado de verdad, ¿eh?
El árbol se encogió de hombros. Una cascada de copos de nieve cayó de sus ramas.
Entonces, tendrás que entrenarla, sugirió.
¿Entrenarla? ¡No tengo la menor idea de cómo se entrena a un mago!
Pues envíala a la universidad.
¡Es una mujer!,ululó Yaya, saltando en su rama.
¿Y qué? ¿Quién dice que las mujeres no pueden ser magos?
Yaya titubeó. Tanto daría que el árbol hubiera preguntado por qué los peces no podían ser pájaros. Tomó aliento y empezó a hablar. Y se detuvo. Sabía que existía una respuesta cortante, incisiva, determinante y, sobre todo, evidente. Sólo que, por molesto que le resultase, no se le ocurría.
Las mujeres nunca han sido magas. Va contra la naturaleza. Es como si dijeras que los hombres pueden ser brujos.
Si tu definición de bruja es alguien que adora la necesidad pancreativa, es decir, que venera lo básicamente…, empezó el árbol.
Y siguió así durante varios minutos. Yaya Ceravieja escuchó impaciente y molesta expresiones como «Diosas Madre» y «Adoración primitiva de la luna», y se dijo que sabía muy bien lo que era ser una bruja, todo cuestión de hierbas, maldiciones, revoloteos nocturnos y, sobre todo, mantenerse del lado de la tradición. Desde luego, no tenía nada que ver con diosas, ni de las madres ni de las otras, que al parecer tenían costumbres muy reprochables. Y cuando el árbol empezó a hablar sobre «bailar desnudas», trató de no escuchar, porque aunque era consciente de que, bajo sus complicados estratos de combinaciones y faldas había algo de piel, eso no significaba que lo aprobara.
El árbol finalizó su monólogo.
Yaya aguardó hasta estar segura de que no iba a añadir nada.
Eso es la brujería, ¿no?, dijo.
En teoría, sí.
Los magos tenéis unas ideas bien raras.
Ya no soy un mago, sólo un árbol.
Yaya erizó las plumas.
Pues escucha bien, señor Árbol Teórico. Si las mujeres estuvieran destinadas a ser magas, podrían dejarse crecer la barba, y Esk no va a ser maga, eso te lo garantizo, ésa no es la magia adecuada, te enteras, no es más que luces y fuegos y trastear con un poder del que ella no tendría por qué saber nada, así que buenas noches.
El búho se alejó de la rama. Yaya no temblaba de ira, pero era sólo porque eso le impediría volar. ¡Magos! Hablaban demasiado, clavaban los hechizos en libros como si fueran mariposas y, lo peor de todo, creían que su magia era la única que merecía la pena.
Yaya estaba completamente segura de una cosa. Las mujeres nunca habían sido magas, y no iban a empezar ahora.
* * *
Llegó a la parte trasera de su casa en la penumbra de la noche. Al menos, su cuerpo estaba descansado tras haber echado un sueñecito en el heno, y Yaya tenía la esperanza de pasar unas cuantas horas en la mecedora, ordenando sus pensamientos. Era el momento adecuado, cuando la noche aún no había terminado pero el día no había empezado realmente, para que los pensamientos brotaran claros, nítidos y sin disfraz. Era…
El cayado estaba apoyado contra la pared, junto al aparador.
Yaya se quedó rígida.
—Ya veo —dijo al fin—. Así están las cosas, ¿eh? ¡Y en mi propia casa!
Moviéndose con toda lentitud, se dirigió hacia el rincón de la chimenea, puso un par de troncos sobre las brasas y bombeó con el fuelle hasta que las llamas rugieron en la chimenea.
Cuando quedó satisfecha, se dio la vuelta, murmuró entre dientes unos cuantos hechizos de protección por si acaso, y agarró el cayado. El cayado no se resistió, y la anciana casi cayó de espaldas. Pero ahora lo tenía en las manos, sentía su cosquilleo, el crepitar de la magia en su interior, y se echó a reír.
Así de sencillo. El trasto no pensaba pelear.
Murmurando una maldición contra los magos y contra todo lo que hacían, levantó el cayado por encima de su cabeza y lo golpeó con todas sus fuerzas contra los troncos ardientes, en la parte más caliente del fuego.
Esk gritó. El sonido retumbó a través del suelo del dormitorio, y taladró toda la casa.
Yaya estaba vieja, cansada, y no muy segura de nada después de un largo día, pero para sobrevivir una bruja necesita la habilidad de sacar conclusiones a toda velocidad, y para cuando miró el cayado y oyó el grito sus manos estaban cogiendo la gran tetera negra. La vació sobre el fuego, sacó el cayado de la nube de vapor, y corrió escalera arriba, aterrada con sólo pensar en lo que podía encontrarse.
Esk estaba sentada en la estrecha cama, ilesa, pero gritando. Yaya cogió a la niña en sus brazos y trató de consolarla. No estaba muy segura de cómo se hacía, pero un palmeo distraído en la espalda y sonidos vagamente tranquilizadores parecieron surtir efecto: los gritos se convirtieron en gemidos, y luego en sollozos. De cuando en cuando, Yaya captaba palabras como «fuego» o «quema», y apretó los labios.
Por último, dejó a la niña en la cama, la arropó y bajó silenciosamente por la escalera.
El cayado volvía a estar apoyado contra la pared. No se sorprendió al advertir que el fuego no le había dejado la menor marca.
Yaya giró la mecedora para sentarse frente a él, y se sentó con la barbilla apoyada en la mano y un gesto de sombría decisión.
Al momento, la silla empezó a mecerse por su propio impulso. Fue el único sonido en un silencio que se espesó e invadió la habitación como una niebla terrible y oscura.
A la mañana siguiente, antes de que Esk se levantara, Yaya escondió el cayado en la techumbre de paja, donde no pudiera hacer daño.
Esk devoró su desayuno y bebió una jarra de leche de cabra, sin el menor atisbo de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Era la primera vez que estaba en casa de Yaya durante más tiempo que el de una visita breve y, mientras la anciana lavaba los platos y ordeñaba a las cabras, aprovechó al máximo el permiso implícito para explorar.
Descubrió que, en aquella casa, las cosas no iban del todo bien. Por ejemplo, estaba el asunto de los nombres de las cabras.
—¡Pero tienen que tener nombres! —dijo—. ¡Todo tiene un nombre!
Yaya la miró desde detrás de la cabra, mientras la leche caía en la cubeta.
—Supongo que tienen nombre en cabra —aventuró—. ¿Para qué quieren otro en humano?
—Bueno… —empezó Esk. Se detuvo y meditó un momento—. Entonces, ¿cómo consigues que hagan lo que quieres?
—Hacen lo que quieren ellas, y cuando me necesitan, balan.
Con gesto serio, Esk dio a la cabra una brizna de heno. Yaya la miró, pensativa. Las cabras tenían nombres cuando hablaban entre ellas, como bien sabía: estaba la «cabra que es hija mía», «cabra que es mi madre», «cabra que es la jefa del rebaño», junto con otra media docena de nombres, el más corriente de los cuales era «cabra que es esta cabra». Tenían un complicado sistema de jerarquías, y cuatro estómagos, y un sistema digestivo muy ajetreado en las noches silenciosas, así que Yaya siempre había considerado que ponerles nombres como «Blanquita» era insultar a un animal noble.