—¡Muy bien, esto es demasiado! —gritó la madre de Esk—. Cern, ve con Gulta y con Esk a ver cómo está Yaya y luego… ¿Dónde está Esk?
Los dos niños más pequeños alzaron la vista desde debajo de la mesa, donde peleaban con todas sus fuerzas.
—Se ha ido al huerto —respondió Gulta—. Otra vez.
—Pues ve a buscarla y marchaos.
—¡Pero si hace frío!
—¡Va a nevar más!
—Sólo hay un kilómetro de distancia, y la carretera está despejada. Además, ¿quién tenía tantas ganas de salir cuando cayó la primera nieve? Marchaos ya, y no volváis hasta que no estéis de mejor humor.
Encontraron a Esk sentada entre las ramas del gran manzano. A los niños no les gustaba mucho aquel árbol. Para empezar, estaba tan cubierto de muérdago que parecía verde incluso en medio del invierno, sus frutos eran pequeños, y o eran tan amargos que daban dolor de estómago, o se pudrían y atraían a todas las avispas de la zona. Además, aunque parecía fácil trepar a él, sus ramas tenían la costumbre de romperse y dejar caer a la gente en el peor momento. Pero soportaba a Esk, quien tenía la costumbre de sentarse sobre él cuando estaba enfadada, harta o, sencillamente, deseaba sentirse a solas. Los niños presentían que el derecho legítimo de todo hermano de torturar amablemente a su hermana terminaba al pie de su tronco. Así que le lanzaron una bola de nieve. Fallaron.
—Vamos a ver a Ceravieja.
—Pero no tienes que venir.
—Porque lo único que harás será retrasarnos, y además, seguro que te echas a llorar.
Esk los miró con solemnidad. No solía llorar, no parecía servir de gran cosa.
—Si no queréis que vaya, iré —dijo con lo que en los niños ocupa el lugar de la lógica.
—Oh, sí queremos que vengas —intervino rápidamente Gulta.
—Encantada de oírlo —respondió Esk al tiempo que se dejaba caer de un salto sobre la nieve.
Tomaron una cesta llena de salchichas ahumadas, huevos en conserva y (dado que su madre era prudente, además de generosa) una gran jarra de conserva de melocotón que no le gustaba a nadie de la familia. De todos modos, seguía preparándola cada vez que los melocotones estaban maduros.
Los habitantes de Culo de Mal Asiento habían aprendido a vivir con los largos inviernos y su nieve, y los caminos que salían del pueblo estaban bordeados de tablones que impedían en parte resbalar y, más importante aún, evitaban que los viajeros se perdieran. Si vivían en la zona no importaría demasiado que se perdieran, porque un genio anónimo del consejo del pueblo, hacía varias generaciones, había tenido la idea de marcar un árbol de cada diez en los alrededores hasta una distancia de casi tres kilómetros. Habían tardado siglos, y siempre que alguien estaba ocioso podía dedicarse a repasar las marcas, pero con unos inviernos durante los cuales, en una tormenta, cualquiera podía extraviarse a pocos metros de su casa, más de una vida se había salvado gracias a las marcas tanteadas entre la nieve.
Volvía a nevar cuando salieron del camino principal y echaron a andar hacia arriba por el sendero al final del cual, en verano, la casa de la bruja parecía reposar en un nido de fresales y extraños arbustos de origen incierto.
—No hay huellas —señaló Cern.
—Excepto de zorros —asintió Gulta—. Dicen que se puede transformar en zorro. O en cualquier cosa. Incluso en pájaro. En cualquier cosa. Por eso siempre sabe lo que pasa.
Miraron a su alrededor con cautela. Un zarrapastroso espantapájaros los observaba desde un distante tocón de árbol.
—Dicen que en Pico Quebrado hay toda una familia que puede transformarse en lobos —insistió Gulta, que no era dado a abandonar un tema prometedor—, porque una noche alguien disparó contra un lobo, y al día siguiente la tía cojeaba y tenía una herida de flecha en la pierna, y luego…
—Yo no creo que la gente pueda transformarse en animales —señaló Esk con voz pausada.
—Ah, ¿no, señorita Lista?
—Yaya es muy corpulenta. Si se transformara en zorro, ¿qué pasaría con los trozos que sobran?
—Hará magia para que desaparezcan —señaló Cern.
—Me parece que la magia no funciona así —insistió Esk—. No se puede hacer que pasen cosas así de fácil, hay una especie de…, no sé, como un balancín, si empujas un extremo para abajo, el otro sube…
Su voz se fue apagando, y los chicos la miraron.
—No me imagino a Yaya en un balancín —dijo Gulta. Cern dejó escapar una risita.
—No, lo que quiero decir es que, siempre que pasa una cosa, tiene que pasar otra…, creo —siguió Esk insegura, atravesando con cuidado una zona en que la nieve era más profunda—. Sólo que… en dirección contraria.
—Qué tontería —se burló Gulta—. ¿No te acuerdas de la feria del verano pasado, cuando vino ese mago que hacía aparecer pájaros y muchas cosas de la nada? O sea, eso pasaba y ya está, sólo tenía que decir palabras, mover las manos, y pasaban cosas. No había ningún balancín.
—Había un columpio —señaló Cern—. Y una cosa donde había que tirar cosas a las cosas para ganar cosas.
—Y tú no le diste a ninguna.
—Ni tú tampoco, dijiste que las cosas estaban pegadas a las cosas para que no se cayeran, dijiste…
Su conversación siguió vagando como una pareja de cachorrillos. Esk apenas escuchaba. «Sé lo que quiero decir —pensó—. La magia es fácil. Sólo hay que encontrar el lugar donde las cosas están en equilibrio, y luego empujar. Cualquiera puede hacerlo. No tiene nada de mágico. Todas las palabras raras, esos gestos son sólo…, son sólo para…»
Se detuvo, sorprendida de sí misma. Sabía lo que quería decir. La idea estaba allí, en el mismísimo centro de su mente. Pero no sabía expresarla en palabras, ni siquiera para sí misma.
Era horrible notar cosas en la cabeza y no saber cómo encajaban. Era…
—¡Venga, no queremos quedarnos aquí todo el día!
Esk sacudió la cabeza y corrió en pos de sus hermanos.
La casa de la bruja estaba compuesta por tantas ampliaciones y anexos que era difícil imaginar el aspecto del edificio original, o deducir que lo había habido. En verano, estaba rodeada por densos lechos de lo que Yaya denominaba genéricamente «las Hierbas», extrañas plantas, filamentosas, gruesas, aplastadas, enredadas, con extrañas flores, o llamativos frutos, o desagradables protuberancias. Sólo Yaya sabía para qué servían. Cualquier paloma torcaz tan hambrienta como para atacarlas solía emerger riendo como una tonta y dándose topetazos contra las cosas. O no emergía.
Ahora todo estaba hundido en la nieve. Una manga de viento se sacudía sobre su pértiga. Yaya no aprobaba el vuelo, pero algunas de sus amigas seguían usando escobas.
—Parece desierta —dijo Cern.
—No se ve humo —dijo Gulta.
«Las ventanas parecen ojos», pensó Esk. Pero se lo guardó para sí misma.
—Sólo es la casa de Yaya —dijo—. No tiene nada de malo.
El pequeño edificio irradiaba vaciedad. Lo notaban. Desde luego, las ventanas parecían ojos, pupilas negras y amenazadoras destacando contra la nieve. Y, en las Montañas del Carnero, nadie dejaba que se le apagara el fuego en medio del invierno, era cuestión de orgullo.
Esk quería decir «Vámonos a casa», pero sabía que, si lo hacía, los chicos se agarrarían a la oportunidad como si les fuera la vida en ello.
—Mamá dice que hay una llave colgada de un clavo, en el excusado —señaló en vez de eso.
Cosa que fue casi igual de mala. Cualquier excusado desconocido, por vulgar que sea, alberga pequeños terrores como avisperos, enormes arañas, cosas misteriosas que se arrastran por el techo y, en un invierno de los malos, un pequeño oso hibernando que provocó diarreas agudas en la familia hasta que consiguieron convencerlo para que durmiera en el pajar. En el excusado de una bruja podía haber cualquier cosa.
—Iré a echar un vistazo, ¿vale? —añadió.
—Si quieres… —concedió Gulta despreocupadamente, ocultando su alivio con cierto éxito.
De hecho, cuando por fin consiguió abrir la puerta pese a la nieve acumulada delante, el interior estaba limpio, y no contenía nada más amenazador que un almanaque viejo, o para ser exactos la mitad de un almanaque viejo, cuidadosamente colgado de un clavo. Yaya sentía una filosófica aversión hacia la lectura, pero sería la última en decir que los libros, sobre todo los libros con buenas páginas finas, eran inútiles.
Junto a la puerta, la llave compartía una repisa con una crisálida y un trozo de vela. Esk la cogió animosamente, tratando de no tocar la crisálida, y corrió de vuelta con los chicos.
Era inútil probarla con la puerta delantera. En Culo de Mal Asiento, las puertas delanteras sólo las usaban las novias y los cadáveres, y Yaya siempre se había negado a convertirse en ninguna de las dos cosas. Al otro lado de la casa, la nieve estaba amontonada delante de la puerta, y nadie había roto el hielo del tonel del agua.
La luz empezaba a abandonar el cielo para cuando consiguieron abrir la puerta y convencieron a la llave de que girase.
En el interior, la gran cocina estaba oscura y fría, y olía sólo a nieve. Siempre había estado oscura, pero los niños se habían acostumbrado a ver un gran fuego en la amplia chimenea, y a oler los espesos vapores de lo que se estuviera cociendo en aquel momento, aunque generalmente provocaran dolores de cabeza o les hicieran ver cosas.
Vagaron inseguros por la casa, llamando a la anciana, hasta que Esk decidió que ya no podían aplazar más la necesidad de subir al piso de arriba. El crujido del cerrojo de la puerta que daba a la escalera fue mucho más sonoro de lo necesario.
Yaya estaba en la cama, con los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho. La pequeña ventana se había abierto por el viento. Finos copos de nieve entraban en la habitación, desperdigándose por el suelo y la cama.
Esk miró fijamente la colcha de retales sobre la que reposaba la anciana, porque a veces un pequeño detalle del dibujo se expandía hasta llenar el mundo entero. Casi no se enteró de que Cern empezaba a gritar. Por extraño que pareciera, recordó a su padre haciendo la colcha hacía dos inviernos, cuando la nieve había sido casi igual de abundante y apenas tenía trabajo en la herrería; recordó como había usado toda clase de retales llegados a Culo de Mal Asiento desde todos los rincones del mundo: seda, cuero disyuntivo, algodón de agua… Como, además, coser no era lo suyo, el resultado fue un extraño trasto bulboso más parecido a una tortuga aplastada que a una colcha, y su madre había decidido generosamente regalársela a Yaya en la última Noche de la Vigilia de los Puercos, así que…
—¿Está muerta? —preguntó Gulta, como si Esk fuera una especialista en el tema.
Esk miró atentamente a Yaya Ceravieja. El rostro de la anciana parecía demacrado y gris. ¿Qué aspecto tendría un muerto? Por cierto, ¿no debería respirar?
Gulta consiguió recuperarse.
—Deberíamos ir a buscar a alguien y deberíamos ir ya porque se va a hacer de noche en cualquier momento —dijo con voz átona—. Pero Cern se quedará aquí.
Su hermano le miró horrorizado.
—¿Para qué?
—Alguien tiene que quedarse con los muertos —dijo Gulta—. Acuérdate cuando se murió el Tío Derghart, y papá tuvo que quedarse sentado allí toda la noche, con velas y esas cosas. Si no lo haces, vienen cosas malas que te cogen el alma y se la llevan a…, a otro sitio —terminó con tono poco persuasivo—. Y luego, el muerto vuelve y te persigue.
Cern abrió la boca dispuesto a gritar de nuevo.
—Me quedaré yo —se apresuró a decir Esk—. No me importa. Sólo es Yaya.
Gulta la miró, aliviado.
—Enciende unas velas, o algo así —dijo—. Creo que eso es lo que hay que hacer. Y luego…
Algo rascó el alféizar de la ventana. Un cuervo se había posado allí, y los miraba con gesto de sospecha. Gulta gritó y le lanzó su sombrero. El pájaro se fue volando con un graznido de reproche, y el niño cerró la ventana.
—Lo he visto antes por aquí —explicó—. Creo que Yaya le da de comer. Le daba —se corrigió—. Bueno, volveremos con alguien enseguida. Vamos, Ce.
Bajaron por la oscura escalera. Esk los vio salir de la casa y cerrar la puerta tras ellos. El sol era una bola roja sobre las montañas, y ya habían aparecido algunas estrellas.
La niña vagó por la sombría cocina hasta encontrar un trocito de vela y un yesquero. Tras muchos esfuerzos, consiguió encender la vela y colocarla sobre la mesa, aunque la llamita no iluminó la habitación: se limitó a poblar de sombras la oscuridad. Luego, Esk encontró la mecedora de Yaya junto a la chimenea fría, y se sentó a esperar.