Se inclinó hacia adelante, con la nariz ganchuda a pocos centímetros del cayado. Cortángulo estuvo casi seguro de que el cayado intentaba retroceder.
—¿Quieres que te diga lo que les pasa a los cayados malos? —siseó—. ¿Quieres saber lo que te haré si Esk no vuelve a este mundo? Una vez te salvaste del fuego porque ella sentía el dolor. La próxima vez, no será fuego.
Su voz se convirtió en un susurro como un látigo.
—Primero, un cepillo de carpintero. Luego, una lija, y un berbiquí, y un cuchillo de mondar…
—Ya basta, ya basta —dijo Cortángulo con los ojos llorosos.
—…y lo que quede de ti lo dejaré en el bosque para los hongos, los gusanos y los escarabajos. Tardarán años en acabar contigo.
Las tallas se estremecieron. La mayoría se habían trasladado a la parte trasera del cayado, huyendo de la mirada de Yaya.
—Ahora —insistió la bruja—, te diré lo que voy a hacer. Te cogeré y volveremos todos juntos a la Universidad, ¿de acuerdo? Si no, la sierra.
Se arremangó y extendió una mano.
—Mago —indicó—. Quiero que lo suelte.
Cortángulo asintió boquiabierto.
—Cuando diga ya. ¡Ya!
* * *
Cortángulo volvió a abrir los ojos.
Yaya estaba de pie, con el brazo estirado ante ella y la mano aferrada al cayado.
El hielo caía de él en gotas de vapor.
—Bien —terminó Yaya—, y si esto vuelve a suceder, me enfadaré mucho. ¿Ha quedado claro?
Cortángulo bajó las manos y corrió hacia ella.
—¿Está herida?
Ella sacudió la cabeza.
—Es como sostener un carámbano caliente —dijo—. Vamos, no podemos perder tiempo charlando.
—¿Cómo volveremos?
—Oh, vamos, hombre, piense un poco. Iremos volando. Yaya agitó su escoba. El archicanciller la miró, dubitativo.
—¿En eso?
—Por supuesto. ¿Es que los magos no vuelan en sus cayados?
—No es muy digno.
—Si yo puedo soportarlo, usted también.
—Sí, pero… ¿iremos seguros?
Yaya le dirigió una de sus miradas.
—¿Quiere decir en términos absolutos? —preguntó—. ¿O comparándolo con la posibilidad de quedarnos aquí, sobre un témpano de hielo que se está fundiendo?
* * *
—Es la primera vez que vuelo en una escoba —dijo Cortángulo.
—¿De veras?
—Pensé que sólo hacía falta montarse, y ellas volaban —siguió el mago—. No sabía que había que correr, y gritarles.
—Es un truco.
—Y pensé que iban más deprisa —insistió Cortángulo—. Y a más altura, para ser sinceros.
—¿Cómo que a más altura? —preguntó Yaya, tratando de compensar el peso del mago en la parte trasera mientras viraba hacia la parte superior del río.
Como todos los pasajeros desde el amanecer de los tiempos, insistía en inclinarse hacia el lugar erróneo.
—Bueno…, como por encima de los árboles —dijo el mago, agachándose para esquivar el latigazo de una rama.
—Esta escoba no tiene nada que no se arreglase si perdiera usted unos cuantos kilos —le espetó Yaya—. ¿O prefiere bajarse e ir andando?
—La verdad, mis pies van rozando el suelo la mitad del trayecto —señaló Cortángulo—. Pero no quiero avergonzarla. Si alguien me hubiera pedido una lista de los peligros inherentes al hecho de volar, nunca se me habría ocurrido anotar el riesgo de que los arbustos te destrozaran las piernas.
—¿Está fumando? —preguntó Yaya con la mirada clavada al frente—. Huelo a quemado.
—Sólo es para calmar los nervios, señora.
—Pues apáguelo ahora mismo. Y agárrese. La escoba ascendió un poco, y aceleró hasta alcanzar la velocidad de un corredor geriátrico.
—¿Señor mago?
—¿Sí?
—Cuando le dije que se agarrara…
—¿Sí?
—No me refería ahí.
Hubo una pausa.
—Oh. Sí. Ya. Lo siento muchísimo.
—No pasa nada.
—Mi memoria ya no es lo que era…, se lo aseguro…, no pretendía ofenderla.
—No me ha ofendido.
Volaron en silencio un momento más.
—De todos modos —siguió Yaya, pensativa—, creo que preferiría que apartara las manos.
La lluvia recorría las tejas de la Universidad Invisible y bajaba por las zanjas, en las que los nidos de los cuervos, abandonados desde el verano, flotaban como barquichuelos mal construidos. El agua gorgoteaba por cañerías viejísimas. Encontraba una manera de filtrarse entre las losas y saludar a las arañas que vivían bajo ellas.
Bajo los interminables tejados de la Universidad habitaban ecosistemas enteros: los pájaros cantaban en pequeñas selvas nacidas de pepitas de manzana y semillas de hierba, pequeñas ranas nadaban en las zanjas, y una colonia de hormigas se dedicaba a inventar una civilización tan compleja como interesante.
Una de las cosas que el agua no podía hacer era descender a través de las gárgolas ornamentales que recorrían los tejados. Eso era porque las gárgolas corrían a esconderse en los desvanes a la primera señal de lluvia: mantenían que, aunque fueran feas, no eran idiotas.
Llovía a cántaros. Llovía a ríos. Llovía a mares. Pero, sobre todo, llovía a través del techo de la Sala Principal, donde el duelo entre Yaya y Cortángulo había dejado un buen agujero. Treatle se sentía como si estuviera lloviendo personalmente sobre él.
Estaba de pie sobre una mesa, organizando a los equipos de estudiantes que retiraban los antiguos cuadros y tapices antes de que se empaparan por completo. Lo de la mesa era necesario, ya que el agua ya había subido algunos centímetros.
Por desgracia, no era agua de lluvia. Era agua con auténtica personalidad, ese carácter que obtiene el agua tras un largo viaje. Tenía la textura de la genuina agua del Ankh…, demasiado sólida como para beberla, demasiado líquida como para sembrar en ella.
El río se había liberado de sus orillas, y un millón de regueros corrían hacia las bodegas y las ranuras de las baldosas para meterse bajo ellas. De cuando en cuando, resonaba una explosión lejana cuando el agua entraba en alguna mazmorra y hacía reaccionar a alguna magia olvidada. A Treatle no le hacían la menor gracia los siseos y burbujas que salían a la superficie.
Volvió a pensar en lo bonito que sería convertirse en la clase de mago que vivía en una cueva oculta, recogía hierbas, se dedicaba a pensar cosas importantes y entendía lo que decían los búhos. Pero, seguramente, la cueva estaría húmeda, las hierbas serían venenosas, y Treatle no estaba demasiado seguro de qué pensamientos eran importantes a aquellas alturas.
Bajó trabajosamente y chapoteó por las oscuras aguas. Bueno, había hecho todo lo posible. Había tratado de organizar a los magos superiores para que arreglaran el techo con sus artes mágicas, pero se entabló una discusión generalizada sobre los hechizos concretos que debían usarse, y se llegó a la conclusión de que aquello era cosa de los albañiles.
«Así son los magos —pensó sombrío mientras vadeaba entre los arcos goteantes—: siempre sondeando el infinito, sin jamás advertir lo concreto, y menos en cuestiones del hogar. Antes de que llegara esa mujer, nunca habíamos tenido esta clase de problemas.»
Subió por la escalera, iluminada por un relámpago particularmente impresionante. Tenía la fría certeza de que, aunque nadie podía culparle por lo sucedido, todo el mundo lo haría. Se agarró el borde de la túnica y lo exprimió, antes de buscar su bolsa de tabaco.
Era una bonita bolsa, verde e impermeable. Así que la lluvia que había entrado en ella no había podido salir luego. Era indescriptible.
Encontró el rollito de papel de fumar. Las hojas estaban hechas un montón compacto, como el legendario billete encontrado en el bolsillo trasero de unos pantalones que acaban de ser lavados, secados y planchados.
—Mierda —masculló con ganas.
—¡Por favor! ¡Treatle!
Treatle miró a su alrededor. Había sido el último en salir de la sala, donde ahora sólo quedaban los bancos, que empezaban a flotar. Remolinos y burbujas marcaban los lugares en que la magia salía de las bodegas, pero no había nadie a la vista.
A menos, por supuesto, que hubiera hablado una de las estatuas. Eran demasiado pesadas para sacarlas de allí, y Treatle recordaba haber dicho a los estudiantes que un buen lavado no les sentaría mal.
Miró los rostros de piedra, y lo lamentó. Las estatuas de magos muertos muy poderosos tenían a veces más vida de la que corresponde a una estatua. Quizá debió haberlo dicho en voz baja.
—¿Sí? —aventuró, dolorosamente consciente de las miradas pétreas.
—¡Aquí arriba, idiota!
Alzó la vista. La escoba descendió pesadamente en medio de la lluvia con una serie de trompicones y movimientos bruscos. A cosa de metro y medio por encima del suelo, perdió las pocas pretensiones aéreas que le quedaban, y cayó con un sonoro chapuzón.
—¡No te quedes ahí, imbécil!
Treatle miró nervioso en la oscuridad.
—Tengo que quedarme en alguna parte —explicó.
—¡Quiero decir que nos eches una mano! —le gritó Cortángulo, surgiendo de entre las aguas como una Venus gorda y furiosa—. A la señora primero, por supuesto.
Se volvió hacia Yaya, que trataba de pescar algo en el agua.
—He perdido el sombrero —dijo.
Cortángulo suspiró.
—¿Cree que tiene mucha importancia, en un momento como éste?
—Una bruja tiene que llevar sombrero, si no nadie sabrá que lo es.
Consiguió atrapar un objeto oscuro y empapado, lo esgrimió triunfal y se lo puso en la cabeza. Ya no estaba rígido, y la punta le colgaba descuidadamente ante un ojo.
—Bien —dijo en un tono de voz que sugería que el universo haría bien en tener cuidado.
Hubo otro relámpago, demostración de que hasta los dioses del clima tienen buen ojo para lo teatral.
—Le queda muy bien —dijo Cortángulo.
—Disculpa —le interrumpió Treatle—, pero… ¿no es la b…?
—Eso no importa —se apresuró a decir Cortángulo, cogiendo a Yaya de la mano y ayudándola a subir la escalera.
Cogió también el cayado.
—Pero va contra las normas que una m… Se detuvo al ver como Yaya tocaba la pared húmeda, junto a la puerta. Cortángulo clavó un índice en el pecho de Treatle.
—¿Dónde está escrito eso? —preguntó.
—Los han llevado a la biblioteca —intervino Yaya.
—Era el único lugar seco —asintió Treatle—. Pero…
—A este edificio le dan miedo las tormentas —dijo Yaya—. Alguien debería consolarlo un poco.
—Pero las reglas… —insistió el desesperado Treatle.
Yaya caminaba ya a zancadas pasillo abajo, y Cortángulo trotaba tras ella. Se dio media vuelta.
—Ya has oído a la señora.
Treatle los vio alejarse, con la boca abierta. Cuando el ruido de sus pisadas desapareció en la distancia, se quedó un momento en silencio, pensando en la vida y en qué momento de la suya se había equivocado.
Pero nadie le iba a acusar de desobediencia.
Con suma cautela, sin saber muy bien por qué, extendió la mano y dio una palmadita cariñosa al muro.
—Calma, calma —dijo.
Por extraño que pareciera, se sintió mucho mejor.
* * *
Cortángulo pensó que debería ser él quien abriera el camino, ya que se trataba de su Universidad, pero, cuando Yaya tenía prisa, un adicto casi terminal a la nicotina no era rival para ella, así que se limitó a seguirla a saltitos de cangrejo.
—Es por aquí —dijo pisando charcos.
—Lo sé, el edificio me lo dijo.
—Sí, iba a preguntarle sobre eso —dijo Cortángulo—. Verá, a mí nunca me ha dicho nada, y hace años que vivo aquí.
—¿Se ha parado a escuchar alguna vez?
—A escuchar, lo que se dice a escuchar, no —concedió Cortángulo.
—Pues eso —replicó Yaya, salvando de un salto una catarata que ocupaba el lugar de la escalera de la cocina (el lavadero de la señora Panadizo no volvería a ser el mismo)—. Creo que está ahí arriba, al final del pasillo, ¿verdad?
Pasó junto a un trío de magos atónitos, que se sorprendieron al verla a ella y pegaron un respingo al ver su sombrero.
Cortángulo jadeaba tras Yaya, y la agarró por un brazo al llegar junto a las puertas de la biblioteca.
—Mire —dijo desesperadamente—, sin ánimo de ofender, señorita…, mmm, señora…
—Puede llamarme Esmeralda, ahora que hemos compartido una escoba y todo eso.
—¿Le importa que pase yo delante? Es mi biblioteca —suplicó.
Yaya se dio media vuelta, con la sorpresa reflejada en el rostro. Luego, sonrió.
—Por supuesto. Lo siento mucho.
—Es por las apariencias, ya sabe —se disculpó Cortángulo.
El mago abrió la puerta de golpe.
La biblioteca estaba llena de magos, que cuidaban de sus libros igual que las hormigas cuidan de sus huevos… y, en los momentos difíciles, los transportaban de manera muy similar. El agua había entrado incluso allí, y se encontraba en los lugares más extraños debido a los curiosos efectos gravitacionales de la biblioteca. Los magos habían quitado los libros de los estantes más bajos, y los estaban amontonando en cada mesa o balda seca. El sonido crepitante de las páginas furiosas llenaba el aire, casi cubriendo el retumbar lejano de la tormenta.