—Nunca la había oído —replicó Esk.
—Significa que en tus sueños sí podemos hacerte daño. Y lo mejor de todo es que, si mueres en tu sueño, te quedarás aquí. Será estupeeeendo.
Esk miró de soslayo en dirección a las montañas lejanas, que se erguían en el gélido horizonte como pasteles de barro derretido. No había árboles, ni siquiera rocas. Sólo arena, y estrellas frías, y…
Más que oír el movimiento, lo sintió, y se volvió con la pirámide aferrada entre sus manos como una porra. Golpeó a la Cosa-Simón en mitad del salto con un ruido muy satisfactorio… pero, en cuanto chocó contra el suelo, se incorporó de un brinco con desagradable facilidad. Pero había oído el gemido de Esk, había visto el breve ramalazo de dolor en sus ojos.
—Ah, eso te ha dolido, ¿eh? No te gusta ver sufrir a alguien, al menos a éste.
Se dio media vuelta, hizo un gesto, y dos de las Cosas más altas le agarraron firmemente por los brazos.
Sus ojos cambiaron. La oscuridad desapareció, y luego los auténticos ojos de Simón la miraron desde su rostro. El chico alzó la vista y miró a las dos Cosas que tenía a ambos lados. Trató de zafarse, pero una le había rodeado la muñeca con varios pares de tentáculos, y la otra le sujetaba el brazo con la pinza de langosta más grande del mundo.
Entonces vio a Esk, y sus ojos se clavaron en la pequeña pirámide de cristal.
—¡Escapa! —siseó—. ¡Llévatela de aquí! ¡No dejes que la cojan!
Hizo una mueca cuando la pinza le apretó el brazo.
—¿Es un truco? —preguntó Esk—. ¿Quién eres de verdad?
—¿Es que no me reconoces? —sollozó—. ¿Qué haces tú en mi sueño?
—Si esto es un sueño, me gustaría despertarme, por favor —pidió Esk.
—Escucha, tienes que huir ahora mismo, ¿lo entiendes? ¡No te quedes ahí con la boca abierta!
—Entréganoslo —dijo una voz fría dentro de la cabeza de Esk.
Esk miró la pirámide de cristal con su disquito despreocupado, y luego miró a Simón, con la boca convertida en una O de asombro.
—Pero ¿qué es?
—¡Míralo bien!
Esk escudriñó a través del cristal. Si entrecerraba los ojos, le parecía que el pequeño disco era granuloso, como si estuviera compuesto por millones de motas. Si miraba las motas con atención…
—¡Sólo son números! —exclamó—. El mundo entero… está hecho de números…
—No es el mundo, es una idea del mundo —explicó Simón—. La creé para ellos. Verás, no pueden pasar a través de nosotros, pero aquí las ideas tienen forma. ¡Las ideas son reales!
—Entréganoslo.
—¡Pero las ideas no le pueden hacer daño a nadie!
—Transformé las cosas en números para comprenderlas, pero ellos sólo quieren controlar —dijo Simón con amargura—. Cavaron túneles en mis números como si…
Gritó.
—Entréganoslo o le haremos pedazos.
Esk miró la cara de pesadilla más cercana.
—¿Cómo sé que puedo confiar en vosotros?
—No puedes confiar en nosotros. Pero no tienes elección.
Esk miró el círculo de rostros que no habrían agradado ni a un necrófilo, rostros fabricados con restos de un estercolero, rostros elegidos al azar por cosas que habitaban en profundas simas oceánicas y cuevas encantadas, rostros que no eran tan humanos como para hacer muecas o lanzar carcajadas burlonas, pero que resultaban tan amenazadores como una aleta en forma de V cerca de un bañista incauto.
No podía confiar en ellos. Pero no tenía elección.
* * *
Algo más estaba sucediendo, en un lugar situado a la distancia del espesor de una sombra.
Los estudiantes habían vuelto corriendo a la Sala Principal, donde Cortángulo y Yaya Ceravieja seguían enzarzados en el equivalente mágico de un combate indio. Las losas del suelo estaban medio fundidas y rotas bajo Yaya, y la mesa situada tras Cortángulo había echado raíces y ya presentaba una buena cosecha de piñas.
Uno de los estudiantes se había ganado varias medallas al valor por atreverse a tirar de la túnica de Cortángulo…
Y ahora, todos estaban en la pequeña habitación, mirando los dos cuerpos.
Cortángulo llamó a los doctores del cuerpo y a los de la mente, y la habitación rezumaba de magia cuando empezaron a trabajar.
Yaya le tocó en el hombro.
—Quiero decirle unas palabras, joven —empezó.
—No tan joven, señora, no tan joven —suspiró Cortángulo.
Se sentía agotado y seco. Hacía décadas que no sostenía un duelo de magia, aunque eran muy corrientes entre los estudiantes. Y tenía la desagradable sensación de que, tarde o temprano, Yaya habría ganado. Luchar con ella era como intentar sacudirte una mosca de la nariz. No sabía cómo demonios se le había ocurrido intentarlo.
Yaya hizo que le acompañara al pasillo, y doblaron la esquina para dirigirse hacia un banco junto a una ventana. Ella se sentó y apoyó la escoba contra la pared. La lluvia tamborileaba fuertemente sobre los tejados en el exterior, y unos cuantos relámpagos zigzagueantes anunciaban que una tormenta de proporciones propias de las Montañas del Carnero se acercaba a la ciudad.
—Fue una exhibición impresionante —dijo la anciana—. Casi estuvo a punto de vencerme en un par de ocasiones.
—Oh —se animó Cortángulo—, ¿lo dice de verdad?
Yaya asintió.
Cortángulo se palmeó la túnica hasta localizar una sucia bolsita de tabaco y un rollito de papel de fumar. Las manos le temblaban mientras cogía unas hebras de segunda mano y formaba un delgado pitillo. Se llevó el maltrecho cigarrillo a la lengua y lo humedeció ligeramente. En aquel momento, un tenue recuerdo de buen comportamiento se agitó en el fondo de su mente.
—Mmm —dijo—, ¿le importa que fume?
Yaya se encogió de hombros. Cortángulo encendió una cerilla contra la pared e intentó con todas sus fuerzas dirigir la llama y el cigarrillo hacia un mismo lugar. Yaya le cogió la cerilla amablemente de la mano temblorosa, y le ayudó a encenderlo.
Cortángulo dio una calada, dejó escapar la tosecilla ritual y se recostó en el asiento. La roja brasa del cigarrillo era la única luz en el sombrío pasillo.
—Están Errantes —dijo Yaya por último.
—Lo sé —asintió Cortángulo.
—Sus magos no podrán traerlos de vuelta.
—Eso también lo sé.
—Pero puede que traigan algo de vuelta.
—Preferiría que no hubiera dicho eso.
Hicieron una pausa para meditar sobre lo que podía volver dentro de aquellos cuerpos, comportándose casi igual que sus habitantes originales.
—Probablemente, es culpa mía… —empezaron al unísono.
Se detuvieron, atónitos.
—Usted primero, señora —dijo Cortángulo.
—Estas cosas, los cigarrillos…, ¿son buenas para los nervios? —preguntó Yaya.
Cortángulo abrió la boca para señalar con toda cortesía que el tabaco era una costumbre reservada para los magos, pero se lo pensó mejor. Tendió a Yaya la bolsa de picadura.
Ella le habló del nacimiento de Esk, de la llegada del viejo mago, del cayado y de las incursiones de la niña en el mundo de la magia. Para cuando terminó, había conseguido enrollar un cilindro delgado y prieto que ardió con una llamita azulada y le hizo llorar los ojos.
—Me parece que será mejor tener los nervios destrozados —tosió.
Cortángulo no la escuchaba.
—Es asombroso —dijo—. ¿Y de verdad a la niña no le sucedió nada?
—Que yo sepa, no —asintió Yaya—. El cayado parecía…, bueno, parecía estar de su parte, no sé si me entiende.
—¿Y dónde está ahora ese cayado?
—Esk dijo que lo había tirado al río…
El viejo mago y la anciana bruja se miraron con los rostros iluminados por un relámpago del exterior.
Cortángulo sacudió la cabeza.
—El río estará crecido —dijo—. Es una posibilidad de una entre un millón.
Yaya sonrió con amargura. Era la clase de sonrisa de la que huían los lobos. Agarró decididamente su escoba.
—Las posibilidades de una entre un millón salen bien nueve de cada diez veces —dijo.
* * *
Hay tormentas que son francamente teatrales, con relámpagos y truenos imponentes. Hay tormentas que son tropicales y opresivas, con preferencia por los vientos cálidos y los chispazos eléctricos. Pero ésta era una tormenta de las llanuras del Mar Circular, y su principal ambición era golpear el suelo con la mayor cantidad posible de agua. Era la clase de tormenta que sugiere que todo el cielo ha estado tomando diuréticos. El trueno y el rayo se quedan de secundarios, una especie de coro, y la lluvia es la estrella del espectáculo. Bailaba claque sobre la tierra.
Los terrenos de la Universidad se extendían hasta el río. Durante el día, eran un esquema muy formalito de senderos de gravilla y setos, pero en una noche húmeda y enloquecida los setos parecían haber desaparecido, y los senderos se habían escondido en algún sitio seco.
—¿No puede usar una de esas bolas de fuego de los magos?
—Tenga piedad, señora.
—¿Seguro que ella debió de venir por aquí?
—Si no me he extraviado, aquí hay una especie de espigón. Se oyó el ruido de un cuerpo pesado chocando contra un arbusto, y luego un chapuzón.
—El caso es que he encontrado el río.
Yaya Ceravieja escudriñó a través de la chorreante oscuridad. Oía el rugido del agua, y divisaba apenas las crestas blancas de la inundación. También captaba el peculiar olor del río Ankh, que sugería que todo un ejército lo había utilizado primero como orinal y luego como sepulcro.
Cortángulo chapoteó hacia ella.
—Esto es una tontería —dijo—. Sin ánimo de ofender, señora. Pero la corriente lo habrá arrastrado hasta el mar. Y yo me voy a morir de frío.
—No se puede mojar más de lo que está. Además, no sabe caminar con la lluvia.
—¿Cómo dice?
—Va como encorvado, pelea contra ella, y no se hace así. Debería…, bueno, moverse entre las ropas.
Y, en realidad, Yaya no parecía más que algo mojada.
—Lo tendré en cuenta. Vamos, señora, necesito una buena chimenea y una taza de algo caliente.
Yaya suspiró.
—No sé. En cierto modo, esperaba verlo salir del barro, o algo así. Pero con tanta agua…
Cortángulo le dio unas palmaditas amables en el hombro.
—Quizá podamos hacer otra cosa… —empezó.
Se vio interrumpido por otro relámpago, seguido por su correspondiente trueno.
—Decía que quizá podamos hacer algo… —empezó de nuevo.
—¿Qué es eso que he visto? —quiso saber Yaya.
—¿El qué? —preguntó Cortángulo, intrigado.
—¡Proporcióneme algo de luz!
El mago dejó escapar un suspiro húmedo, y extendió una mano. Un rayo de fuego dorado surcó las aguas hirvientes y siseó al apagarse.
—¡Eso! —exclamó Yaya, triunfal.
—No es más que un bote —explicó Cortángulo—. Los muchachos lo usan en verano…
Vadeó tras la figura decidida de Yaya tan deprisa como pudo.
—¡No estará pensando en sacarlo con una noche como ésta! ¡Es una locura!
Yaya avanzó por los empapados tablones del espigón, que estaba casi sumergido.
—¡No sabe manejar un bote! —protestó Cortángulo.
—En ese caso, tendré que aprender deprisa —replicó Yaya con tranquilidad.
—¡Pero si no he ido en bote desde que era un chiquillo!
—No le he pedido que venga. ¿El lado puntiagudo va delante?
Cortángulo gimió.
—Esto tiene mucho mérito, pero… ¿no sería mejor esperar a mañana?
Un relámpago iluminó el rostro de Yaya.
—Quizá no —concedió Cortángulo.
Avanzó por el espigón y atrajo el pequeño bote de remos hacia sí. Subirse a él era cuestión de suerte, pero al final lo consiguió, tanteando la boza en la oscuridad.
El bote salió al agua, que lo arrastró haciéndolo girar lentamente.
Yaya se aferró al asiento mientras el bote se mecía en las aguas turbulentas, y miró a Cortángulo expectante.
—¿Y?—dijo.
—¿Y qué?
—Dijo que sabía manejar un bote.
—No. Dije que usted no sabía.
—Oh.
Se agarraron como pudieron mientras el bote se escoraba peligrosamente, se enderezaba de milagro y la corriente lo seguía arrastrando.
—Cuando dijo que no había estado en un bote desde que era un chiquillo… —empezó Yaya.
—Creo que tenía dos años.
El bote quedó atrapado en un remolino, giró sobre sí mismo y siguió corriente abajo.
—Creí que había sido usted la clase de niño que se pasaba el día metido en un bote.
—Nací en las montañas. Por si le interesa, la hierba húmeda me mareaba —dijo Cortángulo.
El bote chocó contra un tronco sumergido, y una ola entró por la proa.
—Conozco un hechizo para no ahogarnos —añadió con tristeza.
—Me alegra oírlo.
—Pero hay que pronunciarlo cuando se está en tierra seca.
—Quítese las botas —ordenó Yaya.
—¿Qué?
—¡Que se quite las botas, hombre!
Cortángulo se removió inquieto en el banquito.
—¿Qué está pensando?
—¡No sé mucho sobre botes, pero sí que se supone que el agua debe estar fuera! —Yaya señaló la marea oscura que lamía los pantoques—. ¡Llene las botas de agua y tírela por la borda!