Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Esk intentó no imaginar a Simón en el desierto frío, y se descubrió respondiendo:

—En realidad, es un mago de octavo nivel, tiene un gran prestigio.

—O sea, que es viejo y tramposo —señaló Yaya—. No deberías pasar tanto tiempo entre magos, niña, estás empezando a tomártelos en serio. Todos se autodenominan Altísimo Señor lo que sea y no sé qué Imperial. Es parte de su sistema. Hasta los hechiceros lo hacen, una habría imaginado que eran más sensatos, pero no, en el fondo son iguales. Bueno, ¿y dónde está esa eminencia?

—Ahora todos estarán cenando en la Sala Principal —respondió Esk—. Entonces, ¿él puede traer de vuelta a Simón?

—Eso es lo difícil —suspiró Yaya—. Creo que podemos traer algo de vuelta, algo que camine y hable. Pero ¿será Simón? Eso ya es harina de otro costal. —Se levantó—. Bien, vayamos a esa Sala Principal. No hay tiempo que perder.

—Mmm… no dejan entrar a las mujeres —dijo Esk.

Yaya se detuvo junto a la puerta. Irguió los hombros y se volvió lenta, muy lentamente.

—¿Qué has dicho? ¿Me engañan estas viejas orejas? No me digas que sí, porque sé que no.

—Lo siento —se disculpó Esk—. La fuerza de la costumbre.

—Veo que te han estado metiendo ideas raras en la cabeza —dijo Yaya fríamente—. Ve a buscar a alguien para que cuide del chico, y luego veremos qué tiene esa sala para que yo no pueda entrar.

Y así fue como, mientras toda la facultad de la Universidad Invisible se encontraba cenando en la venerable sala, las puertas se abrieron de golpe produciendo un efecto teatral que se vio bastante mermado cuando una de ellas chocó contra un camarero y rebotó hacia Yaya, dándole un golpe en el tobillo. En vez de las zancadas desafiantes que tenía proyectadas para cruzar la sala, se vio obligada a cojear y andar a saltitos. Al menos, esperaba que fueran unos saltitos dignos.

Esk corrió tras ella, dolorosamente consciente de que los cientos de ojos estaban clavados en ellas.

El rugido de la conversación y el tintineo de los cubiertos enmudecieron al instante. Un par de sillas cayeron al suelo. Al otro lado de la sala, vio a casi todos los magos superiores, en su mesa elevada sobre una tarima. A su vez, la tarima flotaba por encima de las baldosas. Todos las miraban.

Un mago de grado medio —Esk lo reconoció, ayudaba en las clases de Astrología Aplicada— corrió hacia ellas agitando las manos.

—Nonononono —gritó—. Os habéis equivocado. Marchaos.

—No te preocupes por mí —dijo Yaya tranquilamente, pasando de largo.

—Nononono, va contra las reglas, tenéis que marcharos ya. ¡Las damas no pueden entrar aquí!

—No soy una dama, soy una bruja —replicó Yaya. Se volvió hacia Esk—. ¿Éste es muy importante?

—Me parece que no —respondió Esk.

—Bien. —Yaya se volvió hacia el ayudante—. Ve a buscar a un mago importante, por favor. Deprisa.

Esk la rozó en la espalda. Un par de magos con más presencia de ánimo se habían situado junto a la puerta, y varios porteros avanzaban amenazadores por la sala, entre los aplausos de los estudiantes. A Esk no le gustaban los porteros, que vivían aislados en su residencia, pero en aquel momento se compadeció de ellos.

Dos de los hombres apoyaron sus manos peludas en los hombros de Yaya. El brazo de la mujer desapareció a su espalda, hubo un breve borrón de movimiento, y los dos hombres saltaron hacia atrás, quejándose y maldiciendo.

—Una horquilla —explicó Yaya.

Agarró a Esk con la mano libre y avanzó como un tornado hacia la mesa elevada, desanimando con una mirada a cualquiera que pareciera pensar en interponerse. Los estudiantes más jóvenes, que reconocían una diversión gratuita en cuanto la veían, patalearon, aplaudieron e hicieron resonar los platos contra las largas mesas. La tarima cayó sobre las baldosas con un fuerte golpe, y los magos se pusieron apresuradamente tras Cortángulo mientras éste trataba de reunir sus reservas de dignidad. Sus esfuerzos no se vieron coronados por el éxito: es muy difícil aparentar dignidad con una servilleta atada al cuello.

Alzó las manos para pedir silencio, y toda la sala aguardó expectante mientras Yaya y Esk se aproximaban a él. Yaya observó con interés los antiguos retratos y estatuas de magos del pasado.

—¿Quiénes son estos cretinos? —preguntó entre dientes.

—Fueron magos jefes —susurró Esk.

—Parece que tienen diarrea. No he conocido a ningún mago que fuera bien del vientre.

—Yo sólo sé que acumulan un montón de polvo.

Cortángulo se irguió con las piernas separadas, las manos en la cintura y el estómago con aspecto de pista de esquí para principiantes, todo él adoptando una pose que generalmente se asocia a Enrique VIII, con opción a Enrique IX y a Enrique X.

—¿Sí? —rugió—. ¿Qué significa este ultraje?

—¿Éste es importante? —preguntó Yaya a Esk.

—¡Yo, señora, soy el archicanciller! ¡Y dirijo esta Universidad! ¡Y usted, señora, está en terreno muy peligroso! Se lo advierto…, ¡deje de mirarme así!

Cortángulo se tambaleó hacia atrás, con las manos alzadas para defenderse de la mirada de Yaya. Los magos que tenía detrás se dispersaron, derribando las mesas en su prisa por huir de aquellos ojos.

Al retroceder, el archicanciller chocó contra una columna, y el golpe le hizo recuperarse. Sacudió la cabeza, irritado, alzó una mano y lanzó un rayo de fuego blanco hacia la bruja.

Sin dejar de mirar, Yaya alzó una mano y desvió las llamas hacia el techo. Hubo una explosión, y llovieron fragmentos de yeso.

La mujer abrió los ojos de par en par.

Cortángulo desapareció. En el lugar donde había estado, vieron ahora una enorme serpiente enroscada, dispuesta a atacar.

Yaya desapareció. En su lugar, había una gran cesta de mimbre.

La serpiente se convirtió en un gigantesco reptil surgido de las nieblas del tiempo.

La cesta se transformó en el vendaval de nieve de los Gigantes del Hielo, cubriendo de escarcha al monstruo que se debatía.

El reptil se transformó en un tigre dientes de sable, flexionado para saltar.

El vendaval se transformó en un hirviente pozo de brea. El tigre consiguió transformarse en un águila abatiéndose sobre su presa.

El pozo de brea se transformó en un capuchón.

Las imágenes se hicieron borrosas a medida que las formas cambiaban a velocidad cada vez mayor. Sombras estroboscópicas bailaban por toda la sala. Se levantó un viento mágico, espeso y aceitoso, que arrancaba chispas octarinas de los dedos y las barbas. Esk, situada en el centro de todo aquello, apenas distinguía las dos figuras de Yaya y Cortángulo, estatuas satinadas en medio del torbellino de imágenes.

También era consciente de otra cosa, un sonido agudo casi inaudible.

Lo había oído antes, en la llanura fría…, un sonido chirriante, el zumbido de una colmena, el murmullo de un hormiguero…

—¡Vienen Ellos! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Vienen ahora!

Salió de detrás de la mesa tras la que se había refugiado cuando comenzara el duelo mágico, y trató de llegar hasta Yaya. Una ráfaga de magia la levantó por los aires y la lanzó hacia una silla.

El zumbido resonaba más alto ahora, de manera que el aire rugía como un cadáver de tres semanas en un día de verano. Esk intentó de nuevo llegar hasta Yaya, y retrocedió cuando un fuego verde le recorrió el brazo y le chamuscó el pelo.

Miró a su alrededor, enloquecida, buscando a los otros magos. Pero los que no habían huido de los efectos de la magia estaban acurrucados tras muebles volcados mientras la tormenta negra rugía sobre ellos.

Esk corrió por la habitación y salió al pasillo oscuro. Las sombras la rodearon mientras subía los escalones sollozante, en dirección a la pequeña habitación de Simón.

Algo intentaría entrar en el cuerpo, lo había dicho Yaya. Algo que caminaría y hablaría como Simón, pero no sería Simón…

Un grupo de estudiantes miraban ansiosos por la puerta. Volvieron los rostros blancos hacia Esk cuando la niña corrió hacia ellos, y estaban tan nerviosos como para retirarse y dejarle paso.

—Ahí dentro pasa algo —dijo uno.

—¡No podemos abrir la puerta!

La miraron expectantes.

—No llevarás la llave maestra por casualidad, ¿verdad?

Esk agarró el pestillo y lo giró. Se movió un poco, pero luego retrocedió con tal fuerza que casi le despellejó las manos. El chirrido del interior subió de volumen, y también había otro ruido, como el batir de unas alas de cuero.

—¡Vosotros sois magos! —gritó Esk—. ¡Haced magia, maldita sea!

—Pero aún no hemos estudiado telekinesis —se disculpó uno.

—Yo estaba enfermo cuando dieron las clases de Lanzamiento de Fuego…

—Es que la Desmaterialización no se me da muy bien…

Esk se dirigió hacia la puerta y se detuvo con un pie en el aire. Recordó a Yaya cuando la anciana le contaba que los edificios, si eran muy viejos, tenían mente. Y la Universidad era muy vieja.

Se deslizó cuidadosamente hacia un lado y pasó las manos sobre las piedras milenarias. Había que hacerlo con mucha cautela para no asustarla… Percibió la mente de las piedras, lenta, sencilla, pero mente al fin y al cabo. Palpitaba en torno a ella, notaba las chispitas en lo más profundo de la roca.

Algo ululaba tras la puerta.

Los tres estudiantes miraban atónitos a Esk, que seguía con las manos y la frente apoyadas en la pared.

Casi había llegado. Sentía su propio peso enorme, la enormidad de su cuerpo, los recuerdos lejanos del amanecer de los tiempos, en el que la roca estaba fundida y libre. Por primera vez en su vida, supo lo que era tener balcones.

Se deslizó con suavidad por la mente del edificio, agudizando las impresiones, buscando tan deprisa como se atrevía este pasillo, esta puerta.

Extendió un brazo con suma cautela. Los estudiantes vieron como estiraba un dedo muy, muy despacio.

Las bisagras de la puerta empezaron a chirriar.

Hubo un momento de tensión cuando los clavos de las bisagras saltaron y se estrellaron contra la pared tras la niña. Las tablas empezaron a combarse a medida que la puerta trataba de abrirse, pese a la fuerza de…, de lo que fuera que la mantenía cerrada.

La madera se hinchó.

Rayos de luz azul salieron al pasillo, moviéndose y bailando mientras formas indefinidas se cruzaban en el brillo de la habitación. La luz era nebulosa y actínica, ese tipo de luz que hace que Steven Spielberg llame a los abogados para defender sus derechos.

El pelo de Esk se erizó hasta que la niña pareció un geranio con patas. Gusanillos de fuego mágico le recorrieron la piel cuando cruzó la puerta.

Fuera, los estudiantes la miraron con horror mientras desaparecía hacia la luz.

La luz se apagó con una explosión silenciosa.

Cuando por fin reunieron el valor necesario como para echar un vistazo hacia el interior, no vieron más que el cuerpo dormido de Simón. Y a Esk, silenciosa y fría en el suelo, respirando con lentitud. Los tablones del suelo estaban cubiertos de una fina capa de arena plateada.

* * *

Esk flotaba entre las nieblas del mundo, advirtiendo con una curiosa sensación impersonal la manera precisa en que atravesaba la materia sólida.

No estaba sola. Oía su parloteo.

Se enfureció. Se volvió y echó a andar tras el ruido, luchando contra las seductoras fuerzas que no dejaban de decirle lo agradable que sería relajar su mente y hundirse en un cálido mar de nada. Estar furiosa, ése era el truco. Sabía que lo más importante era seguir realmente furiosa.

El Mundodisco quedó tras ella, muy abajo, como el día en que se convirtió en águila. Pero, esta vez, bajo ella estaba el Mar Circular —exactamente circular, como si Dios se hubiera quedado sin ideas— y más allá estaban los brazos del continente, y la larga hilera de las Montañas del Carnero en su desfile hacia el Eje. También había otros continentes de los que nunca había oído hablar, y pequeños grupos de islas.

La perspectiva cambió, alcanzó a ver la Periferia. Era de noche, puesto que el sol del Disco se encontraba debajo del mundo e iluminaba la larga catarata que ribeteaba el Borde.

También iluminaba a Gran A’Tuin, la Tortuga del Mundo. Esk se había preguntado a menudo si la Tortuga no sería en realidad un mito. Le parecía que ningún ser inteligente se tomaría la molestia de pasear un mundo por ahí. Pero allí estaba, casi tan grande como el Disco que transportaba, glaseada de polvo estelar y llena de cráteres de meteoritos.

Su cabeza pasó delante de la niña, que miró directamente hacia un ojo tan grande que por él podrían navegar todos los barcos del mundo. Había oído decir que, si pudieras ver a lo lejos en la dirección hacia la que miraba Gran A’Tuin, verías el final del universo. Quizá fuera sólo por la forma de su pico, pero Gran A’Tuin parecía vagamente esperanzada, incluso optimista. Quizá el final de todas las cosas no fuera tan malo, al fin y al cabo.

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