Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

—¡Eso es lo que asusta a los libros! —le gritó al oído—. ¿Los ves?

Simón asintió sin poder formular palabra. Un libro se liberó de su encuadernación y las páginas llovieron sobre ellos.

El horror puede entrar en la mente a través de todos los sentidos. Está el sonido de una risita amenazadora en una habitación oscura, la visión de medio gusano en la ensalada, el curioso olor procedente de la habitación de un inquilino, el sabor de una babosa en la coliflor. Por lo general, el tacto no tiene mucho que decir.

Pero algo le sucedía al suelo bajo las manos de Esk. Bajó la vista, con el rostro convertido en un rictus de horror, porque los polvorientos tablones de repente parecían arenosos. Y secos. Y muy, muy fríos.

Entre sus dedos había una arenilla plateada.

Agarró el cayado, se protegió los ojos del viento, y lo agitó en dirección a las imponentes figuras que tenía ante ella. Sería bonito poder decir que un relámpago de purísimo fuego blanco limpió el aire grasiento. Pero no hubo ningún relámpago…

El cayado se retorció como una serpiente en su mano, y golpeó a Simón en la sien.

Las Cosas grises titubearon y desaparecieron.

La realidad volvió y trató de fingir que no se había ido en ningún momento. El silencio se posó como un grueso paño de terciopelo. Era un silencio pesado, retumbante. Unos cuantos libros cayeron bruscamente del aire, sintiéndose muy ridículos.

Bajo Esk, el suelo era de madera, sin lugar a dudas. De todos modos, la niña le dio un par de puntapiés para asegurarse.

Había sangre en el suelo, y Simón yacía inmóvil. Esk miró al chico, luego al aire tranquilo, luego al cayado. Éste parecía muy satisfecho.

Le llegó el sonido de voces y pasos apresurados.

Una mano semejante a un guante de piel se deslizó suavemente entre sus dedos, y una voz tras ella susurró:

—Ook.

Se volvió y se encontró frente al rostro amable y peludo del bibliotecario. El orangután se llevó un dedo a los labios, gesto inconfundible, y le tiró de la mano.

—¡Le he matado! —susurró Esk.

El bibliotecario negó con la cabeza y volvió a tirarle de la mano.

—Ook —explicó—. Ook.

De mala gana, Esk se dejó arrastrar hacia una salida lateral en el laberinto de antiguas estanterías, justo antes de que un grupo de magos, atraídos por el sonido, doblaran la esquina.

—Los libros han vuelto a pelearse…

—¡Oh, no! ¡Tardaremos siglos en capturar a los hechizos de nuevo! Ya sabes que siempre se esconden…

—¿Quién es ese que está en el suelo?

Hubo una pausa.

—Está inconsciente. Ha debido de darse contra un estante.

—¿Quién es?

—El chico nuevo. Ya sabes, el que dicen que tiene toda la cabeza llena de cerebro.

—Pues si ese estante llega a apuntar un poco mejor, ahora mismo lo estaríamos comprobando.

—Vosotros dos, llevadlo a la enfermería. Los demás recogeremos los libros. ¿Dónde está el condenado bibliotecario? No debió permitir que llegara a producirse una Misa Crítica.

Esk miró de soslayo al orangután, que arqueó las cejas. Sacó un polvoriento volumen sobre hechizos de jardinería, cogió un blando plátano marrón oculto tras él, y se lo comió con la tranquilidad de quien sabe que, sean cuales sean los problemas, pertenecen en su totalidad a los seres humanos.

La niña volvió la vista hacia el cayado que tenía en la mano, y apretó los labios. Sabía que no se le había resbalado. El cayado se había lanzado contra Simón, con sus entrañas de madera llenas de intenciones asesinas.

* * *

El chico yacía en una cama dura de la pequeña habitación, con una toalla fría sobre la frente. Treatle y Cortángulo le examinaban cuidadosamente.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó Cortángulo.

Treatle se encogió de hombros.

—Tres días.

—¿Y no ha recuperado el sentido en ningún momento?

—No.

Cortángulo se dejó caer pesadamente en el borde de la cama, y se pellizcó la nariz, pensativo. Simón nunca había parecido muy saludable, pero ahora su rostro estaba espantosamente demacrado.

—Una mente genial —suspiró—. Su explicación de los principios fundamentales de la magia y la materia… fue asombrosa.

Treatle asintió.

—¡Y cómo absorbe conocimientos! —siguió Cortángulo—. He trabajado como mago toda mi vida y, hasta ahora, nunca había comprendido el funcionamiento de la magia. Hasta que él lo explicó. Tan claro. Tan…, bueno, tan obvio.

—Todo el mundo lo dice —respondió Treatle, sombrío—. Cuentan que es como si te quitaran una venda de los ojos y vieras la luz del día por primera vez.

—Exacto —asintió Cortángulo—. Tiene madera de mago supremo, desde luego. Acertaste al traerlo. Hubo una pausa meditativa.

—Sólo que… —dijo Treatle.

—¿Sólo qué? —preguntó Cortángulo.

—Sólo que… ¿qué comprendiste, exactamente? Eso es lo que me preocupa. Quiero decir, ¿podrías explicarlo?

—¿El qué?

Cortángulo parecía preocupado.

—Lo que dice él —insistió Treatle, con voz desesperada—. Oh, es cierto, estoy seguro. Pero… ¿qué es, exactamente?

Cortángulo le miró con la boca abierta.

—Es muy sencillo —dijo al final—. El universo está lleno de magia, ya sabes, y cada vez que el universo cambia, no, quiero decir, cada vez que se invoca la magia, el universo cambia, sólo que en todas las direcciones a la vez, entiendes, y…. —Agitó las manos, inseguro, tratando de captar alguna chispa de comprensión en el rostro de Treatle—. Por decirlo de otra manera, cualquier trozo de materia, como una naranja, o el mundo, o…, o…

—¿O un cocodrilo? —sugirió Treatle.

—Sí, o un cocodrilo, o lo que sea, tiene forma de zanahoria.

—No recuerdo que dijera eso.

—Pues yo estoy seguro de que sí —afirmó Cortángulo, que empezaba a sudar.

—No, lo que yo recuerdo es cuando parecía sugerir que, si ibas suficientemente lejos en cualquier dirección, acababas viéndote tu propia nuca —insistió Treatle.

—¿Seguro que no se refería a otra nuca?

Treatle meditó un momento.

—No, estoy casi seguro de que dijo «tu propia nuca» —insistió—. Y me parece que también dijo que podía demostrarlo.

Consideraron la idea en silencio. Por fin, Cortángulo habló lenta, cuidadosamente.

—Tal y como yo lo veo, las cosas están así —dijo—. Antes de oírle hablar, yo era como todo el mundo, ¿entiendes lo que quiero decir? Estaba confuso e inseguro acerca de los pequeños detalles de la vida. Pero ahora —se animó—, aunque sigo estando confuso e inseguro, es en un plano muy superior, al menos sé que me asombran los hechos realmente importantes y fundamentales del universo.

Treatle asintió.

—No lo había visto desde esa perspectiva, pero tienes toda la razón. Ha ampliado los límites de la ignorancia. ¡Hay tantas cosas que no sabemos del universo…!

Los dos saborearon la extraña satisfacción de ser mucho más ignorantes que las personas normales, que sólo eran ignorantes con respecto a cosas normales.

—Espero que se ponga bien —suspiró Treatle al final—. La fiebre ha bajado, pero no parece querer despertar.

Un par de criadas entraron con un barreño de agua y toallas limpias. Una de ellas llevaba una escoba un tanto cochambrosa. Cuando empezaron a cambiar las sábanas empapadas en sudor sobre las que yacía el joven, los dos magos se marcharon, todavía discutiendo sobre las amplias perspectivas de ignorancia que el genio de Simón había descubierto al mundo.

Yaya esperó hasta que sus pisadas se hubieron alejado, y se quitó el pañuelo de la cabeza.

—Condenado trasto —dijo—. Escucha junto a la puerta, Esk.

Quitó la toalla que cubría la cabeza de Simón, y le tocó la frente.

—Has sido muy amable al venir —dijo Esk—. Ya sé que tienes mucho trabajo, y todo eso.

—Mpf.

Yaya frunció los labios. Alzó los párpados de Simón y le tomó el pulso. Apoyó una oreja contra el pecho de xilófono, y escuchó los latidos de su corazón. Se quedó quieta unos instantes, sondeando el interior de la cabeza del chico.

Puso mala cara.

—¿Está bien? —preguntó Esk, ansiosa.

Yaya contempló los muros de piedra.

—Condenado lugar. No es sitio para un enfermo.

—No, pero ¿está bien?

—¿Qué? —se sobresaltó Yaya, arrancada bruscamente de sus pensamientos—. Oh, sí. Probablemente. Dondequiera que esté.

Esk la miró, y luego contempló el cuerpo de Simón.

—No hay nadie en casa —se limitó a decir Yaya.

—¿Qué quieres decir?

—Vaya con la niña, cualquiera diría que no le he enseñado nada. Quiero decir que su mente está Errante. No está aquí. —Miró el cuerpo de Simón con algo semejante a la admiración—. La verdad es que no deja de sorprenderme —añadió—. Nunca había conocido a un mago que pudiera tomar un Préstamo.

Se volvió hacia Esk, cuya boca era una O de horror.

—Recuerdo que, cuando yo era niña, la vieja Nanny Ananzana empezó a Errar. Se metió demasiado en la mente de una raposa, si no me falla la memoria. Tardamos días en encontrarla. Y a ti te pasó lo mismo. Nunca habría dado contigo de no ser por el cayado, y… por cierto, niña, ¿qué has hecho con él?

—Le golpeó —murmuró Esk—. Intentó matarle. Lo tiré al río.

—No fuiste muy amable, después de que te salvó la vida —dijo Yaya.

—¿Me salvó golpeándole?

—¿No te diste cuenta? Simón estaba llamando a… esas Cosas.

—¡No es verdad!

Yaya vio los ojos desafiantes de Esk, y la idea le pasó por la cabeza: la he perdido. Tres años de trabajar con ella, por el retrete. No puede ser mago, pero al menos habría podido ser bruja.

—¿Por qué no es verdad, Señorita Lista? —preguntó.

—¡Él no haría una cosa semejante! —Esk estaba al borde de las lágrimas—. Le he oído hablar, es…, no es malo, es un genio, entiende casi todas las cosas, es…

—Supongo que es un buen muchacho —la interrumpió Yaya—. Nunca he dicho que hiciera magia negra.

—¡Son Cosas horribles! —sollozó Esk—. ¡Él no las llamaría! Él no las quiere para nada, todo lo contrario, y tú eres una vieja mala y…

La bofetada resonó como una campana. Esk dio un paso atrás, blanca de la sorpresa. Yaya seguía con la mano alzada, temblorosa.

Había pegado a Esk una vez antes…, el golpe que recibe un bebé para presentarle al mundo y darle una idea aproximada de lo que puede esperar de la vida. Pero aquella vez fue la última. En los tres años que habían pasado bajo el mismo techo había habido causas suficientes, cuando la leche hervía hasta salirse, o las cabras quedaban sin agua, pero una palabra brusca o un silencio aún más brusco consiguieron siempre más que la fuerza, y además no dejaban cicatrices.

Agarró a Esk firmemente por los hombros, y la miró a los ojos.

—Escúchame —dijo apremiante—, ¿no te he dicho siempre que si usas la magia pasarás por el mundo como un cuchillo a través del agua? ¿No te lo he dicho?

Esk, mesmerizada como un conejito asustado, asintió.

—Y tú pensaste que eran tonterías de la vieja Yaya, ¿no es cierto? Pero la verdad es que, si usas la magia, atraes la atención. La atención de Ellos. Vigilan todo el mundo a la vez. Las mentes normales no significan nada para Ellos, no se toman molestias por tan poca cosa, pero una mente que tenga magia brilla, llama su atención como un faro. A Ellos no los atrae la oscuridad, sino la luz, ¡la luz que crea las sombras!

—Pero…, pero… ¿qué les interesa? ¿Qué quieren Ellos?

—Vida y forma —replicó Yaya. Soltó a Esk—. En realidad, son patéticos. No tienen vida ni forma propias, pero pueden robar. No son capaces de vivir en este mundo, igual que un pez no podría vivir en el fuego, pero eso no les impide intentarlo. Y tienen suficiente inteligencia como para odiarnos porque estamos vivos.

Esk se estremeció. Recordó el tacto de la arena fría.

—¿Qué son Ellos? Siempre pensé que eran una especie de demonios.

—No. En realidad, nadie lo sabe. Sólo son cosas de las Dimensiones Mazmorra, fuera del universo. Criaturas de sombra. Se volvió hacia la forma inerte de Simón.

—No tendrás ni idea de dónde está, ¿verdad? —dijo mirando inquisitivamente a Esk—. No se habrá ido a volar con las gaviotas, ¿verdad?

Esk sacudió la cabeza.

—No —suspiró Yaya—, ya me parecía a mí que no. Lo tienen Ellos.

No era una pregunta. Esk asintió con tristeza y dolor.

—No es culpa tuya —la consoló Yaya—. Su mente les proporcionó una abertura y, cuando se quedó sin sentido, se lo llevaron con Ellos. Aunque…

Hizo tamborilear los dedos sobre el borde de la cama, y tomó una decisión.

—¿Quién es el mago más importante de este sitio?

—Mmm… Lord Cortángulo —respondió Esk—. Es el archicanciller. Era uno de los que estaban aquí cuando llegamos.

—¿El gordo, el que parecía avinagrado?

Autore(a)s: