El jirón de nada que era Tambor Leño meditó durante un instante.
—Pero la niña va a tener muchos problemas.
—Así es la vida. Por lo menos, es lo que me han contado. No lo sé personalmente, por supuesto.
—¿Qué hay de las reencarnaciones?
La Muerte titubeó.
—No te gustarían —dijo—. Créeme.
—Pues he oído decir que algunos lo hacen constantemente.
—Hay que estar bien entrenado. Hay que empezar desde pequeño y trabajar mucho. No tienes ni idea de lo espantoso que es ser una hormiga.
—¿Muy malo?
—Ni te lo creerías. Y, con tu karma, hasta una hormiga es demasiado.
El bebé había sido devuelto a su madre, y el herrero observaba la lluvia con desconsuelo.
Leño Tambor rascó al gato detrás de las orejas y meditó sobre su vida. Había sido larga, ésa era una de las ventajas de ser mago, y había hecho muchas cosas de las que no siempre estaba orgulloso. Ya era hora de…
—Oye, no tengo todo el día —dijo la Muerte en tono de reproche.
El mago bajó la vista para mirar al gato, y por primera vez se dio cuenta del extraño aspecto que tenía ahora.
A menudo, los vivos no aprecian el aspecto tan complicado que tiene el mundo cuando estás muerto, porque aunque la muerte libera la mente de las restricciones tridimensionales, también la separa del Tiempo, que en realidad no es más que otra dimensión. Así que, mientras que el gato que se frotaba contra las piernas invisibles era sin lugar a dudas el mismo gato que había visto hacía unos minutos, era también obviamente un gatito recién nacido y un gordo animal viejo y medio ciego, con todas las etapas intermedias también presentes. Todas a la vez. Dado que empezaba desde pequeño, parecía una zanahoria blanca en forma de gato, descripción que tendrá que bastar hasta que la gente invente adjetivos aptos para la cuarta dimensión.
La mano esquelética de la Muerte rozó amablemente a Leño en el hombro.
—Vámonos, hijo mío.
—¿No puedo hacer nada?
—La vida es para los vivos. Además, le has dado tu cayado.
—Sí. La verdad es que sí.
* * *
La comadrona se llamaba Yaya Ceravieja. Era una bruja, circunstancia aceptable en las Montañas del Carnero, donde nadie decía nada en contra de las brujas. Al menos, nadie que se quisiera levantar por la mañana con la misma forma que tenía al acostarse.
El herrero seguía contemplando la lluvia con gesto sombrío cuando ella bajó por la escalera y le puso la mano llena de verrugas en el hombro.
Él alzó la vista.
—¿Qué puedo hacer, Yaya? —dijo sin poder evitar que su voz tuviera un tono de súplica.
—¿Qué has hecho con el mago?
—Lo he metido en el depósito de combustible. ¿He hecho bien?
—Por ahora, bastará —dijo animosamente—. Ahora, tienes que quemar el cayado.
Los dos se volvieron para mirar el pesado bastón, que el hombre había lanzado al rincón más oscuro de la herrería. Casi pareció que les devolvía la mirada.
—¡Pero si es mágico! —susurró.
—¿Y qué?
—¿Arderá?
—Nunca he visto madera que no arda.
—¡No me parece correcto!
Yaya Ceravieja cerró de golpe las grandes puertas y se volvió hacia él, furiosa.
—¡Ahora, Gordo Herrero, escúchame bien! —dijo—. ¡Lo que no es correcto es que exista una mujer mago! ¡No es hechicería adecuada para las mujeres, es hechicería de magos, toda llena de libros, estrellas y jometría! Ella no entenderá nada. ¿Dónde se ha visto a una maga?
—Hay brujas —replicó el herrero, inseguro—. Y también hechiceras, me han dicho.
—Las brujas son muy diferentes —le espetó Yaya Ceravieja—. Es una magia que nace de la tierra, no del cielo, y los hombres nunca la comprenderán. En cuanto a las hechiceras —añadió—, ni me las menciones. Hazme caso, quema el cayado, quema el cadáver y olvídate de todo.
Herrero asintió de mala gana, se dirigió hacia la forja y sopló con el fuelle hasta que saltaron chispas. Luego, intentó coger el cayado.
No consiguió moverlo.
—¡No consigo moverlo!
El sudor le perló la frente mientras tiraba de la madera. Ésta no cooperó en absoluto.
—Espera, deja que lo intente yo —dijo Yaya situándose a su lado.
Se oyó un chasquido, y la habitación se impregnó de un olor a lata quemada.
Herrero corrió al otro lado de la forja, lloriqueando, hacia donde Yaya había aterrizado cabeza abajo contra la pared.
—¿Te encuentras bien?
La mujer abrió dos ojos que eran como diamantes enfurecidos.
—Ya veo. Así están las cosas, ¿eh?
—¿Qué cosas? —quiso saber Herrero, desconcertado.
—Ayúdame a levantarme, idiota. Y consígueme un hacha.
El tono de su voz sugería que no sería inteligente desobedecer. Herrero rebuscó desesperadamente entre los trastos acumulados al fondo de la habitación, hasta que encontró una vieja hacha de doble filo.
—Bien. Ahora, quítate el delantal.
—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer? —preguntó el herrero, que a estas alturas ya no entendía nada.
Yaya lanzó un suspiro de exasperación.
—Porque es de cuero, idiota. Lo usaré para envolver el mango. ¡No me va a atrapar dos veces de la misma manera!
Herrero forcejeó para quitarse el pesado delantal de cuero, y se lo tendió a la mujer animosamente. Yaya lo enrolló en torno al hacha e hizo un par de pases en el aire. Después, como una figura arácnida a la luz del horno casi incandescente, caminó por la habitación y, con un gruñido de triunfo y esfuerzo, descargó de golpe la pesada hacha contra el centro del cayado.
Se oyó un clic. Se oyó un sonido como el de una perdiz. Se oyó un golpe.
Se oyó el silencio.
Herrero extendió la mano muy despacio, sin mover la cabeza, y tocó el filo del hacha. Ya no estaba en el hacha. Se había enterrado en la puerta justo al lado de su cabeza, arrancándole por el camino un pedacito de oreja.
Yaya parecía algo trastornada por el esfuerzo de golpear con todas sus fuerzas un objeto inamovible, y contempló el palo de madera que le había quedado entre las manos.
—Biiiiieeeeennnn —dijo mientras le castañeteaban los dientes—. Eeeeennnn eeeesssseeee ccccaaaasssoooo…
—No —la interrumpió Herrero con firmeza, frotándose la oreja—. Sea lo que sea lo que vas a sugerir, la respuesta es no. Déjalo en paz. Amontonaré unas cuantas cosas encima. Nadie lo verá. Déjalo en paz. No es más que un bastón.
—¿¡No es más que un bastón!?
—¿Se te ocurre alguna idea mejor? ¿Alguna que no ponga en peligro mi cabeza?
Ella contempló el cayado, que no le prestaba la menor atención.
—Ahora mismo, no —admitió—. Pero dame tiempo…
—De acuerdo, de acuerdo. De todos modos, tengo cosas que hacer, magos que enterrar, ya sabes cómo son las cosas. Herrero cogió una pala de detrás de la puerta, y titubeó.
—¿Yaya?
—¿Qué?
—¿Sabes cómo quieren ser enterrados los magos?
—¡Sí!
—Bueno, ¿cómo?
Yaya Ceravieja hizo una pausa al final de la escalera.
—Lo más tarde posible.
Horas después, la noche cayó suavemente a medida que los últimos restos de luz escapaban del valle, y una luna clara, lavada por la lluvia, brillaba en un cielo tachonado de estrellas. Y, en un huerto sombrío, tras la forja, se oía el ruido de una pala contra la tierra, junto con alguna otra maldición ahogada.
En la cuna, en el piso de arriba, la primera maga del mundo no soñaba con nada importante.
El gato blanco dormitaba en su repisa privada cerca del horno. El único sonido en la cálida forja oscura era el crepitar de los carbones al apagarse.
El cayado estaba en el rincón donde había caído, rodeado por sombras ligeramente más oscuras de lo normal.
Pasó el tiempo. El trabajo del tiempo es pasar, claro.
Se oyó un levísimo tintineo, y un estremecimiento en el aire. El gato se sentó y miró con interés.
* * *
Llegó el amanecer. Aquí arriba, en las Montañas del Carnero, los amaneceres siempre eran impresionantes, sobre todo si una tormenta había limpiado el aire. Desde el valle donde estaba Culo de Mal Asiento se divisaba un panorama de montañas y colinas más bajas, teñidas de púrpura y naranja a la temprana luz matutina que fluía suavemente sobre ellas (ya que la luz se desplaza muy despacio a través del vasto campo mágico del Disco) mientras las extensas llanuras de más adelante seguían siendo un charco de sombras.
De hecho, desde allí se divisaba el Borde del mundo.
No es una metáfora, sino un hecho constatado, ya que el mundo era plano y, además, viajaba por el espacio a lomos de cuatro gigantescos elefantes que reposaban sobre el caparazón de Gran A’Tuin, la Tortuga Celestial.
Abajo, Culo de Mal Asiento empieza a despertar. El herrero acaba de entrar en la forja y la ha encontrado más ordenada de lo que ha estado en los últimos cien años, con todas las herramientas en su sitio, el suelo barrido y el fuego chisporroteando alegremente en el horno recién encendido. Se ha sentado en el yunque, que ahora se encuentra al otro lado de la habitación, y contempla el cayado intentando pensar.
No sucedió gran cosa de importancia durante siete años, excepto que uno de los manzanos del huerto situado junto a la herrería creció considerablemente más que los otros. A él solía trepar con frecuencia una niñita con el pelo castaño, los dientes delanteros mellados y la clase de facciones que prometían ser, si no hermosas, al menos interesantemente atractivas.
La llamaron Eskarina por ninguna razón en particular aparte del hecho de que a su madre le gustaba el sonido de la palabra; y, aunque Yaya Ceravieja la vigiló de cerca, no advirtió en ella rastro alguno de magia. Cierto que la niña se pasaba más tiempo trepando a los árboles, corriendo y gritando del que suelen pasarse las niñas, pero a una niña con cuatro hermanos mayores en la misma casa hay que disculparle muchas cosas. De hecho, la bruja empezó a tranquilizarse y a pensar que, pese a todo, la magia no se había apoderado de ella.
Pero la magia tiene la costumbre de aguardar a hurtadillas, como una serpiente entre la hierba.
* * *
Llegó otro invierno, y fue de los malos. Las nubes pendían en torno a las Montañas del Carnero como ovejas gordas, llenando de nieve los desfiladeros y convirtiendo los bosques en cavernas sombrías y silenciosas. Los pasos quedaron cerrados, y las caravanas no tendrían oportunidad de acercarse hasta la primavera. Culo de Mal Asiento quedó convertido en una pequeña isla de calor y de luz.
—Estoy preocupada por Yaya Ceravieja —dijo la madre de Esk durante el desayuno—. Últimamente no se la ha visto por aquí.
Herrero la miró por encima de su cucharada de gachas.
—Mejor —replicó—. Es una…
—Una fisgona —terminó Esk.
Sus padres la miraron.
—No deberías decir esas cosas —la reprendió su madre.
—Pero papá dice que es una fis…
—¡Eskarina!
—Pero si él dice…
—¡He dicho que te…!
—Sí, pero es verdad, papá dice…
Herrero la abofeteó. No fue una bofetada muy fuerte, y al momento ya se había arrepentido. Los niños recibían la mano de lleno (y ocasionalmente el cinturón de largo) cuando se lo merecían. En cambio, lo malo de su hija no eran las travesuras normales, sino aquella exasperante costumbre de seguir despiadadamente el hilo de una discusión mucho después de que debiera haberla abandonado. Le ponía furioso.
La niña se echó a llorar. Herrero se levantó, tan furioso como avergonzado, y salió a la herrería.
Se oyó un crujido y un sonoro golpe.
Lo encontraron desmayado en el suelo. Después, siempre afirmó que se había golpeado la cabeza contra el dintel de la puerta. Cosa extraña, porque no era demasiado alto y hasta entonces había habido sitio de sobra, pero el hombre estaba seguro de que lo que sucedió no tenía nada que ver con el borrón de movimiento en el rincón más oscuro de la herrería.
Fuera como fuera, los acontecimientos marcaron el día. Fue un día desastroso, la gente no dejó de poner el pie debajo de los pies de los demás, y encima se enfadaba por todo. A la madre de Eskarina se le cayó una jarra que había pertenecido a su abuela, y resultó que toda una caja de manzanas de la despensa estaban podridas. En la forja, el horno se puso testarudo y se negó a tirar. Jaims, el hijo mayor, resbaló en el hielo acumulado del camino y se hizo daño en un brazo. El gato blanco, o posiblemente uno de sus descendientes, ya que los gatos llevaban una compleja vida secreta en el pajar cercano a la herrería, trepó por la chimenea de la cocina y se negó a bajar. Hasta el cielo se volvió pesado como una manta vieja y el aire pareció cargado a pesar de la nevada.
Los nervios tensos, el aburrimiento y el mal genio hicieron que el ambiente zumbara como si amenazara tormenta.