—¿Podemos? —preguntó Treatle, intrigado. Volvió a fijarse en Yaya—. Ah, ya. Claro. Debe de ser tu tía, ¿no?
—Mi yaya. Aunque en realidad no es mi yaya, es como la yaya de todo el mundo.
Yaya asintió con gesto rígido.
—Esto no se puede consentir, claro que no —dijo Treatle con voz tan cordial como un budín de ciruelas—. Ni pensarlo. Nuestra primera mujer mago no se puede quedar en la puerta. Sería una vergüenza. ¿Puedo acompañaros?
Yaya agarró a Esk por el hombro con firmeza.
—Si no le importa… —empezó a decir.
Pero Esk se liberó de su mano, y echó a correr tras el carro.
—¿De verdad puedes llevarme adentro? —preguntó, con los ojos brillantes.
—Claro que sí. Los jefes de las Órdenes estarán encantados de conocerte. También se asombrarán un poco, claro —añadió con una carcajada.
—Eskarina Herrero… —dijo Yaya. Se detuvo y miró a Treatle—. No sé qué tienes en mente, señor Mago, pero no me gusta —empezó de nuevo—. Ya sabes dónde vivimos, Esk. Si quieres hacer tonterías, hazlas, pero hazlas sola.
Se dio media vuelta y echó a andar por la plaza.
—Qué mujer tan especial —dijo Treatle vagamente—. Veo que todavía llevas tu escoba. Excelente.
Soltó las riendas un momento y trazó un complejo signo en el aire con ambas manos.
Las enormes puertas se abrieron de par en par, permitiendo ver un amplio patio rodeado de césped. Tras el césped, había un edificio irregular, o más bien unos edificios irregulares: no era fácil distinguirlos, porque, más que un diseño premeditado, parecía como si un montón de arcos, paredes, torres, ventanas, cúpulas y portones se hubieran juntado mucho para darse calor.
—¿Es esto? —preguntó Esk—. Parece un poco… fundida.
—Sí —respondió Treatle—. Por supuesto, por dentro es mucho más grande, algo así como un iceberg, o eso me han dicho, yo nunca he visto uno. La Universidad Invisible…, como su nombre indica, buena parte de ella no está a la vista. ¿Te importa ir a buscar a Simón?
Esk apartó las pesadas cortinas y escudriñó en la oscuridad del interior del carromato. Simón estaba tumbado sobre un montón de alfombras, leyendo un libro muy grande y tomando notas en trozos de papel.
El chico alzó la vista y sonrió.
—¿Eres tú? —preguntó.
—Sí —respondió Esk con convicción.
—Pppensamos que te habías mmmmarchado. Todos creíamos que ibas en otro cccarro, y c-cuando nos de-detuvimos…
—Más o menos… os he alcanzado. Creo que el señor Treatle quiere que salgas a ver la Universidad.
—¿Yyya hemos llegado? —La miró de manera extraña—. ¿Y tú estás aquí?
—Sí.
—¿Cómo?
—El señor Treatle me invitó a entrar, dijo que todo el mundo se soprendería al conocerme. —La inseguridad brilló un momento en las profundidades de sus ojos—. ¿Crees que tiene razón?
Simón bajó la vista hacia su libro, y se secó los ojos llorosos con un pañuelo rojo.
—A v-veces le dan esos c-caprichos —murmuró—. Pppero no es maaa…, mmmmala p-persona.
Extrañada, Esk contempló las páginas amarillentas que el muchacho tenía ante sí. Estaban llenas de símbolos rojos y negros muy complicados que, por alguna razón inexplicable, eran tan desagradables como un paquete que hiciera tic-tac, pero que de todos modos captaban la atención de cualquiera de la misma manera que un accidente atroz. A uno le entraban ganas de entender lo que decían, pero con la sensación de que, una vez lo supiera, preferiría olvidarlo.
Simón vio su expresión y cerró el libro apresuradamente.
—Sólo es una cosa q-que estoy estudiando —murmuró—. Algo de ma-mmmma…
—…magia… —dijo Esk automáticamente.
—Gracias.
—Debe de ser muy interesante eso de leer libros —dijo Esk.
—Mmmás o mmmmenos. ¿No sss-sssabes leer, Esk?
La niña se sorprendió al oír el asombro reflejado en su voz.
—Supongo que sí —replicó, desafiante—. Nunca lo he intentado.
* * *
Esk no habría sabido lo que era un nombre colectivo aunque le hubiera metido el dedo en el ojo, pero sí sabía lo que era un rebaño de cabras o una reunión de brujas. No entendía lo que era un montón de magos. ¿Una orden de magos? ¿Una conspiración? ¿Un círculo?
Fuera lo que fuera, la Universidad estaba llena de eso. Los magos paseaban entre los claustros y se sentaban en bancos bajo los árboles. Los magos jóvenes correteaban por los senderos mientras sonaban las campanas, con los brazos cargados de libros o —en el caso de los estudiantes más antiguos— con los libros aleteando en el aire tras ellos. El ambiente rezumaba el tacto grasiento de la magia, y sabía a latón.
Esk caminaba entre Treatle y Simón, bebiéndose el mundo con los ojos. No era sólo que hubiera magia en el aire, sino que además estaba domesticada, funcionaba como un molino bien engrasado. Era poder, pero poder contenido.
Simón estaba tan emocionado como ella, aunque sólo lo demostraban sus ojos, más humedecidos, y su tartamudeo empeorado. No dejaba de detenerse para señalar los diferentes colegios universitarios y edificios de investigación.
Uno era muy bajo y recio, con ventanas elevadas y estrechas.
—E-eso es la b-biblioteca —dijo Simón con la voz cargada de admiración y respeto—. ¿P-puedo echar un v-vistazo?
—Ya habrá tiempo para eso —respondió Treatle.
Simón echó una mirada nostálgica al edificio.
—T-todos los libros de mmmmagia que ssse han escrito —susurró.
—¿Por qué hay barrotes en las ventanas?
Simón tragó saliva.
—Ppp-orque los libros de mmm-magia no sssson como los otros libros, t-tienen una…
—Ya es suficiente —le interrumpió bruscamente Treatle.
Bajó la vista hacia Esk, la miró como si nunca la hubiera visto, y frunció el ceño.
—¿Por qué estás aquí?
—Tú me invitaste a pasar —señaló Esk.
—¿Yo? Oh, sí. Claro. Perdona, estaba distraído. La señorita que quiere ser mago. Sigamos, ¿te parece?
Los guió subiendo un ancho tramo de escalera hasta unas puertas impresionantes. O que, al menos, estaban diseñadas para ser impresionantes. El diseñador había invertido osadamente en cerrojos pesados, bisagras ondulantes, remaches de cobre y un arco de complicadas tallas, para dejar perfectamente claro a cualquiera que entrase que, en el fondo, no era una persona muy importante.
Era un mago. Se había olvidado de la aldaba.
Treatle llamó a la puerta con su cayado. Ésta titubeó un instante y luego, lentamente, los cerrojos se deslizaron, y se abrió.
La sala estaba abarrotada de magos y de niños. Y de padres de los niños.
Hay dos maneras de entrar en la Universidad Invisible (la verdad es que hay tres, pero los magos aún no lo sabían).
La primera es realizar un buen trabajo de magia, como recuperar alguna reliquia tan antigua como poderosa, o inventar un hechizo completamente nuevo, pero en estos tiempos ya era cosa rara. En el pasado había habido grandes magos, capaces de extraer hechizos completamente nuevos del caos de magia pura que cubría el mundo, magos para quienes florecía la magia; pero esos días ya habían pasado. Ya no quedaban generachiceros.
Así que la manera más típica era que te avalara un mago respetado, tras un periodo de aprendizaje.
Había mucha competencia por una plaza en la Universidad, y por los honores y privilegios que reportaba un título de la Invisible. Muchos de los niños que correteaban por la sala, lanzándose unos a otros hechizos menores, fracasarían. Tendrían que pasarse el resto de sus vidas como hechiceros inferiores, simples técnicos de la magia con barbas desafiantes y parches de cuero en los codos, que se congregaban en pequeños grupos y partidos celosos.
Para ellos no había sombreros puntiagudos con símbolos astrológicos optativos, ni túnicas impresionantes, ni cayados de autoridad. Pero al menos podían mirar por encima del hombro a los conjuradores, que solían ser alegres y gordos, hablaban incorrectamente, bebían cerveza e iban por ahí con tristes mujeres flacas vestidas con leotardos de lentejuelas, y además enfurecían a los hechiceros porque no comprendían lo inferiores que eran y les contaban chistes. Por debajo de todos —excepto de las brujas, por supuesto— estaban los taumaturgos, que no recibían la menor instrucción. En un taumaturgo se podía confiar lo justo como para permitirle lavar un alambique. Muchos hechizos requerían cosas como moho extraído de un cadáver aplastado, o semen de un tigre vivo, o la raíz de una planta que lanzaba un grito ultrasónico cuando la arrancaban. ¿Quién tenía que ir a buscar estas cosas? Exacto.
Es un error muy extendido denominar a estos magos inferiores «magos iletrados». En realidad, la magia iletrada es una forma de hechicería muy especializada, a la que se suelen dedicar hombres silenciosos y pensativos, de inclinaciones druidas e inclinaciones botánicas. Si invitas a un mago iletrado a una fiesta, se pasará la mitad de la velada charlando con tu ficus. Y la otra mitad, escuchando la respuesta.
Esk advirtió que en la sala había algunas mujeres, porque hasta los magos jóvenes tenían madres y hermanas. Las familias enteras acudían a despedir a los hijos agraciados por la suerte. Muchos se sonaban las narices y se secaban las lágrimas, y las monedas tintineaban cuando padres orgullosos ponían algo de dinero para gastos en manos de sus retoños.
Magos muy viejos deambulaban por entre los grupos, hablando con los magos avaladores y examinando a los futuros estudiantes.
Varios de ellos salieron de entre la gente para recibir a Treatle, moviéndose como galeones a todo trapo. Se inclinaron con toda seriedad ante él, y miraron a Simón con gesto aprobador.
—Conque éste es el joven Simón, ¿eh? —dijo el más gordo de todos, examinando al chico—. Hemos recibido muy buenos informes sobre ti, muchacho. ¿Eh? ¿Qué?
—Simón, saluda al archicanciller Cortángulo, archimago de los Magos de la Estrella de Plata —indicó Treatle.
Simón se inclinó con aprensión.
Cortángulo le miró con benevolencia.
—Hemos oído cosas excelentes sobre ti, muchacho —dijo—. El aire de la montaña debe de ser bueno para el cerebro, ¿eh?
Se echó a reír. Los magos que le rodeaban se echaron a reír. Treatle se echó a reír. A Esk le pareció muy raro, porque no estaba pasando nada divertido.
—No ssssé, ssss…
—¡Por lo que nos han dicho, debe de ser lo único que no sabes, hijo! —dijo Cortángulo muerto de risa.
Hubo otro coro de carcajadas cuidadosamente cronometradas. Cortángulo palmeó el hombro de Simón.
—Éste es el chico de la beca —siguió—. Unos resultados asombrosos, nunca los he visto mejores. Y además, autodidacta. ¿No es sorprendente? ¿Verdad, Treatle?
—Sensacional, archicanciller.
Cortángulo recorrió con la mirada a los magos que los observaban.
—Quizá puedas darnos alguna muestra —dijo—. Una pequeña demostración, ¿eh?
Simón lo miró con pánico animal.
—La v-verdad, no sssssoy muy bbbbuuu…
—Vamos, vamos —le interrupió Cortángulo con lo que probablemente creía que era un tono de voz tranquilizador—. No tengas miedo. Tómate tiempo. Cuando estés preparado.
Simón se lamió los labios y dirigió a Treatle una mirada de muda súplica.
—Ehh —dijo—. Ssssss… —Se detuvo y tragó saliva—. El bbbbb…
Los ojos se le salían de las órbitas, las lágrimas le brotaron de los ojos, y le temblaron los hombros.
Treatle le dio unas palmaditas consoladoras en la espalda.
—Alergia —explicó—. No puedo curársela, lo he intentado todo.
Simón tragó saliva y asintió. Hizo apartarse a Treatle con un gesto de sus largas manos blancas, y cerró los ojos.
Durante unos segundos, nada sucedió. Se quedó allí de pie, moviendo los labios sin emitir sonido alguno, y de él emanó silencio como la luz emana de una vela. Ondas de sinruidez recorrieron a las multitudes de la sala, golpeando las paredes con toda la potencia de un besito y luego retrocediendo en olas concéntricas. Los congregados vieron como sus acompañantes hablaban sin emitir sonido alguno, y se pusieron rojos cuando sus propias carcajadas resultaron tan audibles como el chillido de un mosquito.
Unas motitas de luz aparecieron en torno a la cabeza de Simón. Giraron en espiral en una danza tridimensional, para luego crear una forma.
En realidad, a Esk le pareció que la forma había estado allí desde siempre, esperando a que sus ojos la vieran, de la misma manera que una nube de lo más inocente puede transformarse de pronto, sin sufrir ningún cambio perceptible, en una ballena, en un barco o en una cara.
La forma que rodeaba la cabeza de Simón era el mundo.
Era bastante obvio, aunque el brillo y el movimiento de las lucecitas hacían borrosos algunos de los detalles. Pero allí estaba Gran A’Tuin, la tortuga celestial, con los cuatro elefantes sobre su concha, cargados con el Disco. Se divisaba el resplandor de la gran cascada que rodeaba el Borde del mundo y el brillo de la delgada aguja rocosa en el mismo Eje, la gran montaña Cori Celesti donde vivían los dioses.