Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

Captó un olor cálido, una mezcolanza de lanolina y estiércol. La barcaza llevaba una carga de lana.

Es una estupidez quedarse dormido en una barcaza desconocida, sin saber junto a qué extraños acantilados estará navegando cuando despiertes, sin saber que los tripulantes suelen iniciar sus viajes muy temprano (cuando apenas ha salido el sol), sin saber qué nuevos horizontes te saludarán por la mañana…

Nosotros lo sabemos. Esk no.

* * *

La despertó el sonido de alguien que silbaba. Se quedó tumbada, muy quieta, repasando mentalmente los acontecimientos de la noche anterior hasta que recordó dónde estaba. Entonces, rodó sobre sí misma con mucho cuidado y levantó la lona un poquito.

Así que allí era donde estaba. Pero «allí» se había movido.

—Entonces, esto es navegar —dijo observando el paso de la orilla lejana—. Pues no me parece tan especial.

Ni se le ocurrió empezar a preocuparse. Durante sus primeros ocho años de vida, el mundo había sido un lugar particularmente aburrido; ahora que se ponía interesante, Esk no tenía intención de parecer desagradecida.

Un perro que ladraba empezó a acompañar al silbador. Esk se tendió en la lana y buscó hasta dar con la mente del animal, para tomarla Prestada con toda suavidad. En aquel cerebro ineficaz y desordenado, descubrió que había al menos cuatro personas en la barcaza, y otras muchas en las demás que navegaban en fila por el río. Algunas de las personas parecían niños.

Dejó marchar al animal y volvió a contemplar el paisaje durante largo rato… La barcaza pasaba ahora entre altos acantilados anaranjados, con franjas de roca de tantos colores que parecía como si un dios hambriento hubiera batido un récord de velocidad preparando un emparedado de varios pisos. Esk trató de esquivar el siguiente pensamiento. Pero el pensamiento insistió, y se abrió paso a codazos en su mente. Tarde o temprano, tendría que salir. No era que su estómago se estuviera poniendo pesado, pero su vejiga ya no admitía más demora.

Quizá si…

Alguien retiró la lona que le cubría la cabeza, y un enorme rostro barbudo la miró desde arriba.

—Vaya, vaya —dijo—. ¿Qué tenemos aquí? Un polizón, ¿eh sí?

Esk se lo pensó un momento.

—Sí —dijo al final. Parecía inútil negarlo—. ¿Te importa ayudarme a salir?

—¿No tienes miedo de que te tire a…, a los lucios? —dijo la cabeza. Advirtió la mirada perpleja—. Peces de agua dulce, muy grandes —añadió servicialmente—. Rápidos. Con muchos dientes. Lucios.

La idea no le había pasado por la cabeza.

—No —respondió con sinceridad—. ¿Por qué? ¿Lo vas a hacer?

—No. Claro que no. No tengas miedo.

—No tengo miedo.

—Oh.

Un brazo bronceado apareció, unido a la cabeza por el sistema habitual, y la ayudó a salir de su nido de vellones.

Esk se irguió en la cubierta de la barcaza y miró a su alrededor. El cielo era más azul que un tonel de galletas, y hacía juego con el amplio valle por el que discurría el río, tan perezoso como un funcionario rellenando impresos.

A su espalda, las Montañas del Carnero seguían haciendo de asideros para las nubes, pero ya no parecían tan dominantes como siempre. La distancia las había erosionado.

—¿Dónde estamos? —dijo, olfateando los nuevos olores de pantano y junco.

—En el Valle Superior del río Ankh —dijo su aprehensor—. ¿Qué te parece?

Esk miró el río que se extendía ante ella y detrás de ella. Ya era mucho más ancho que cuando pasara por Ohulan.

—No lo sé. Hay mucho río. ¿Este barco es tuyo?

—Es un bote —la corrigió el hombre.

Era más alto que su padre, aunque no tan viejo, y vestía como un gitano. Muchos dientes se le habían transformado en oro, pero Esk supuso que no era el momento adecuado para preguntar por qué. Tenía ese tipo de bronceado intenso que tanta gente rica trata desesperadamente de conseguir con vacaciones costosas y trocitos de estaño, cuando en realidad lo único que hay que hacer para tenerlo es trabajar hasta matarte al aire libre día tras día. Frunció el ceño.

—Sí, es mío —dijo, decidido a recuperar la iniciativa—. Lo que me gustaría saber es qué haces tú aquí. Te has escapado de casa, ¿eh sí? Si fueras un chico, diría que vas en busca de fortuna.

—¿Es que las chicas no buscan fortuna?

—Se supone que deben buscar a un chico con fortuna —respondió el hombre con una sonrisa de doscientos quilates. Extendió una mano bronceada llena de anillos—. Ven a desayunar algo.

—La verdad es que necesito utilizar su excusado. El hombre se quedó boquiabierto.

—Esto es una barcaza, ¿eh sí?

—¿Sí?

—Así que sólo tienes el río. —Le palmeó la mano—. No te preocupes, el pobre está acostumbrado.

* * *

Yaya estaba en el muelle, tamborileando con la bota sobre la madera. El hombrecillo, que era lo más parecido que existía en Ohulan a un encargado de puerto, estaba recibiendo una dosis completa de su mirada, y se estremecía a ojos vistas. La expresión de la anciana no era tan amenazadora como un potro de tortura, pero parecía sugerir que el potro de tortura era una posibilidad muy real.

—Así que se marcharon antes del amanecer —dijo.

—Ssí —respondió el hombre—. Pero no sé adónde iban.

—¿Viste si había una niña pequeña a bordo?

Más tamborileo con la bota.

—Mmm. No. Lo siento. —Se animó un poco—. Eran zoones —dijo—. Si la niña está con ellos, no le pasará nada. Dicen que los zoones son de toda confianza. Les gusta la vida de familia.

Yaya se volvió hacia Hilta, que estaba agitada como una mariposa histérica, y arqueó las cejas.

—Oh, sí —se apresuró a asegurar Hilta—. Los zoones tienen muy buena reputación.

—Mmpf —titubeó Yaya.

Giró sobre sus talones y echó a andar hacia el centro de la ciudad. El encargado del puerto se inclinó como si hasta entonces hubiera tenido un perchero dentro de la camisa.

Las habitaciones de Hilta estaban encima de las de un herborista y detrás de una curtiduría, y desde ellas se divisaba un espléndido panorama de los tejados de Ohulan. Le gustaba porque le ofrecía intimidad, siempre agradecida por «mis clientes más selectos, que siempre prefieren hacer sus compras especiales en un ambiente tranquilo donde la discreción es el lema», como decía ella.

Yaya Ceravieja examinó la habitación casi sin ocultar su desprecio. Allí había demasiadas borlas, demasiadas cortinas de cuentas, demasiadas cartas astrales y demasiados gatos negros. Yaya no soportaba a los gatos. Olisqueó el aire.

—¿Es por la curtiduría? —preguntó, acusadora.

—Incienso —explicó Hilta. Se enfrentó valientemente con el gesto despectivo de Yaya—. Los clientes lo agradecen —dijo—. Les da la adecuada perspectiva mental. Ya sabes.

—Pensé que se podía ejercer una profesión perfectamente respetable sin recurrir a trucos de feria, Hilta —dijo Yaya al tiempo que se sentaba e iniciaba la larga y delicada labor de quitarse las horquillas.

—En las ciudades es diferente —se defendió la otra bruja—. Hay que avanzar con los tiempos.

—Pues no entiendo por qué. ¿Has puesto la tetera al fuego?

Yaya extendió la mano y retiró el paño de terciopelo que cubría la bola de cristal de Hilta, una esfera de cuarzo tan grande como su cabeza.

—Nunca le he cogido al truco a estos malditos cacharros de silicio —dijo—. Cuando yo era niña, bastaba con un bote de agua con una gota de tinta dentro. Veamos, ahora…

Escudriñó el cambiante corazón de la bola, tratando de concentrar su mente en el paradero de Esk. Los cristales siempre eran cacharros engañosos, y por lo general, al mirarlos, lo único que se veía con claridad del futuro era una fuerte migraña. Yaya no confiaba en ellos, los consideraba demasiado próximos a la magia de magos. Siempre le había parecido que al maldito trasto no le importaría en absoluto absorberle la mente como si fuera un huevo crudo.

—Asqueroso cacharro, lleno de chispas —dijo echándole el aliento y secándolo con la manga.

Hilta miró por encima de su hombro.

—No son chispas, significan algo —señaló.

—¿El qué?

—No estoy segura. ¿Me dejas probar? La bola está acostumbrada a mí.

Hilta echó a un gato de la otra silla y se inclinó para contemplar las profundidades del cristal.

—Mpf. Como quieras —dijo Yaya—. Pero no verás…

—Espera. Está apareciendo algo.

—Pues desde aquí sólo se ven chispas —insistió Yaya—. Lucecitas como plateadas que parecen flotar, como esos juguetes que son una bola con nieve dentro. Son muy monos.

—Sí, pero mira más allá de los copos…

Yaya miró.

Esto fue lo que vio:

Sus ojos estaban muy arriba, y una amplia extensión de tierra yacía abajo, azulada por la distancia. A través de ella, un ancho río discurría como una serpiente borracha. Había lucecitas plateadas flotando por doquier, pero sólo eran, por seguir con el ejemplo, unos cuantos copos en la gran nevada de luces que se convirtió en una gran espiral perezosa, como un tornado geriátrico con un ataque de nievitis, y descendió formando un túnel hacia el brillante paisaje. Yaya entornó los ojos, y divisó algunos puntos en el río.

De cuando en cuando, una especie de relámpago brillaba un instante en el suave túnel de motas.

Yaya parpadeó y alzó la vista. La habitación parecía muy oscura.

—Qué clima más raro —dijo a falta de una frase mejor.

Incluso con los ojos cerrados, seguía viendo las motas brillantes.

—No creo que sea el clima —dijo Hilta—. Me parece que la gente no lo puede ver, pero el cristal lo muestra. Creo que es magia condensada en el aire.

—¿Magia del cayado?

—Sí. Es un efecto propio de los cayados de los magos. Destila magia, por decirlo de alguna manera.

Yaya se arriesgó a echar otro vistazo al cristal.

—Hacia Esk —dijo con cautela.

—Sí.

—Parece que hay mucha.

—Sí.

No era la primera vez que Yaya deseaba saber más sobre los magos y su magia. Imaginó a Esk llenándose de magia hasta que le rebosaba de cada poro. Luego empezaría a gotear…, lentamente al principio, cayendo a la tierra en pequeñas ráfagas que luego crecían hasta crear una gran descarga de potencialidad oculta. Podía causar daños terribles.

—Rayos —dijo—. Nunca me gustó ese cayado.

—Al menos, la niña va hacia donde está la Universidad —señaló Hilta—. Ellos sabrán qué hacer.

—Sólo quizá. ¿A qué distancia crees que está?

—A unos treinta kilómetros. Esas barcazas van tan lentas como si caminaran. Los zoones no tienen prisa.

—Bien.

Yaya se levantó y adelantó la barbilla, desafiante. Cogió el sombrero y el saco con sus pertenencias.

—Creo que puedo caminar más deprisa que una barcaza —dijo—. El río está lleno de recodos, y yo iré en línea recta.

—¿Vas a seguirlos a pie? —se asombró Hilta—. ¡Pero si hay bosques, y animales salvajes!

—Perfecto, será agradable volver a la civilización. Esk me necesita. El cayado la está dominando. Ya lo decía yo, pero nadie me hizo caso.

—¿No? —replicó Hilta, todavía tratando de adivinar qué había pretendido decir Yaya con eso de volver a la civilización.

—No —replicó Yaya fríamente.

* * *

Se llamaba Amschat B’hal Zoon. Vivía en la balsa con sus tres esposas y sus tres hijos. Era un Mentiroso.

Lo que más molestaba a los enemigos de la tribu zoon era, no sólo su sinceridad, enfurecedoramente absoluta, sino sus maneras tan directas. Los zoones nunca habían oído hablar de un eufemismo, y no sabrían qué hacer con uno si lo tuvieran entre las manos, pero sin duda lo denominarían «manera agradable de decir algo desagradable».

Su rígida adhesión a la verdad no era, al parecer, un don de algún dios, como suele suceder, sino que tenía una base genética. A un zoon normal le resultaba tan imposible mentir como respirar bajo el agua, y el concepto mismo bastaba para turbarlos terriblemente: decir una mentira significaba nada menos que alterar totalmente el universo.

Era una considerable desventaja para un pueblo de comerciantes, y así, a lo largo de los milenios, los ancianos de los zoones estudiaron aquel extraño poder que todo el mundo poseía en tal abundancia, y decidieron que ellos también lo necesitaban.

Animaban a los jóvenes varones que mostraban algún indicio de tener tal talento a retorcer aún más la Verdad en ocasiones ceremoniales durante las que se celebraban competiciones. La primera protomentira zoon de la que ha quedado constancia fue «En realidad, mi abuelo es bastante alto», pero, con el tiempo, le fueron cogiendo el tranquillo, y se creó el cargo de Mentiroso de la Tribu.

Debe quedar bien claro que, aunque la mayoría de los zoones no pueden mentir, sienten un gran respeto por cualquiera de los suyos capaz de decir que el mundo no es como es, y el Mentiroso tiene un puesto de honor en la tribu. La representa en todos sus tratos con el mundo exterior, un mundo que el zoon normal ya ni siquiera intenta comprender. Las tribus zoon están muy orgullosas de sus Mentirosos.

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