—Bien, bien —se corrigió apresuradamente—. Los mandamases han intentado echarme un par de veces, ya sabes, pero todos tienen esposa, y al final siempre se vuelven atrás. Dicen que soy un mal bicho, pero habría más de una familia en esta ciudad más numerosa y más pobre si no fuera por los Profilácticos de Madame Fallacabras. Y sé quién entra en mi tienda, vaya si lo sé. Recuerdo quién compra gotas de potro y Ungüento Yabasta. La vida no está mal. ¿Y cómo te va a ti por ahí arriba, en ese pueblo de nombre raro?
—Culo de Mal Asiento —aportó Esk, servicial.
Cogió un botecito de arcilla del mostrador y olfateó su contenido.
—Bastante bien —concedió Yaya—. Siempre hay necesidad de doncellas de la naturaleza.
Esk volvió a olfatear el polvo, que parecía poleo con una base que no supo identificar, y lo tapó de nuevo cuidadosamente. Mientras las dos mujeres intercambiaban chismorreos en algún extraño idioma femenino, lleno de contactos visuales y adjetivos sin verbalizar, examinó muchas otras pócimas exóticas allí expuestas. O mejor dicho, no expuestas. Parecían hábilmente semiocultas de una manera extraña, como si Hilta no deseara venderlas.
—No reconozco ninguna —dijo, casi para sí misma—. ¿Qué dan a la gente?
—Libertad —respondió Hilta, que tenía buen oído. Se volvió hacia Yaya—. ¿Cuánto le has enseñado?
—No tanto —replicó la otra anciana—. Tiene poder, pero no sé de qué clase. Quizá sea poder de mago.
Hilta se volvió muy despacio, y miró atentamente a Esk.
—Ah —dijo—. Eso explica lo del cayado. No entendí lo que decían las abejas. Vaya, vaya. Deja que te vea la mano, niña.
Esk le tendió la mano. Los dedos de Hilta estaban tan llenos de anillos que fue como hundirla en un saco de avellanas.
Yaya se irguió en la silla, irradiando desaprobación, cuando Hilta empezó a inspeccionar la palma de la niña.
—No creo que esto sea necesario entre nosotras —dijo tercamente.
—Pues tú lo haces, Yaya —señaló Esk—. En el pueblo. Te he visto. Y posos de té. Y cartas.
Yaya se removió, inquieta.
—Sí, bueno —dijo—. Es muy fácil. Tú sólo tienes que mirar la mano a la gente, y ellos solos se predicen el futuro. Pero no hace falta que lo creamos. Si fuéramos por ahí creyéndolo todo, tendríamos muchos problemas.
—Los Poderes Futuros tienen muchas cualidades extrañas, y de variadas maneras dan a conocer sus deseos al círculo de luz que denominamos mundo físico —dijo Hilta con solemnidad.
Guiñó un ojo a Esk.
—¡Pero bueno! —se enfadó Yaya.
—No, de verdad —dijo Hilta—. Es cierto.
—Mpf.
—Veo que emprenderás un largo viaje.
—¿Conoceré a un hombre alto y moreno? —preguntó Esk, mirándose la mano—. Yaya siempre dice eso a las mujeres, les dice…
—No —replicó Hilta mientras Yaya lanzaba un bufido—. Pero será un viaje muy extraño. Irás muy lejos, aunque sin moverte. Y será en una extraña dirección. Será una exploración.
—¿Todo eso pone en mi mano?
—La verdad es que estoy adivinando la mayor parte —dijo Hilta, recostándose en la silla y alargando el brazo hacia la tetera (el tamborilero, que había conseguido trepar hasta la mitad del precipicio, cayó sobre el cimbalista). Miró atentamente a Esk y añadió—: Una mujer mago, ¿eh?
—Yaya me va a llevar a la Universidad Invisible.
Hilta arqueó las cejas.
—¿Sabes dónde está?
Yaya frunció el ceño.
—No exactamente —admitió—. Esperaba que pudieras darme alguna dirección concreta, ya que conoces mejor los ladrillos y esas cosas.
—Dicen que tiene muchas puertas, pero las que dan a este mundo se encuentran en Ankh-Morpork —dijo Hilta. Yaya la miró inexpresiva—. En el Mar Circular —añadió. La mirada educadamente interrogativa de Yaya persistió—. A setecientos cincuenta kilómetros.
—Oh —dijo Yaya.
Se levantó y se sacudió del vestido una imaginaria mota de polvo.
—En ese caso, será mejor que nos pongamos en marcha —añadió.
Hilta se echó a reír. A Esk le gustó bastante aquel sonido. Yaya nunca reía, se limitaba a permitir que las comisuras de sus labios girasen hacia arriba, pero la carcajada de Hilta era la de alguien que ha meditado mucho sobre la Vida y había entendido el chiste.
—Marchaos mañana —sugirió—. Tengo sitio en casa, podéis quedaros conmigo, y mañana tendréis luz.
—No querríamos molestarte —aseguró Yaya.
—Tonterías. ¿Por qué no dais una vuelta mientras recojo el puesto?
* * *
El mercado de Ohulan surtía a varios pueblos, y el día de mercado no terminaba al anochecer. En vez de eso, todos los tenderetes se iluminaban con antorchas, y la luz se derramaba por las puertas abiertas de las posadas. Hasta en los templos se encendían lámparas para atraer a adoradores nocturnos.
Hilta se movía entre la multitud como una estilizada serpiente entre la hierba seca, con todo su tenderete y mercancía reducidos a un fardo sorprendentemente pequeño que llevaba a cuestas, y sus joyas tintineaban como un saco lleno de bailaoras de flamenco. Yaya trotaba como podía tras ella, con los pies doloridos por el desacostumbrado roce contra los guijarros.
Y Esk se perdió.
Le costó cierto trabajo, pero al final lo consiguió. Tuvo que esconderse entre dos tenderetes y luego escurrirse por un callejón. Yaya le había advertido profusamente sobre los innombrables horrores que poblaban las ciudades, demostración evidente de que la mujer no tenía la menor idea de cabezología, porque ahora Esk estaba decidida a ver uno o dos de ellos con sus propios ojos.
La verdad era que, al ser Ohulan un poco bárbara y sin civilizar, lo único que pasaba en la calle después del anochecer eran pequeños atracos, intercambios de aficionados en los centros de la lujuria, y borracheras que hacían que el interesado se desmayara, o cantara, o ambas cosas.
Según la poesía estandarizada, uno debería moverse por el mercado como un cisne blanco sobre las aguas de la bahía al anochecer, pero, debido a ciertas dificultades prácticas, Esk decidió moverse entre la multitud como un pequeño coche de choque, rebotando de cuerpo a cuerpo, mientras el extremo del cayado sobresalía más de un metro por encima de su cabeza. Hizo que más de uno se volviera, y no por haber recibido algún golpe: por allí solían pasar magos de vez en cuando, y era la primera vez que se veía a uno de metro veinte y con el pelo largo.
Si alguien la hubiera mirado con atención, habría advertido que a su paso sucedían cosas extrañas.
Por ejemplo, el hombre de las tres tazas vueltas del revés, que invitaba a una pequeña multitud a explorar con él el emocionante mundo del azar y la probabilidad en relación con la ubicación de un pequeño guisante seco. Fue difusamente consciente de que una figura menuda le miraba con solemnidad durante unos momentos, y luego un saco de guisantes brotó en cascada de cada taza que volvió. En pocos minutos, las legumbres le llegaban hasta las rodillas, y los problemas aún más arriba: de repente, debía a todo el mundo un montón de dinero.
Un monito desdichado se había meneado durante años al extremo de una cadena, mientras su propietario maltrataba los oídos de la concurrencia con un organillo. De repente, el animal se volvió, entrecerró los ojillos rojos, mordió a su propietario en la pierna, rompió la cadena y se escapó por los tejados, llevándose las ganancias de la noche en su taza de latón. La historia no ha dejado dicho cómo las gastó.
En un tenderete cercano, los patos de mazapán de una caja cobraron vida y pasaron sacudiendo las alas junto a la vendedora, para caer, graznando alegremente, al río (donde se derritieron antes del amanecer; así es la selección natural).
El tenderete en sí se alejó trotando por un callejón, y nunca volvió a ser visto.
El caso es que Esk se desplazó por la feria como un incendiario a través de un pajar, o un neutrón en un reactor, con perdón de los poetas, y un hipotético observador habría podido detectar su paso siguiendo el rastro de ataques de histeria y violencia. Pero, como sucede con todos los buenos catalizadores, ella no se implicaba en los procesos a que daba lugar, y para cuando todos los observadores no hipotéticos la buscaban, ya estaba en otro lugar.
Pero empezaba a cansarse. Yaya Ceravieja aprobaba la noche en términos generales, pero desde luego no permitía el desperdicio de velas… Si tenía que leer algo después de anochecer, solía convencer al búho para que se posara en el respaldo de la silla, y leía a través de los ojos del animal. Así que Esk solía irse a la cama cuando se ponía el sol. Y de eso hacía ya mucho tiempo.
Divisó un portal de apariencia amistosa. De él surgían alegres sonidos y una luz amarilla que bañaba los guijarros. Con el cayado, que aún irradiaba magia aleatoria como un faro demoníaco, se dirigió hacia la luz, cansada pero decidida.
El posadero del Artista Violinista se consideraba un hombre comprensivo, y era verdad: era demasiado estúpido como para ser cruel, y demasiado perezoso como para ser malvado. Aunque su cuerpo había viajado mucho, su mente nunca fue más allá de los confines de su cabeza.
No estaba acostumbrado a encontrarse frente a frente con cayados. Y menos si le hablaban con vocecilla aflautada y le pedían un vaso de leche de cabra.
Con cautela, consciente de que todos los ojos de la posada estaban fijos en él y de que había demasiadas sonrisas, se alzó por encima de la barra y miró hacia abajo. Esk miró hacia arriba. Directamente a los ojos, como le había dicho Yaya siempre: «Concentra tu poder en ellos, míralos, mira como una bruja, nadie gana en miradas a una bruja, excepto una cabra, por supuesto».
El posadero, cuyo nombre era Habilidor, se encontró mirando fijamente a una chiquilla que parecía bizquear.
—¿Cómo? —dijo.
—Leche —insistió la niña, todavía mirándole furiosamente—. Se saca de las cabras, ¿sabes?
Habilidor sólo despachaba cerveza, y según sus clientes la sacaba de los gatos. Ninguna cabra que se respetase habría soportado el olor del Artista Violinista.
—No tenemos —dijo.
Miró fijamente el cayado, y sus cejas se encontraron, conspiradoras, en la cima de su nariz.
—¿Por qué no mira? —pidió Esk.
Habilidor se bajó de la barra, en parte para esquivar la mirada, que le estaba haciendo llorar en simpatía, y en parte porque una horrible sospecha le estaba congelando la mente.
Hasta un camarero de segunda vibra al son de la cerveza que sirve, y las vibraciones que venían de los enormes barriles situados tras él ya no eran cantarinas. Retransmitían en una frecuencia más láctea. Abrió un grifo sólo por probar, y vio como un delgado chorro de leche caía al cubo situado abajo.
El cayado seguía asomando por encima del mostrador, como un periscopio. Habilidor habría jurado que también le estaba mirando.
—No la desperdicies —dijo una voz—. Algún día te hará falta.
Era el mismo tono de voz que utilizaba Yaya cuando Esk no demostraba entusiasmo ante un plato de nutritivos guisantes, hervidos hasta que soltaban hasta el último fragmento de vitamina, pero a los oídos hipersensibles de Habilidor no era una frase hecha, sino una predicción. Se estremeció. No se imaginaba un momento en que pudiera agradecer un vaso de leche. Prefería la muerte.
Y quizá la tuviera.
Secó cuidadosamente con el pulgar una jarra casi limpia, y la llenó de lo que salía del grifo. Era consciente de que buen número de sus clientes se marchaban tan silenciosamente como les era posible. A nadie le gustaba la magia, y menos en manos de una mujer. Nunca se sabía qué se le podía ocurrir.
—Tu leche —dijo—. Señorita —añadió rápidamente.
—Tengo un poco de dinero —dijo Esk.
Yaya siempre le había dicho: «Muéstrate dispuesto a pagar y no tendrás que hacerlo, a la gente siempre le gusta, es pura cabezología.»
—No, ni se me ocurriría cobrarte —se apresuró a decir Habilidor. Se inclinó sobre la barra—. Perdona, ¿te importaría… eh… devolverme el resto? Aquí la leche no tiene mucha demanda.
Se apartó un poco. Esk había apoyado el cayado contra la barra mientras bebía su leche, y el maldito trasto le ponía incómodo.
Esk le miró por encima de un bigote de nata.
—Yo no lo transformé en leche, sólo sabía que sería leche porque yo quería leche —dijo—. ¿Qué pensabas que era?
—Eh… cerveza.
Esk lo meditó un instante. Recordaba haber probado la cerveza una vez, y le había sabido como de segunda mano. Pero había otra cosa que, según la opinión general en Culo de Mal Asiento, era mucho mejor que la cerveza: una de las recetas mejor guardadas de Yaya. Era buena para la salud, porque sólo tenía fruta, además de muchas gotas de cosas congeladas o hervidas cuidadosamente dosificadas.