Ritos iguales (Mundodisco, #3) – Terry Pratchett

—¿Y quién quiere tocarlo? —replicó para ocultar su confusión—. No es más que un palo viejo.

—¿Es verdad que puedes hacer hechizos? —preguntó Gulta—. Hemos oído a Yaya decir que sí.

—Pues habéis dicho que no puedo —respondió Esk.

—Bueno, ¿puedes o no? —insistió Gulta, con el rostro colorado.

—A lo mejor.

—¡No puedes!

Esk miró a su hermano desde arriba. Quería mucho a sus hermanos, al menos cuando se acordaba, de una manera obediente, aunque generalmente los recordaba como una pandilla de molestias embutidas en pantalones. Pero había algo muy desagradable en la mirada de Gulta, algo similar a un cerdo, como si el chico se sintiera insultado por Esk.

Notó que su cuerpo empezaba a vibrar y, de repente, el mundo le pareció muy claro y nítido.

—Sí puedo —dijo.

Gulta miró a su hermana y al cayado alternativamente, con los ojos entrecerrados. Dio una patada al bastón.

—¡Un palo viejo!

Esk pensó que parecía un cerdito furioso.

Los gritos de Cern hicieron que Yaya y sus padres salieran a la puerta trasera, y luego bajaran corriendo por el sendero.

Esk seguía entre las ramas del manzano, con una expresión soñadora en el rostro. Cern estaba escondido detrás del árbol, y su cara no era más que un círculo en torno a un aullido rojo, desgarrador.

Gulta estaba sentado, bastante asombrado, sobre un montón de ropa que ya no le iba bien, y arrugaba el morro, olisqueando.

Yaya trepó por el árbol hasta que su nariz ganchuda quedó a la altura de la de Esk.

—No está permitido convertir a las personas en cerdos —siseó—. Ni aunque sean tus hermanos.

—No lo he hecho yo, sencillamente… sucedió. Además, no me negarás que es la forma más apropiada para él —replicó Esk.

—¿Qué pasa? —preguntó Herrero—. ¿Dónde está Gulta? ¿Qué hace aquí este cerdo?

—Este cerdo es tu hijo —explicó Yaya Ceravieja.

La madre de Esk dejó escapar un suspiro antes de desplomarse suavemente de espaldas, pero a Herrero no le cogió tan desprevenido. Miró atentamente a Gulta, que había conseguido escapar del lío de ropas y devoraba con entusiasmo las primeras frutas caídas, y luego a su única hija.

—¿Ha sido ella?

—Sí. O ha sido a través de ella —respondió Yaya, contemplando el cayado con gesto de sospecha.

—Oh.

Herrero contempló a su quinto hijo. Se vio obligado a admitir que la forma le pegaba. Sin mirar, extendió la mano y dio un golpe en la nuca al vociferante Cern.

—¿Puedes devolverle su cuerpo? —preguntó.

Yaya se dio media vuelta y clavó los ojos en Esk, que se encogió de hombros.

—Dijo que no podía hacer magia —repuso con tranquilidad.

—Sí, bueno, creo que ya lo has dejado bien claro —asintió Yaya—. Y ahora, le devolverás su cuerpo, señorita. Ahora mismo, ¿me oyes?

—No quiero. Ha sido antipático.

—Ya veo.

Esk la miró desde arriba, desafiante. Yaya la miró desde abajo, testaruda. Sus voluntades chocaron como un par de platillos, y el aire se espesó entre ellas. Pero Yaya se había pasado toda una vida doblegando a criaturas recalcitrantes y, aunque Esk era una adversaria sorprendentemente fuerte, era obvio que se rendiría antes del final del párrafo.

—Oh, vale —suspiró—. No sé por qué nadie se molesta en convertirlo en cerdo, con lo bien que lo hacía él solo.

No sabía de dónde había venido la magia, pero miró mentalmente en esa dirección e hizo una sugerencia. Gulta reapareció, desnudo, con una manzana en la boca.

—¿Quuu puasa? —preguntó.

Yaya se enfrentó con Herrero.

—¿Me crees ahora? —le espetó—. ¿De verdad piensas que puede quedarse aquí y olvidarse de la magia? ¿Te imaginas a su pobre marido, si llega a casarse?

—Pero tú siempre has dicho que las mujeres no podían ser magos —dijo Herrero.

En realidad, estaba muy impresionado. Yaya Ceravieja nunca había podido transformar a nadie en nada.

—Eso ya no importa —replicó Yaya, calmándose un poco—. Necesita entrenamiento. Necesita aprender a controlarlo. Por lo que más queráis, ponerle algo de ropa a ese crío.

—Gulta, ve a vestirte. Y deja de lloriquear —le ordenó su padre antes de volverse hacia Yaya—. ¿Dijiste que había una especie de escuela? —aventuró.

—La Universidad Invisible, sí. Para entrenar a los magos.

—¿Y sabes dónde está?

—Sí —mintió Yaya, cuyos conocimientos de geografía eran algo inferiores a los de física subatómica.

Herrero miró a su hija, que estaba de morros.

—¿Y la convertirán en mago? —preguntó.

Yaya suspiró.

—No sé en qué la convertirán.

* * *

Y así fue como, una semana más tarde, Yaya cerró la puerta de la casa y colgó la llave de su clavo en el excusado. Había enviado a las cabras a vivir con una hermana bruja que vivía colina abajo, quien también había prometido echar un Ojo a la casa. Culo de Mal Asiento tendría que arreglárselas sin bruja durante una temporada.

Yaya era difusamente consciente de que uno no encontraba la Universidad Invisible a menos que la Universidad Invisible se dejase, y el único lugar por donde empezar a buscar era la ciudad de Ohulan Cutash, un núcleo de un centenar de casas a unos veinte kilómetros de distancia. Allí iban una o dos veces al año todos los Asientanos verdaderamente cosmopolitas: Yaya sólo había estado una vez en su vida, y le pareció un lugar reprobable. Olía mal, se había perdido y desconfiaba de la gente de la ciudad, con sus costumbres ostentosas.

Consiguieron que las llevaran en el carro que llegaba periódicamente con metal para la herrería. Era destartalado, pero más valía eso que andar, sobre todo teniendo en cuenta que Yaya había cargado sus escasas posesiones en un gran saco. Se sentó sobre él para que fuera más seguro.

Esk se acurrucó acariciando el cayado y contemplando el paso de los bosques.

—Me dijiste que, Lejos, las cosas eran diferentes —dijo cuando estuvieron a varios kilómetros del pueblo.

—Y lo son.

—A mí estos árboles me parecen iguales.

Yaya los miró, desdeñosa.

—Ni la mitad de buenos.

En realidad, el terror se estaba apoderando de ella. En un momento de inconsciencia, prometió acompañar a Esk a la Universidad Invisible, y Yaya, que había aprendido lo poco que sabía sobre el resto del Disco gracias a rumores y a las páginas del Almanaque, estaba convencida de que se dirigían hacia terremotos, maremotos, plagas y masacres, muchas de ellas diurersas, o quizá aún peores. Pero estaba decidida a salir de aquélla. Una bruja depende demasiado de sus palabras como para volverse atrás de ellas.

Iba vestida de un sufrido color negro, y llevaba montones de horquillas y un cuchillo del pan ocultos en diversas partes de su atuendo. En los misteriosos estratos de su vestimenta viajaba también la pequeña reserva de dinero, reluctantemente cedida por Herrero. Los bolsillos de su falda tintineaban bajo el peso de los amuletos, y una herradura recién forjada, poderoso preventivo contra los problemas, se escondía en su bolso de mano. Estaba preparada para enfrentarse con el mundo.

El sendero descendente serpenteaba entre las montañas. Por una vez, el cielo estaba claro, las altas Montañas del Carnero se divisaban nítidas y blancas como novias del cielo (con su ajuar lleno de nubes tormentosas), y los muchos arroyuelos que bordeaban o cruzaban el sendero fluían perezosamente entre la hierba y las raíces.

A la hora del almuerzo, llegaron al barrio residencial de Ohulan (era un lugar demasiado pequeño para tener más de uno), que consistía en una posada y un puñado de casas pertenecientes a personas que no soportaban las presiones de la vida urbana, y minutos más tarde el carro las dejó en la plaza principal (la única) de la ciudad.

Resultó que era día de mercado.

Yaya Ceravieja se quedó plantada sobre los guijarros, insegura, agarrando con fuerza a Esk por el hombro mientras la multitud pasaba junto a ellas. Había oído que a las mujeres del campo recién llegadas a ciudades grandes les podían pasar cosas indecentes, y se aferró a su bolso hasta que se le pusieron blancos los nudillos. Si a algún varón se le ocurría siquiera saludarla, lo pagaría caro.

Los ojos de Esk brillaban. La plaza era un rompecabezas de ruidos, colores y olores. A un lado estaban los templos de las deidades más exigentes del Disco, y de ellos salían extraños perfumes que se mezclaban con los hedores del comercio en una compleja fusión de fragancias. Había tenderetes llenos de curiosidades tentadoras que se moría por investigar más a fondo.

Yaya dejó que la multitud las arrastrara. Los tenderetes también la intrigaban a ella. Los contempló, aunque ni por un momento bajó la guardia ante la posible presencia de rateros, terremotos y traficantes de sexo, hasta que vio algo vagamente familiar.

Había un tenderete cubierto, polvoriento, con toldo negro, encajonado en el estrecho espacio que separaba dos casas. Pese a su apariencia insignificante, parecía tener mucho público. Los clientes eran en su mayoría mujeres de todas las edades, aunque también vio a unos cuantos hombres. Pero todos tenían algo en común: ninguno entraba directamente. Parecían pasear junto a él hasta casi pasar de largo, y de pronto se metían bajo la sombra de su toldo. Un momento más tarde, salían apartando rápidamente la mano de la bolsa o el bolsillo, y competían por el título del Paseo Más Inocente del Mundo con tanta eficacia que cualquier observador dudaría sobre lo que había visto.

Era sorprendente que un tenderete desconocido para tanta gente resultara tan popular.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Esk—. ¿Qué compra todo el mundo?

—Medicinas —respondió Yaya con firmeza.

—Debe de haber muchos enfermos en las ciudades —repuso Esk con gravedad.

Por dentro, el tenderete era una masa de sombras aterciopeladas, y el olor a hierbas era tan espeso que se podría embotellar. Yaya tocó un montón de hojas con mano de experta. Esk se separó de ella y trató de leer los garabatos de las botellas que tenía delante. Conocía de maravilla la mayoría de los preparados de Yaya, pero no estaba familiarizada con ninguno de aquéllos. Los nombres eran muy graciosos: Aceite de Tigre, Plegaria de Doncella o Ayuda para el Marido, y un par de los tapones olían como la cocina de Yaya cuando había preparado alguno de sus destilados secretos.

Una forma se movió en los rincones sombríos del tenderete, y una mano oscura y arrugada se deslizó hacia la suya.

—¿En qué puedo servirte, señorita? —dijo una voz cascada, en tonos de jarabe de higos—. ¿Quieres que te cuente tu futuro, o prefieres cambiarlo?

—Viene conmigo —se apresuró a decir Yaya, dándose la vuelta—. Y los ojos te fallan si ya no puedes ver su edad, Hilta Fallacabras.

La sombra que Esk tenía delante se inclinó.

—¿Esme Ceravieja? —preguntó.

—La misma —replicó Yaya—. ¿Todavía vendes gotas de trueno y deseos a precio de ganga, Hilta? ¿Cómo te va?

—Mucho mejor ahora que te veo —dijo la forma—. ¿Qué te ha hecho bajar de las montañas, Esme? Y esta niña… ¿es tu ayudante?

—¿Qué vendes? —preguntó Esk.

La forma se echó a reír.

—Oh, cosas para impedir las cosas que no deben ser y para ayudar a las cosas que deben ser, cielo —dijo—. Esperad un momento a que cierre, enseguida estoy con vosotras.

La forma pasó junto a Esk envuelta en un calidoscopio nasal de fragancias, y abrochó las cortinas de la parte delantera del tenderete. Luego levantó las de atrás, dejando entrar el sol de la tarde.

—No soporto la oscuridad ni el aire viciado —dijo Hilta Fallacabras—, pero es lo que los clientes esperan. Ya sabes.

—Sí —asintió Esk—. Cabezología.

Hilta, una mujercita menuda y gruesa que llevaba un enorme sombrero decorado con frutas, miró a la niña, luego miró a Yaya, y sonrió.

—Exacto —asintió—. ¿Queréis tomar un té?

Se sentaron en los fardos de hierbas desconocidas, y bebieron algo fragante y verde en tazas sorprendentemente delicadas. A diferencia de Yaya, que vestía como un cuervo muy respetable, Hilta Fallacabras era todo encajes, chales, colores, pendientes y tantas pulseras que un simple movimiento de sus brazos sonaba como toda una sección de percusión cayendo por un acantilado. Pero Esk advirtió el parecido.

Era difícil de describir. No se las imaginaba haciendo reverencias ante nadie.

—Bueno —dijo Yaya—. ¿Cómo va la vida?

La otra bruja se encogió de hombros, haciendo que los músicos se tambaleraran de nuevo cuando ya casi habían conseguido volver a la cima.

—Como un amante con prisa, viene y va… —empezó.

Se detuvo al ver que Yaya le señalaba a Esk con los ojos.

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