Jon se envuelve en una toalla y se acerca a ella.
Pasan unos minutos, en los que ninguno de los dos dice nada. El foco del vestuario se refleja en los hombros de Jon, blancos y recubiertos de pecas anaranjadas, como el pelirrojo cabal que es. Antonia mira por encima de ellos, reprimiendo el deseo de arrancar del cuerpo de su compañero aquellos dos bultos que le sobresalen de la espalda.
—Aguado me ha dado esto para ti —le dice, enseñándole un móvil—. Y yo he ido a buscar esto a tu casa.
Jon ahoga un suspiro de agradecimiento y luego —con algo más de esfuerzo— uno de frustración, cuando saca el traje. Lo alza a la luz.
—Mi Dolce Gabbana verde petróleo —entona, con la voz más neutra de la que es capaz.
—No te lo había visto nunca.
—Porque no es un traje para trabajar, cari.
Antonia le mira, extrañada.
—¿Para qué tienes un traje que no es para trabajar?
Jon pone los ojos en blanco, recordando lo importante que es tener paciencia con Antonia, que viste como si hiciera la compra en un contenedor. Luego se pelea con la ropa. Cuando llega a la camisa, logra pasar un brazo por la manga antes de encontrarse en problemas. La maniobra para introducir el otro es complicada. Los puntos le tiran, y el dolor que le producen es poca cosa en comparación con el miedo.
Antonia, que sigue observando con su actitud de no hacerlo, comprende la situación enseguida. Se pone en pie, y se sube al banco.
—Ten cuidado. Te vas a escoñar, y para qué queremos más.
Sin hacerle caso, ella le sostiene la manga para que pueda vestirse. Repiten la operación con el chaleco, ven que no hay forma de colocar la corbata con el bulto en el cuello, terminan con la chaqueta. Antonia, pensando en la última vez que hizo algo así. Con su hijo, hace unas semanas. Jon, en algo muy distinto.
—Menudo escudero estoy hecho.
—No querría otro —responde ella, mientras acaba de ajustarle la solapa de la chaqueta.
—Tampoco es que estén haciendo cola en tu puerta, cari.
—Es algo incomprensible.
—A lo mejor es por la compañía.
—Tampoco estoy tan mal —dice ella. Y no es una afirmación.
Jon piensa, muy muy despacio, que el problema no es ella, que el problema es lo que hace. Y el caos que genera a su alrededor. Dicen los científicos que en la Tierra un hombre es alcanzado por un rayo cada diecinueve minutos. Jon sospecha que ese hombre es cualquiera que esté a menos de diez metros de Antonia Scott.
Piensa todo eso, pero en realidad dice:
—No, no estás tan mal.
Y eso zanja todo el agradecimiento o el consuelo que él es capaz de ofrecer, al menos por el momento. Por el rescate, y por esto. Que viene a ser lo mismo.
—¿Cómo te sientes?
El inspector Gutiérrez hace inventario: náuseas fuertes; un dolor sordo y persistente en la espalda a pesar del cóctel de antiinflamatorios y analgésicos que le ha metido la doctora; las piernas endebles como un mueble de Ikea.
—No estoy muy católico —resume.
—Es por tu nivel de azúcar en sangre. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?
Jon se acuerda perfectamente. Salía de casa, en dirección al wok de la calle del Olivar. La que iba a ser su última cena en Madrid.
Y al final, no.
4
Un kebab
Si el mundo se hubiese convertido en un desierto postapocalíptico en el que se hubiesen extinguido todas las vacas, y los cocineros del Etxebarri hubiesen convertido sus parrillas en espadas, incluso entonces Jon Gutiérrez se lo hubiese pensado dos veces antes de entrar en el local frente al que Antonia aparca el Audi A8.
—¿Kebab? Una polla me voy a comer yo un kebab.
—Es el sitio más cercano. Baja del coche, es una orden.
—No eres mi jefa. He dimitido.
—Que te bajes.
A Jon no le quedan fuerzas. Ni para discutir, ni de ningún otro tipo. Así que entra, jurándose que no va a probar bocado. Desde que era poco más que un adolescente y abrieron el Turkistan II —del I nunca hubo noticias— en Santutxu, Jon ha sentido un tremendo repelús ante aquella masa informe de carne semicocinada y giratoria. Solía hacer bromas con su cuadrilla sobre ello. Era agradable tener algo sobre lo que hacer bromas, ya que por lo general el objeto de broma era él. El marica fornido. Sin embargo, no le duró demasiado. En cuanto sus amigos tuvieron edad para emborracharse, el kebab pasó a ser el oasis salvador de la madrugada. O te mantenía todo dentro, o te ayudaba a sacarlo.
Para Jon, por tanto, el kebab era algo que se veía desde fuera o que potabas entre dos contenedores. Hasta que Antonia pone sobre la mesa —una de esas de color plateado a cuadraditos que siempre están cojas— dos platos de cartón y dos cocacolas. La lata ni la roza, para todo hay límites. Pero el rollo de carne con lechuga y salsa de color indeterminado desprende un olor que desmiente su aspecto, y Jon se descubre pegándole un primer y desconfiado mordisco. Treinta segundos después, el kebab ha desaparecido en el interior del inspector Gutiérrez.
—Tenías hambre —celebra Antonia, que sigue dándole pequeños mordiscos de pájaro al suyo.
—¿Qué era esta maravilla?
—Una mezcla de cordero, pollo y salsa de yogur, creo.
Jon agria el gesto, aunque sólo un poco.
—Tenemos que hablar sobre tu alimentación.
—Comida es comida.
—Si te oyera la amatxo, te ibas a enterar, cari. Madre mía, tengo que llamarla y explicarle…
Algo. No mucho. Lo suficiente. O mejor, nada, piensa Jon.
—No puedes hablar con ella.
—Tienes razón. Se pondría hecha un manojo de nervios, la pobre.
Antonia le da un sorbo a su refresco.
—No, digo que no puedes hablar con ella, literalmente. La hemos puesto a salvo.
—¿Qué dices?
—Un contacto de Mentor la ha recogido hace unos minutos. Se han subido a un coche y estarán unos días fuera de circulación, hasta que las cosas se aclaren.
Jon se pone en pie, alterado —y aún bastante torpe— y echa mano del flamante móvil que le ha dado Aguado. Por supuesto, al otro lado de la línea no responde nadie, aunque Antonia tiene dudas sobre si los gritos que pega no se oirán en la margen izquierda del Nervión sin necesidad de teléfono.
Cuando vuelve a entrar en el restaurante, ella tiene que hacer uso de toda su capacidad de persuasión para impedir que Jon le arrebate las llaves del Audi y se plante en Bilbao.
—Cálmate —dice—. Era necesario. Yo también he hecho lo mismo con mi familia.
Al oír aquello, Jon consigue calmarse un poco.
Antonia le explica cómo ha enviado lejos a la abuela Scott y al pequeño Jorge. Jon atiende sólo a medias, como si alguien le estuviese narrando unos sucesos completamente ficticios en una galaxia muy, muy lejana.
—¿No tienes miedo de que estén por ahí, sin poder comunicarse contigo, sin saber dónde están?
Antonia medita la respuesta mientras se termina el kebab. Porque la pregunta es de esas que hay que pesar, medir, hacerles el carbono 14 y usar el escalímetro.
—Sí que lo tengo. Pero tendría mucho más si estuviesen aquí, al alcance de ese psicópata sin escrúpulos. Sandra ya se llevó a Jorge una vez, y volvería a hacerlo.
—Aún no me puedo creer que se llevara al crío —dice Jon, meneando la cabeza. Unas visiones muy oscuras de la estación abandonada de Goya Bis vienen a su memoria. Visiones de él mismo intentando no saltar por los aires en un túnel plagado de trampas, mientras procuraba rescatar al hijo de Antonia. Las despacha con un resoplido. Al fin y al cabo tiene otros explosivos de los que preocuparse, mucho más cerca.
—Ése es su sistema. Encuentra la vulnerabilidad de una persona, y la utiliza en su propio beneficio.
—No es muy diferente de un extorsionador barato, entonces. En Otxarkoaga hay un tipo al que los polis conocemos bien. Le llaman el Banano. El cabrón tiene un método. Te roba el coche, y te llama por teléfono. Si no te presentas en tal sitio con quinientos euros en menos de una hora, le prende fuego al coche.
Antonia sonríe de medio lado.
—¿Cuál es tu plato favorito, Jon?
—Toma, ésa es fácil. Las kokotxas de la ama.
—Tu Banano se parece a White como ese kebab a las kokotxas.
Jon se limpia —es un decir— la comisura de los labios con una de esas servilletas en las que pone GRACIAS POR SU VISITA. El brillo en los ojos de Antonia no le gusta nada. Así que elige sus siguientes palabras con cuidado.
—Debe de haberme sentado mal la porquería esta. He creído detectar un tono de admiración en tu voz.
—Es la mente más brillante que nos hemos encontrado jamás, Jon. Mucho más inteligente que yo.
—También es un asesino. Es el hombre que dejó a tu marido en coma, y que me ha hecho esto —dice Jon, señalándose la espalda.
—Todo ello acciones que tienen más mérito que prenderle fuego a los coches.
Jon se rasca el pelo —ondulado tirando a pelirrojo, habíamos dicho— y respira hondo. Llenar ese torso enorme lleva unos cuantos segundos y bastantes litros de oxígeno. En este caso con aroma a grasa requemada y especias morunas.
—¿Mérito? Te juro que a veces no te entiendo, cari.
Antonia se cruza de brazos.
—Sus métodos son más complejos que los del Banano, eso es todo. Sólo así se explica que lleve tantos años en activo. Sin que nadie le haya detectado. O sin que nadie escuchase a quien lo hizo —dice, apartando la mirada.
Decir que Jon es de natural orgulloso sería como decir que su envergadura está por encima de la media. Jon lleva el orgullo como los baños de los noventa. Alicatado hasta el techo, y con flores de colores.
—Tendrás que reconocer que la historia de un asesino a sueldo fantasma era un poco difícil de creer.
—Supongo que ahora te costará menos, ¿no?
Jon encaja el golpe bajo en el sitio en el que se encajan los golpes bajos, y a la manera tradicional. Encogiendo un poco la cabeza y los hombros, y preparándose para devolverlo. Abre la boca, prepara el veneno, pero no llega a escupirlo. Ni a tragárselo. Se le queda a mitad de camino, corroyéndole la lengua.
Los dos permanecen en silencio durante unos minutos, evitando cruzarse la mirada, sin más compañía que el adormecedor ruido del televisor. En la pantalla hay un montón de gente poniéndose los cuernos unos a otros en no sé qué isla, así que tampoco es lugar en el que la vista encuentre reposo. Cuando se cansa de mirar la masa informe de carne semicocinada y giratoria, se levanta y sale del local.
Éste sería un momento excelente para empezar a fumar, piensa, cuando se descubre con dos manos desocupadas. Sin dinero, sin teléfono, sin cartera, y junto a un coche cuyas llaves no tiene. Tampoco es que vaya a darle tiempo a matarme.
5
Un compromiso
Antonia sale al cabo de un rato, tras despedirse del dueño en turco. Se acerca al coche despacio, con esos andares suyos, solitarios. Como si flotase en su propio espacio. Jon la ha visto andar así, evitando el más mínimo roce, incluso en mitad de una Gran Vía rebosante. Verla hacer lo mismo en una calle estrecha de un solo sentido de un polígono a las afueras le provoca a Jon una ternura y una tristeza infinitas, incluso en su situación.
—Escucha… —dice ella.
—Ya lo sé.
Ella le mira, extrañada.
—¿Qué es lo que sabes?
—Que no nos queda otra que trabajar juntos. Yo, porque si no, me matan. Y tú… porque sola duras menos que un dantzari en una cristalería.
—¿Eso es poco? —pregunta Antonia, algo confusa.
—Luego te mando un vídeo. En cuanto consiga aprenderme este cacharro nuevo.
—¿Y qué pasó con tu móvil, por cierto?
—Se lo quedaron ellos.
Antonia asiente, despacio.
—¿Qué es lo que recuerdas de las últimas horas?
—Lo mismo que le dije antes a la doctora, mientras me mirabais el culo. Alguien me abordó en la calle, y todo se volvió negro. Escuché hablar a gente, pero eran voces lejanas. Luego escuché la tuya. Y eso es todo.
—No es gran cosa. ¿Eso es todo lo que recuerdas?
Por supuesto que no.
También estaba el miedo.
El miedo. El miedo atroz, insoportable.
Porque Jon estaba dormido durante el proceso, pero no del todo inconsciente. No podía ver nada, apenas podía escuchar. Pero estaba despierto, al menos lo suficiente para saber que algo malo estaba ocurriendo. Algo malo, de lo que él era objeto. Recuerda intentar mover los brazos y las piernas, enviar la orden a su cerebro, y no obtener a cambio ninguna respuesta. Recuerda sentirse indefenso, violado. Recuerda el ruido del taladro al penetrar en su columna vertebral. La sensación del metal contra su cuerpo, contra los cimientos de su existencia, era desquiciante. Un sentimiento inexplicable.
Indoloro, pero aterrador.