Es como tocar acero recubierto de neopreno, piensa Antonia, en una analogía inútil.
Se inclina sobre él, prosiguiendo el examen, rodeándole con los brazos, haciendo fuerza con las piernas para poder mover el peso muerto y alcanzar la espalda y el cuello. Es entonces cuando las yemas de sus dedos notan la humedad, viscosa y caliente. Y debajo, algo que no debería estar ahí.
Es como tocar una bayeta empapada en aceite, piensa Antonia, en una analogía bastante más esclarecedora. Tiene el brazo atrapado, pero ya sabe lo que va a encontrarse cuando logre retirarlo.
Un instante después, tras un tirón final, lo comprueba. Sus dedos están teñidos de rojo oscuro.
Con una mueca de horror, Antonia comprende lo que aquellos animales han hecho con su compañero.
Aun así, el debate interno aún no ha concluido. Mira su móvil. Un aviso ahora aún le daría tiempo a Mentor a intentar localizar la salida más cercana, una ruta de huida.
Después vuelve a mirar los dedos manchados de sangre.
Vuelve a guardar el teléfono en el bolsillo, lentamente, como si estuviese realizando un esfuerzo que va más allá de lo razonable.
Y algo de eso hay.
2
Un reconocimiento
El inspector Gutiérrez está tumbado, boca abajo, en la camilla del módulo médico del cuartel. Bastante desnudo. Antonia y Mentor han tenido el buen detalle de darle un poco de espacio y han salido de la habitación. Ahora observan todo desde el otro lado del enorme ventanal abierto en el hormigón. El hecho de que la cara interior del ventanal sea un espejo no mejora las cosas. Tan sólo le da a Jon una información muy concreta acerca de la imagen que están viendo ahí fuera.
—Sabéis que sé que estáis ahí, ¿no? Estoy con el culo al aire —suena la voz de Jon a través del intercomunicador.
Antonia, algo cohibida, no sabe qué contestar. Nunca se ha llevado bien con determinadas situaciones sociales que requieren de una fineza especial, como ceder asientos en los autobuses, hacer cola en un baño público o hablar con tu compañero desnudo mientras le examinan porque tiene una bomba cosida debajo de la piel.
Los primeros años de su vida fueron un desierto árido. Cuando conoció a Marcos, él se había convertido en su apoyo, en su fuerza, en una especie de traductor Humanos/Antonia. Incluso cuando estaba en coma, ella le hablaba (bajito, despacio, cuando no estaban las enfermeras), le contaba sus problemas de conexión. El simple hecho de mencionarlos en voz alta servía como punto de partida para encontrar una solución.
Jon se había ido ganando gradualmente ese papel, pero ahora no servía de gran cosa. Así que Antonia se vuelve hacia Mentor.
—¿Qué se dice en estos casos?
Él, muy serio, le da instrucciones precisas.
—Pero no es cierto —dice Antonia.
Para qué preguntas qué haría yo si vas a seguir siendo tú, le dice el encogimiento de hombros de Mentor, así que Antonia aprieta el botón del intercomunicador y repite lo que le ha dicho Mentor.
—Tienes un culo precioso.
Jon suelta una carcajada de sorpresa.
Breve, seca.
Casi un aullido de dolor.
Que es en lo que se convierte el aire al final, cuando el diafragma, el serrato y los intercostales agitan la piel de su espalda, que protesta en los puntos en los que ha sido desgarrada.
No hay una, sino dos heridas en la epidermis del inspector Gutiérrez. Una en el cuello, en el punto en el que este se une con la espalda. Otra, en la espalda, cuatro dedos por encima del lugar donde Jon se abrocha el cinturón.
Cuatro cortes rectos, precisos, con forma de cruz. De unos ocho centímetros la primera, algo mayor la segunda. Los cortes han sido cosidos con hilo negro, grueso, que se ha abierto en varios puntos. Los nudos sobresalen de las líneas rojas de las heridas como larvas surgiendo de la tierra, boqueando en busca de aire.
Sobre ellas se cierne una plataforma metálica, movida por un brazo articulado. Éste se mueve y zumba alrededor de los cortes del inspector Gutiérrez, que se agita, incómodo.
—Si no se está quieto, tardaremos más.
Aguado está concluyendo el examen radiológico, usando un equipo portátil que emplea nanotubos de carbono.
—Cuesta más de cien mil euros —le había dicho Mentor a Aguado cuando se lo pidió.
—Si Scott se rompe un hueso, ¿vamos a apuntarla a la lista de espera en Radiología en La Paz?
Mentor no contestó. Como buen funcionario, se limitó a comprar el cacharro. A modo de pequeño y mezquino desquite, eligió el modelo pediátrico, idéntico en todo al normal, pero que venía con un vinilo con coloridos animalitos en la base del equipo. Aguado, que es de una sobriedad patológica, torció un tanto el gesto al verlo, pero no dijo nada.
Hasta ahora nadie se había roto ningún hueso, pero hoy por fin el desembolso parecía empezar a justificarse.
Cuando acaba el examen, Aguado rocía la espalda del inspector con clorhexidina alcohólica, y después emplea una aguja finísima para inyectarle un antibiótico.
—No tengo buenas noticias —dice, dándole una bata para que pueda cubrirse.
Hace un gesto hacia el espejo. Al cabo de un instante, entran Mentor y Antonia.
Jon aguarda, sentado en la camilla.
—¿Cómo está, doctora? —pregunta Mentor.
—Físicamente, muy bien, dadas las circunstancias. No hay conmoción, ni pérdida de sangre significativa.
—¿Y las malas noticias?
Aguado reproduce las radiografías que le ha tomado a Jon en un monitor que cuelga de la pared.
—El campo de visión de este equipo es más pequeño que una radiografía convencional, pero creo que nos haremos todos una idea.
En la imagen se muestra la zona superior de la columna vertebral del inspector Gutiérrez. La poderosa estructura ósea del vasco emerge, tras colisionar con los fotones emitidos en el frenado de los electrones libres, como en un tenebroso negativo fotográfico. Los huesos se muestran delicados, casi fantasmales. Un soplo podría disolverlos en nada.
En contraste con ellos, la estructura metálica fijada a sus cervicales parece nítida, rotunda, amenazadora.
—Como ven —dice Aguado, señalando con el bolígrafo— hay dos piezas de fijación visible y cuatro tornillos, entre la C3 y la C6. No parece que haya habido daños en la columna o en los nervios. Es un trabajo tosco, pero limpio.
Aunque los tornillos no son el problema, como saben todos. Soportada sobre los tornillos hay una estructura metálica, plana, no muy grande. Soldada de forma irregular, y con pequeños paneles que sobresalen. En una de las imágenes llega a intuirse un cable, que pasa por debajo y llega a la parte inferior del dispositivo.
—Lo que nos muestran los rayos equis no es gran cosa. La superficie es pequeña, y las piezas están encajadas dentro de un panel casi en su totalidad. Tornillos y unas piezas de acero comunes. Nada de titanio, ni materiales de los que se usan en medicina. Esas piezas son rastreables.
—¿Qué es lo que puede decirnos, doctora? —pregunta Mentor, que no deja de cambiar el peso de un pie a otro, fruto de la tensión.
—No soy una experta en artefactos explosivos. Pero soy capaz de reconocer, o intuir, varias cosas. Esto de aquí podría ser una antena GPS —dice, señalando el cable visible, que conduce hasta un cuadrado en la cara exterior—. El extremo es muy característico. Además, ha dejado a la vista el modelo —les muestra unos números impresos.
—Es decir, que White tiene acceso al dispositivo desde cualquier parte —dice Mentor.
—Y quería que lo tuviéramos claro —dice Antonia, señalando los números—. O hubiera tapado esto.
—¿Podemos sacar algo en claro del modelo?
—Cuesta ochenta céntimos en Aliexpress —dice Antonia, que lo acaba de comprobar en su iPad—. Y hay cientos de proveedores.
—No me puedo creer que…
—Antes de que continúes —le interrumpe ella—, debes saber que esta pieza es exactamente la misma que hay en los modelos de móviles de alta gama. Tan sólo la están vendiendo a su precio, sin pegarle una manzana.
Mentor se calla. Aguado corrobora lo que ha dicho Antonia, muy seria, y continúa con la explicación.
—Esta parte de aquí, más opaca y densa, es sin duda la carga explosiva. Está conectada a algo que no puedo ver, que hará las veces de detonador.
—¿Qué hay de la… potencia?
Mentor no lo dice, pero no hace falta. Se mantiene a una distancia prudencial de Jon. Bastante prudencial.
—No mucha, con ese tamaño. Quienquiera que diseñase esto, lo ha hecho para que, si explota, haya una sola víctima.
Antonia no lo dice, pero piensa en cómo los sistemas complejos se reajustan. La escalada. La policía compra semiautomáticas, los criminales compran automáticas. Se ponen chalecos antibalas, ellos usan balas perforadoras. Pones a toda tu familia y tus seres queridos a salvo, y ellos les taladran bombas a los huesos.
—¿Podemos desactivarla?
La forense mira al inspector, que no ha dicho ni una sola palabra desde que los demás han entrado en la sala. Se limita a mirar la pantalla con rostro inexpresivo.
—Quizás sería mejor que…
—Hable —dice él.
Aguado se vuelve hacia Mentor, y entonces Jon la agarra del brazo.
—Quiero saber cuáles son mis opciones.
Mentor le da permiso a la forense con un gesto. Ella les muestra la imagen del segundo dispositivo, el que tiene Jon en la parte baja de la espalda.
—Parecen casi idénticos, pero hay diferencias. Estoy segura de que esto es un sensor fotoeléctrico —dice Aguado, señalando una de las piezas visibles—. Y esto otro un módulo Bluetooth.
—En cristiano, doctora —pide Mentor.
—Lo que está diciendo —interviene Antonia, incapaz de resistirse— es que, si intenta operarle para extraer cualquiera de los dos dispositivos, el sensor fotoeléctrico podría activarse. Y el Bluetooth funciona emitiendo una señal de radio por proximidad. Con un alcance de unos quince metros.
—Creo que están emparejadas —aventura Aguado—. Si intentamos tocar una, la otra, o las dos, se activarán.
En ese momento, Jon se pone en pie. Sus pies descalzos hacen un ruido seco contra el suelo de cemento. Sin decir una palabra, sale de la habitación.
Antonia va a ir tras él, pero Mentor se interpone en su camino.
—Dale unos minutos, Scott.
Ella le mira sin entender. Está claro que Jon se encuentra angustiado, y ella sólo quiere ofrecerle su apoyo. Intenta rodear a Mentor, pero éste sigue taponándole el paso.
—Lo que tiene que hacer ahora, debe hacerlo solo.
3
Una ducha
Lo que tiene que hacer Jon Gutiérrez es llorar.
Puede que Jon sea sensible y dulce por dentro, con el interior relleno con un suave acolchado con estampado de caballitos poni, pero por fuera sigue siendo un policía vasco. Y los policías vascos no lloran delante de extraños. Ni de propios, si nos ponemos. Que hay cosas que son como son y no son de otra manera, hostias.
Así que Jon se mete en el módulo de vestuarios, que está vacío, y va derecho a las duchas del fondo. El proceso de desnudarse consiste en dejar caer al suelo la bata de hospital que le ha prestado Aguado. Dejar caer la amenaza debajo de la piel es más difícil, así que Jon se conforma con dejar salir el agua hirviendo, al máximo, apoyar las manos contra la pared, y dejar salir las lágrimas después. El llanto es un perro inmenso, que va mordiendo por dentro mientras no sale, y deja vacíos detrás, abismos de llenado incierto.
Pasan varios meses, o quizás media hora, mientras el chorro cae sobre su cuello y su espalda, golpeando contra los puntos de sutura, en los lugares donde alguien le ha insertado la muerte. Jon comprende que ya no le quedan lágrimas cuando a éstas las sustituye la rabia, y comprende que esto pasa porque cuando quiere darse cuenta está aporreando el lateral del cubículo con todas sus fuerzas. Por suerte para sus nudillos, los herrajes que sostienen el fenólico no resisten más que tres embates antes de que los puñetazos los arranquen de la pared.
Pasa la rabia, o quizás sólo el ímpetu que ayuda a que se manifieste, y queda el estupor. Jon se descubre a sí mismo desnudo, empapado, con sangre en las manos y la nariz llena de mocos. Frota las zonas críticas bajo el chorro, intentando arreglar el estropicio.
Cuando cierra el grifo y se da la vuelta, ve a Antonia.
Está sentada en el banco del vestuario, de lado, con la vista clavada en las taquillas. Con la actitud del sacristán cuando pasa la cesta en misa, o del camarero cuando te pide que pongas el número secreto de tu tarjeta de crédito. Esa actitud que uno tiene cuando quiere dejar claro que no está mirando.