El acento de colegio inglés y su gramática son inmutables. Antonia apenas puede creer que este hombre sea el mismo que le disparó a ella, que dejó en coma a Marcos, que ha secuestrado a Jon. El hombre al que ella lleva buscando desde hace años, y que de repente se ha materializado frente a ella.
Ha ensayado mentalmente qué le diría, y qué le haría, cuando llegara este momento. Lo ha ensayado una y otra vez, durante noches interminables. Decenas de líneas de diálogo, centenares de variantes.
Y, ¿ahora que ha llegado el momento?
Se ha quedado en blanco.
Está confusa, pero también furiosa. Siente el impulso irresistible de tocarse la cicatriz del hombro izquierdo. Una estrella irregular de cinco brazos, retorcidos, en el lugar donde la bala de White abandonó su cuerpo.
No lo hace, para no mostrar debilidad.
Aprieta los puños con fuerza bajo la mesa.
—Me he tomado la libertad de pedir por usted —dice el hombre, cuando el camarero se acerca con las infusiones. Aparta el libro para hacer sitio a un té verde. Es un ejemplar antiguo, del siglo XIX, encuadernado en piel. El título, repujado en oro, es Dinámica de un asteroide. El autor, ilegible.
Una taza de café aparece frente a Antonia.
Ella la observa con suspicacia durante un instante, pero deduce enseguida de que el riesgo de que esté envenenada es inexistente. Le da un sorbo al café, intentando ordenar sus pensamientos, calmar a los monos, impedir que la rabia la desborde, decidir una estrategia.
—Largo de leche, corto de café, como a usted le gusta —dice el hombre.
—Parece saber muchas cosas de mí.
—Son ya años de estudiarnos en silencio, en la distancia, señora Scott.
—Con resultados desiguales.
—No sea modesta, señora. El hecho de que dedujera mi existencia es un logro considerable.
Por ahora, la única estrategia que a Antonia Scott le viene a la cabeza consiste en
a) estrellar el plato bajo su taza contra el borde de la mesa
b) coger uno de los trozos afilados de cerámica resultantes, y
c) rajarle la garganta a ese arrogante y condescendiente imbécil.
Según sus cálculos, la probabilidad de que Jon Gutiérrez sobreviviera a ese curso de acción es del cero por ciento. Así que se contiene.
—No parece un logro tan grande. Ni siquiera sé su nombre.
—Señor White está bien —zanja él, abanicando el aire con la mano.
—Apasionado del anonimato.
—Apasionado de la libertad.
—Han pasado trescientos once segundos desde que he entrado por esa puerta. Si quiere mantener esa libertad, será mejor que vaya al grano.
White arquea una ceja ante la precisión. Comprueba el dato en su reloj, y esboza una sonrisa extraña, de dientes blanquísimos y perfectos. No es una sonrisa real. No hay luz ni sentimiento en ella, tan sólo músculos cambiando de postura sobre la cara.
—Es cierto lo que dicen sobre usted. Realmente es extraordinaria.
De alguna forma, el halago de aquel monstruo le resulta a Antonia más terrorífico que cualquier otra cosa que haya dicho antes. Siente un escalofrío, y mira de reojo a su alrededor, instintivamente.
—Ah, tiene usted razón. Demasiada gente, ¿verdad? —aprecia White.
Alza la cucharilla, la agita brevemente en el aire, como un director de orquesta, y la golpea cuatro veces contra la taza. Despacio.
Clin.
Clin.
Clin.
Clin.
Antes de que el último de los sonidos se haya extinguido, todos los ocupantes del café se han puesto en pie y se dirigen hacia la puerta, dejando atrás hasta la última de sus pertenencias. Incluido el camarero. El movimiento es tan repentino, tan breve, tan fantasmagórico e irreal, que cuando todos se han ido es como si nunca hubieran estado ahí.
Mirando al local desierto, Antonia siente, al mismo tiempo, miedo y otra cosa.
Una punzada de admiración, por ponerle un nombre.
Surge desde la parte más racional de su cerebro, la parte más grande y presente. La parte que comprende la enorme energía y habilidad que ha desplegado un truco como el que acaba de presenciar. Y, por esa punzada de admiración, se cuela un resquicio de reconocimiento.
Es mejor que ese hombre crea que le tiene miedo. Dejar que la parte atávica de su cerebro, la más pequeña y escondida, pase a un primer plano, se asome a sus ojos y tiña su voz del ocre desvaído de la angustia.
No le cuesta demasiado.
—De acuerdo, White. Lo ha dejado muy claro. Usted tiene el control.
La sonrisa de White se hace un diente más ancha, un diente más cruel. Es una sonrisa mucho más fea, pero infinitamente más real que la anterior.
—Al fin se ha dado cuenta.
Antonia intenta rehacerse, ganar tiempo.
—No voy a matar para usted.
—¿Le he pedido yo eso?
—Entonces, ¿que es lo que quiere?
—Muy sencillo. Quiero que haga lo que mejor sabe hacer. Quiero que resuelva tres crímenes y que haga justicia.
10
Un encargo
Antonia se queda paralizada. Aquella petición era lo último que habría podido esperarse.
—¿Por qué quiere que resuelva crímenes?
—¿No es eso lo que usted hace?
—Exacto. Y lo contrario de lo que hace usted.
White parece reflexionar durante unos segundos, mirándose las uñas de perfecta manicura, al extremo de unos dedos largos y delicados.
No puede evitar pensar en las manos de Marcos, que sostuvo entre las suyas por última vez no hace muchas horas. Dedos nudosos, palmas cuadradas. Manos de hombre, manos de escultor. Manos que habían perdido la fuerza y la vitalidad por culpa de esas otras.
Si hubiera unas manos más opuestas en el mundo a las de Marcos, serían éstas, piensa Antonia, asqueada.
—Me temo que se ha formado una opinión muy equivocada de mí, señora Scott.
—Usted es un asesino a sueldo que chantajea a inocentes para que le hagan el trabajo sucio.
White menea la cabeza y chasquea los labios, como si el apelativo le resultara ofensivo.
—Confunde los medios con el fin.
—Pues sáqueme de mi error.
—Saldrá usted sola, muy pronto. Ahora me temo que nuestro tiempo está acabándose —dice, consultando de nuevo su reloj—. Esta misma noche recibirá un mensaje con las instrucciones sobre su primer encargo.
—Supongo que lo siguiente que me dirá es que si hago todo lo que me pide, me devolverá intacto a mi compañero.
—Suena a que no confía en mí.
—¿Lo haría usted?
White se queda mirando a Antonia, muy fijamente. Sus pupilas minúsculas, como dos cabezas de alfiler, ejercen un efecto hipnótico. Antonia experimenta en sus propias carnes lo que debe sentir un ratón frente a una víbora.
No intuye el peligro que se le aproxima por detrás hasta que es demasiado tarde.
Hasta que siente el cañón de la pistola entre los omoplatos, y un aliento cálido y seco en el cuello. Escucha una aspiración lenta, prolongada.
—Hueles distinto cuando duermes —susurra Sandra junto a su oreja.
Antonia siente un peso en las tripas, una bola gélida compuesta de asco y odio. Lo que siente por White palidece frente a la reacción primaria que le provoca la mujer que secuestró a su hijo. Permanece muy quieta, recta, mientras Sandra rodea la mesa con elegancia y se coloca junto a White, que ya se ha puesto en pie.
De cerca, y a la luz de los focos del café, el rostro de Sandra no le parece tan amable.
Lleva el pelo oscuro salpicado de gris aquí y allá, recogido hacia atrás con tanta presión como los grilletes de un asesino.
El cañón de la pistola sigue apuntándola.
—Es la hora —le dice a White.
El otro le dedica una mirada exasperada, y se vuelve hacia Antonia.
—Mi querida señora, pronto recibirá el mensaje con mi encargo. Debo avisarle, naturalmente, de que no debe intentar seguirnos, ni hacer una llamada advirtiendo de nuestra posición. Dentro de diez minutos podrá usted abandonar el local. Ni un segundo antes.
White hace ademán de marcharse, pero luego añade, como si se le acabase de ocurrir.
—Una cosa más. Para asegurarme de que afronta mi encargo en las mejores condiciones, me gustaría hacerle un regalo de despedida.
Antonia se gira, en la dirección en la que señala el dedo de White.
Y no puede creer lo que ve.
Desmadejada sobre una silla de ruedas hay una figura que reconoce enseguida. A pesar de que lleva la cabeza tapada por una capucha de tela, el volumen torácico de su dueño es inconfundible. No es que esté gordo.
Su sorpresa es tan grande que apenas presta atención a la última frase de White, antes de que su dueño desaparezca en la trastienda.
—Porque… ¿Qué sería Antonia Scott sin Jon Gutiérrez?
SEGUNDA PARTE
JON
—Al menos murió haciendo algo que amaba.
—Preferiría morir haciendo algo que odio.JERRY SEINFELD
1
Una silla
A Jon Gutiérrez no le gustan los secuestros.
No es una cuestión de estética. Por regla general, los secuestros conllevan menos sangre y violencia que los asesinatos, al menos en su fase inicial. Un secuestro es una ausencia, en su mayor parte.
Está, por supuesto, la violencia que sufre la víctima, recluida contra su voluntad en un lugar oscuro y estrecho. Y el dolor que sienten los que aguardan al ausente. Cada instante de espera, cada segundo transcurrido, va encogiéndoles más y más, hasta transformar su ansiedad y su miedo en un único punto candente. Un agujero negro de angustia y desesperación, que devora todo.
Nada de todo eso molesta a Jon de los secuestros, porque está acostumbrado a lidiar con las ausencias (su padre les abandonó siendo niño), con los lugares estrechos (es gay) y con el drama de los familiares (es inspector de policía).
Lo que a Jon Gutiérrez le jode de los secuestros es que lo secuestren a él.
Ya no puede uno andar por la calle sin que le metan en un coche con una bolsa en la cabeza, piensa Jon. Esto en Bilbao ya no pasa.
Lo piensa tirando a despacio, porque todavía está despertándose. Su cuerpo está tardando en eliminar el anestésico. Escucha voces a tres millones de años luz —la oscuridad en torno como un túnel—, intenta moverse, pero nada le responde. Tiene miedo, pero es un miedo ajeno, como de prestado. Un miedo de alquiler, igual que el que se siente él ahora mismo dentro de su propio cuerpo. La garganta irritada, con textura de after hour, y la vejiga a reventar.
De pronto, la tela que le cubre el rostro desaparece. El telón de arpillera es sustituido por una cara borrosa pero bastante familiar.
—¿Me has echado de menos?
—De sobra sabes que eres la primera —responde Jon, entre toses, intentando meter aire de nuevo en sus pulmones.
Incluso en los márgenes de su borrachera de Propofol y Fentanilo, el inspector Gutiérrez aprecia un hecho, incontrovertible y sereno. Jamás en la vida se había alegrado tanto de escuchar una voz como se alegra ahora de escuchar a Antonia Scott.
Ella observa a Jon con preocupación. Su desorientación, las pupilas contraídas y la ataxia son compatibles con la intoxicación por anestésicos, pero también con una conmoción cerebral y otro par de cosas más, potencialmente letales.
—¿Cuántos dedos ves? —dice ella, alzando la mano.
—Quince o veinte.
Antonia encoge tres dedos y deduce que el margen de error de trece a diecisiete es demasiado exagerado como para deberse a fallos neuronales. Lo achaca, por tanto, al humor, señal de que su compañero está lo suficientemente bien como para que ella continúe con su trabajo.
Se lleva la mano al bolsillo, en busca de su teléfono.
—Tengo que avisar a Mentor. Aún estamos a tiempo de coger a este…
Jon se inclina hacia ella. Intenta agarrarla por el antebrazo, pero falla la primera vez. A la segunda, consigue ponerle encima una mano del tamaño, forma y peso de una paella rellena de piedras.
—No… no llames.
Antonia le mira sin comprender.
—¿Has perdido el juicio?
El inspector Gutiérrez menea la cabeza.
—Será mejor que me des una buena razón.
Jon abre la boca, con un esfuerzo extremo. Siente el cuello como si fuese de plastilina, incapaz de sostener una cabeza que, de normal, ya tiene una densidad considerable.
—Bomba —consigue decir.
Ella parpadea cinco veces, a toda velocidad.
—Ésa es, efectivamente, una buena razón —dice.
Pero Jon no puede oírla. Se ha desmayado.
Antonia se agacha bajo la silla. Es un modelo corriente, plegable, de tela. De los que se puede comprar en cualquier farmacia o tienda de ortopedia por menos de cien euros, o robar de cualquier pasillo de hospital a un coste aún menor.
No hay nada debajo del asiento, ni pegado al respaldo.
No parece que en los tubos de aluminio haya demasiado sitio para esconder nada.
Así que vuelve su atención al propio inspector Gutiérrez. Su traje de Tom Ford favorito —solapas de pico, bolsillo con ribete en el pecho, bolsillo con solapa en la parte delantera, corte recto, negro, de lana— está arrugado y sucio. La camisa de algodón egipcio, antes blanca, es ahora de un gris desvaído. Antonia palpa el pecho, pero a través del tejido no encuentra otra cosa que la dureza de sus enormes músculos, bajo una capa exterior más bien mullida.