En el último instante, abre los ojos.
No puede ver nada.
Todo es un borrón acelerado. Hecho de viento, de oscuridad, de la nada hacia la que se dirige.
Pero, incluso cayendo, Antonia Scott simplemente se niega a golpear contra el suelo.
Contra lo que golpean el cuerpo de White y el suyo es contra el gigantesco colchón inflable del Parque de Bomberos #11 de Hortaleza. El mismo que tan específicamente había indicado a Ruano en la nota que le pasó en el coche, hace tan sólo tres horas.
Ignore todo lo que le he dicho antes. Acuda al Parque de Bomberos #11 de Hortaleza y consiga el inflable antisuicidios y personal que le ayude. Despliéguenlo en el suelo, en la esquina del edificio más cercana al quiosco de prensa de Torre Espacio. A una distancia exacta de dos metros de la pared del edificio. Porcentaje de dureza: 92%. Exactamente dentro de dos horas y cincuenta minutos, no antes. Entonces detendrá al hombre que mató a su compañero.
Ruano había seguido las instrucciones de Antonia al pie de la letra. Setenta y ocho palabras exactas, pero nada fáciles de cumplir. El jefe de Bomberos del #11 de Hortaleza discutió con él durante más de una hora hasta que se dejó convencer de que sacara su carísimo equipo en dirección a lo que parecía una broma. Y no sólo necesitaba su ayuda para que le entregara el colchón, sino también la de otros ocho bomberos para transportar y desplegar los 371 kilos de goma y tela que pesaba, y manejar el tiempo de inflado, que era de varios minutos y requería a un especialista para calibrar el porcentaje de dureza. Al final, lograron tener listo el dispositivo tan sólo un par de minutos antes de que dos cuerpos saltaran al vacío desde el piso dieciocho del rascacielos, ante la mirada atónita del jefe de bomberos y de sus seis hombres.
Antonia tampoco lo tiene nada fácil.
Incluso con el colchón antisuicidios.
Incluso firmemente agarrada a White para concentrar la masa.
Incluso con todas las veces que ha anticipado un momento como éste durante sus sesiones de tres minutos.
Nada la ha preparado para algo así.
El choque es brutal, aterrador.
El estómago de White le golpea en la cara con el primer rebote, partiéndole la nariz y llenándole la boca de sangre, mandando minúsculas gotas escarlata en todas direcciones.
La fuerza del impacto envía los cuerpos de ambos a una altura de casi seis metros.
Separándoles.
Haciéndoles cruzarse en el aire.
El antebrazo derecho de Antonia impacta con el rostro de White, rompiéndose, y fracturando el pómulo del asesino, que pierde el conocimiento en ese mismo instante.
Cuando caen de nuevo sobre el colchón, el segundo rebote les mandó el uno contra el otro, rodando en un abrazo deslavazado que termina con los dos en el centro de la goma.
Maltrechos, pero vivos.
Antonia, antes de perder a su vez el conocimiento, puede ver las esposas del agente Ruano cerrándose sobre las muñecas de White.
Quiere añadir toda clase de precauciones, de avisos, de prevenciones.
Le es imposible.
La oscuridad se adueña de ella.
EPÍLOGO
Una convalecencia
A partir de ahí, las cosas fueron bastante aburridas.
Antonia acabó en el hospital. Hubo que operarla de urgencia aquella misma noche para volver a colocar el hueso del brazo en su sitio. Resultó que tenía rotas también tres costillas, que le provocaban un daño insoportable. Pese a todos los ofrecimientos de los médicos, no aceptó ninguna medicación para el dolor.
En lugar de eso, se dedicó a hacer llamadas, tan pronto como despertó. El primer asunto —encontrar a Aguado— fue infructuoso. A la forense se la había tragado la tierra. Decidió posponerlo.
El segundo asunto era más importante.
Habría ido en persona a encargarse de los detalles, pero había un policía en la puerta puesto ahí para evitar ese punto concreto. La ausencia de Mentor complicó mucho el proceso, pero Antonia no es de las que se dan por vencidas fácilmente.
El propósito de sus llamadas —largas y extenuantes para todos sus interlocutores— fue desarrollar un protocolo específico para evitar que el señor White escapase.
—Le aseguro que… —comenzaban todas las conversaciones.
—Le aseguro yo a usted que, si no obedece al pie de la letra mis instrucciones, la seguridad de usted y de toda su familia está en riesgo.
En los casos más desesperados, Antonia obligaba a un contacto suyo de la Agencia Tributaria a llamar al reticente. Nadie, ni siquiera los más honrados de ellos, se resistió a esa amenaza.
—Es usted una mujer cruel. Pero se hará lo que dice.
—Me alegro, porque tengo una nueva sugerencia. Un único envío de comida al día. Se depositará en la primera habitación. La primera puerta se cierra, se abre la segunda. En ningún momento se permitirá a ninguno de los celadores tener contacto directo con el preso, ¿de acuerdo?
—Está bien, señora. Jesús, qué carácter.
—Con esto a lo mejor son capaces de retenerlo cinco semanas —dijo Antonia, tras unos cálculos rápidos—, mientras buscamos algo definitivo.
—¿Cómo que definit…?
Antonia colgó, sin despedirse. Tenía otra llamada, una que estaba esperando con el corazón encogido.
—Buenos días.
—Me han dejado un mensaje en recepción diciendo que llame a este número —respondió Carla Ortiz.
—¿Cómo sabías que no era una trampa?
Antonia no se había atrevido a pactar ningún modo de comunicarse con Carla tras su huida para poner a salvo a su familia, ni tampoco un código. Ninguno le parecía lo suficientemente seguro. Le había dicho «Yo te encontraré», creyendo genuinamente que eso pasaría. Pero sin tener ni la más remota idea de cómo hacerlo.
Después de que White le dijera que estaban en San Salvador, esa tarea se había vuelto más fácil. Había dejado un mensaje en recepción, porque era muy tarde cuando llamó. Pero había añadido un toque que le recordaría a Carla la aciaga noche en el túnel.
—Al parecer, la persona que dejó el mensaje pidió que dibujase debajo un pato.
—¿Lo ha hecho bien? La mayoría de la gente no sabe dibujar.
—El animal era reconocible, si exceptuamos que lo ha dibujado fumando —rio Carla—. Creo que hay dos personas que quieren hablar contigo. Pero antes dame buenas noticias.
—Volvéis a casa.
—¿Se ha acabado?
—Se ha acabado.
Carla soltó un suspiro de alivio y le pasó el teléfono a Jorge.
—¡Mamá, he ido en avión! Nos pusieron una película. Es mi película favorita ahora. ¿Sabes cuál es?
Antonia no lo sabía, le dijo. Pero estaría encantado de saberlo.
¿Y Jon?
El inspector Jon Gutiérrez se despertó en el hospital, con más incertidumbre y hambre que dolor de cabeza. Lo primero que hizo fue preguntar por Antonia y por Sandra. En cuanto le confirmaron que una estaba viva y la otra muerta, entró en juego el apetito. Hubo que recurrir a varios enfermeros para impedirle bajar a la cafetería a por un sándwich al grito de «estoy perfectamente, sólo ha sido un golpe de nada». Se negó a probar bocado de los platos insípidos y descoloridos que le ponían delante, alimentándose a base de manzanas y yogures, lo único que le inspiraba cierta confianza.
Al final, fue la propia Antonia —con un brazo en cabestrillo y la bata de hospital dejando asomar las bragas— la que acabó yendo a un restaurante cercano a buscarle algo decente que comer.
—Cinco huevos fritos y tres chorizos —dijo Jon, con voz neutra, cuando abrió el recipiente plástico del restaurante.
—Me ha parecido apropiado. Si quieres puedo bajar a por otra c…
Antonia detuvo su ofrecimiento cuando vio a Jon atacar los huevos, con lágrimas en los ojos.
La operación para quitarle los dos artefactos explosivos de la columna era más sencilla ahora que habían desactivado algunas de las defensas de White, pero aun así Antonia hizo venir a un neurocirujano desde Estados Unidos para asistir en la intervención. En el quirófano había siete personas, y otros nueve expertos ayudaron conectados en línea desde diversos puntos del planeta. Cuando el último de los tornillos cayó en la cubeta de acero con un satisfactorio chasquido metálico, hubo un suspiro de alivio generalizado del que Jon no fue nunca consciente.
Tampoco se enteró de gran cosa en la conversación posterior con el cirujano. Entre los restos de la anestesia y que el hombre hablaba en extranjero, Jon apenas captó unas pocas frases. Algo como que había estado en la cárcel, y que ahora estaba terminando de escribir un libro que se publicaría pronto. Jon supuso que el tipo le estaba tomando el pelo, pero le dio las gracias con mucha amabilidad, en su mejor inglés de Santutxu. Aparte del zenkiu, zenkiu very much, dudó que el médico captase gran cosa tampoco.
Aún permaneció unos días más en el hospital. Esta vez con visita inesperada. La mismísima amatxo, que había roto su promesa de no cruzar nunca la frontera invisible del Duero. Y allí se presentó, mirando de reojo a Antonia al entrar, como con desconfianza. Mandándola a su casita, que estarás cansada, hija, ya me ocupo yo, cúrate ese brazo. Sacando de la bolsa una tartera de kokotxas, y una bolla de pan de la panadería del Gorka, ya sabes, el primo segundo de Maider. Un chaval majísimo, creo que está soltero, ya sabes, por si te da por dejar tu importantísimo trabajo en la capital y volverte a tu tierra, con tu familia, que parece mentira. Y él, que si tienes una foto del Gorka, amatxo. Y ella, pues mira, casualmente. Y Jon miró —estalqueó— la página de Facebook de la panadería Gorria, al lado del metro de Basarrate. Y al panadero, sonriente a la cámara, con una baguette enorme en cada mano.
Y a Jon le entró una terrible morriña, que no había forma de calmar. Y agarró la mano de amatxo, tiró de ella hacia él, le dio un beso en la frente y le dijo algo.
Y amatxo se alegró mucho al escucharlo.
Y los dos se echaron a llorar.
Un principio
Antonia Scott sólo se permite pensar en el suicidio tres minutos al día.
Para otras personas, tres minutos pueden ser un período minúsculo.
No para Antonia.
Los tres minutos en los que Antonia piensa en maneras de morir son sus tres minutos.
Son sagrados.
Antes eran lo que la mantenía cuerda, ahora son su tecla de escape. Le ordenan la mente. Le recuerdan que, por mal que se ponga el juego, siempre podrá ponerle fin. Que siempre habrá una salida. Que puede intentarlo todo.
Ahora los vive casi con optimismo. Le han salvado la vida.
Especula con ellos como el poseedor de un décimo que se gasta mentalmente el premio gordo la noche antes del sorteo. Como un adolescente sediento con el momento misterioso del primer beso.
Son sagrados. Le recuerdan que, por doloroso que sea caer desde muy alto, primero hay que haber subido.
Por eso no le gusta nada, nada, cuando unos pasos que conoce muy bien, un piso más abajo, interrumpen el ritual.
Antonia está segura de que viene a despedirse.
Y eso le gusta aún menos.
A Jon Gutiérrez no le gustan las escaleras.
Por eso decide subir a casa de Antonia en ascensor.
Pero se baja un piso antes. Por mantener la tradición. Por hacer ejercicio. Por ir avisándola.
Los últimos cuatro escalones los sube al trantrán, debido al ajetreo de los últimos días, el agotamiento y la falta de costumbre. No es que esté gordo.
Cruza la puerta del piso —verde, descascarillada, antigua de narices—, abierta de par en par, y recorre el pasillo hasta el final.
Antonia Scott está sentada en el suelo, en mitad de la habitación, en la posición del loto. Mirándole con extrañeza.
—¿Has venido a despedirte?
—He venido a decirte que hace dos días recibí una llamada. Por un puesto de trabajo.
—Ah —dice Antonia.
Jon alarga el momento. Es agradable, por una vez, encontrarse al otro lado de la incomodidad de Antonia Scott.
—Me costó un poco entenderme con ellos. Hablaban en un español muy malo. Y yo, de francés, ni papa.
Ella le mira, aguardando. Sin acabar de atar cabos. Otra novedad, en un día lleno de maravillas.
—¿Te vas a Francia?
—Cari, por Dios. No es el único país donde se habla francés.
Nada. Ni un solo signo de reconocimiento. Sólo esa cara neutra, expectante. Que, con tiempo, esfuerzo y generosidad, uno podría aceptar como humana.
—Llamaban de Bruselas.
—Ajá —dice Antonia, aún sin comprender.
—Los jefes de equipo restantes están poniendo el proyecto de nuevo en marcha. Habrá menos recursos. Menos dinero. Menos países involucrados. Pero siguen considerando Reina Roja como un proyecto estratégico.