Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Un hombre vestido de chaqueta y corbata aparece en la puerta.

Es un miembro del servicio de seguridad de la embajada. Antonia lo recuerda. Cabeza rapada, pinganillo en la oreja. Expresión indescifrable.

Ahora la expresión es otra.

—Muchas gracias por el tour —dice una voz de mujer, tras él.

El hombre da un paso adelante, medio trastabillado, medio empujado.

Antes de que pose el segundo pie en el suelo, suena un disparo.

El hombre se desploma en el suelo. En el lugar en el que antes había una vida, aparece Sandra. Con una sonrisa más ida que nunca, entra en el despacho.

Detrás, con paso elegante y tranquilo, aparece White.

—Ya ha escuchado a su hija, embajador —dice, apuntando con una pistola directamente a la cabeza de Antonia—. Le ruego encarecidamente que le haga caso y le entregue lo que le ha pedido.

21
Una palabra yagán

Durante un instante, todos se quedan mirando, congelados.

Mamihlapinatapai, piensa Antonia.

En yagán, idioma que habla una tribu nómada de Tierra del Fuego, el ojo encallado.

Una mirada entre personas que aguardan que las demás inicien una acción que todas desean, pero que ninguna se atreve a iniciar.

Entonces el hechizo se rompe.

22
Dos cuadros

—Aquí hay demasiada gente —dice Sandra.

Apunta el arma hacia Chase, y aprieta el gatillo de nuevo. La detonación resuena en las paredes de teca, y una flor roja se abre en el centro del pecho del guardaespaldas, que cae hacia atrás en la silla. Jon hace un intento de sacar su propia arma, pero se encuentra con el cañón de Sandra a dos palmos de los ojos.

—Inspector, por favor. Muy despacito y usando sólo la punta de los dedos.

Jon traga saliva, y obedece, con los dientes apretados. Se desabrocha la chaqueta y le entrega el arma a Sandra, que la hace desaparecer en el interior de su gabardina.

—¿Por dónde íbamos? —pregunta White, dando otro paso hacia Antonia—. Ah, sí. Embajador, cuando le sea más conveniente.

—No puedo —dice sir Peter.

Su tono de voz no es lo bastante convincente para White, que da otro paso hacia Antonia y le apoya el cañón del arma en la sien.

—Está usted en su derecho a negarse, por supuesto. Me temo que las consecuencias serán bastante obvias.

—No lo hagas, padre —dice Antonia.

El metal de la Glock no parece moverse, sólo hay un ligero siseo, y un choque sordo. La cabeza de Antonia se agita, y un rectángulo rojo aparece en su frente, ahí donde el arma de White le ha golpeado. Un hilo de sangre le desciende por la cara, acelera en la cuenca del ojo y acaba recorriendo el mismo surco empapado que había abierto la lágrima que había derramado Antonia antes.

—Yo le sugiero lo contrario —dice White, con la mirada gélida.

Sir Peter se pone en pie con dificultad.

—¿Qué es lo que va a hacer con ello?

—Nada de su incumbencia, embajador. Pero, en honor a nuestra antigua relación comercial, le comentaré que hay varios compradores interesados. Gente poco recomendable. Resumiendo, voy a ser extraordinariamente rico. Se acabó la consultoría para mí.

—Al final no es usted más que un vulgar ladrón —dice Antonia, volviéndose a mirarle.

White rodea a Antonia y se coloca al otro lado del escritorio, cerca del enorme ventanal, de forma que pueda apuntar al mismo tiempo

—Me duele, señora Scott. Me duele, lo reconozco. Me duele mucho que no imagine que tendré mi propia copia de ese juguetito. A una escala modesta, nada como lo que harán con él Pekín o Moscú. Pero suficiente para seguir trabajando en mi verdadera pasión.

White abre mucho sus ojos fríos y muertos, disfrutando por anticipado de su victoria.

—Y ahora, sir Peter, si es tan amable…

El embajador se gira hacia el cuadro situado detrás de su escritorio. De un metro de alto por setenta centímetros de ancho, muestra dos árboles muertos y resecos en primer plano, y una catarata brumosa al fondo. Una reproducción, por supuesto. La acuarela original está en la Tate Gallery, a menos de seis millas del lugar donde Turner la pintó en 1802.

Lo cual es una suerte, porque esta reproducción no es más que una puerta montada sobre dos bisagras ingeniosamente ocultas. Que, al girarse, muestran una caja fuerte.

—Un clásico imperecedero. Mucho cuidado al abrirla, embajador.

Sir Peter introduce la combinación y después su huella dactilar en un sensor rojizo en el lateral de la puerta. Ésta se abre con un chasquido metálico.

—Perdóname, hija —dice, introduciendo el brazo en el hueco.

En el siguiente segundo y medio suceden siete cosas.

Sir Peter comienza a darse la vuelta, sosteniendo en la mano la pistola que había en la caja fuerte. En su rostro tenso hay una suerte de calmada determinación.

Sandra, que tenía un mejor ángulo de visión de la caja, aparta el arma de Jon y la vuelve hacia el embajador. En su garganta comienza a brotar un grito fiero, gutural, de animal salvaje.

Jon Gutiérrez aprovecha el instante para echarse la mano a la espalda, donde aún conserva el arma que le ha arrebatado al guardaespaldas. En su mandíbula los dientes rechinan con furia.

Sandra intenta cambiar la trayectoria del arma y la vuelve hacia la cabeza de Jon, apretando el gatillo. En su brazo hay demasiada inercia, en su rostro incredulidad ante el error de no asegurarse de que el inspector estuviera desarmado.

El señor White dispara, alcanzando a sir Peter en el lateral del cráneo. En su mirada no hay ni un leve atisbo de emoción al hacerlo.

Jon Gutiérrez no llega a levantar el arma —no tiene tiempo—, pero aprieta el gatillo tres veces, a puro bulto. En su oído interno se produce un terremoto provocado por el disparo de Sandra, que le hace perder el equilibrio.

Antonia Scott grita y se lanza hacia delante intentando detener la caída de Jon, cuya cabeza golpea al caer con el velador. En su cerebro privilegiado, Antonia se alegra de haberlo dejado cojo hace ya una eternidad, porque gracias a ello el mármol se desploma acompañando el movimiento de Jon, en lugar de desnucarle.

23
Un problema final

Antonia mira alrededor y analiza el resultado del último segundo y medio. Tiene que gestionar tres emociones distintas al mismo tiempo:

– Una tristeza desgarradora, al ver a su padre con la cabeza destrozada, derrumbado entre el escritorio y la pared.

– Un júbilo insano, al ver a Sandra, con la gabardina empapada de sangre, agonizar con una mirada de incredulidad.

– Una preocupación inmensa, al ver a Jon tumbado en el suelo, con los pitidos amenazadores brotando de su cuello, los ojos cerrados.

—Nos hemos quedado solos, señora Scott —dice White.

Antonia le ignora, y se dedica a comprobar el pulso de su compañero. El inspector Gutiérrez está bastante inconsciente, pero su ritmo cardiaco es firme y regular.

—Le ruego que resista la tentación de hacerse con el arma del inspector, o con la que hay al otro lado del escritorio junto al cadáver de su padre —le avisa White—. Le recuerdo que no sólo estoy apuntándole con la pistola.

Antonia se vuelve hacia él.

White agita un pequeño dispositivo que tiene en la mano izquierda. Del tamaño y forma del mando de un garaje de los antiguos.

—Eso no le servirá de nada aquí. El despacho de mi padre está protegido con inhibidores de señal —dice Antonia.

—Qué suerte entonces que pensara en añadir una conexión Bluetooth. Que funciona en una banda diferente.

Aprieta uno de los botones del mando a distancia. Del cuello de Jon comienza a brotar un pitido constante.

Antonia se pone en pie, con la derrota pintada en el rostro. White la observa con una sonrisa triunfal. Saltaba a la vista que no es una mujer a quien le guste perder. Pero ¿qué diversión tendría derrotar a alguien a quien le gustara?

—Si fuera tan amable de sacar el disco duro de la caja fuerte, se lo agradecería —pide White, señalando con el arma.

Antonia rodea el escritorio y mete la mano en la caja fuerte. Detrás de unos cuantos papeles y carpetas encuentra una forma rectangular, forrada de goma roja.

Se lo enseña a White con la mano izquierda.

Con la derecha saca su propia pistola de detrás de la espalda.

—Vaya, Antonia Scott con un arma. Esto es una novedad —dice White, sonriendo.

—No voy a permitirle que se lleve esto —dice Antonia—. Aunque nos mate. Millones de personas sufrirán.

White mira, divertido, al brazo de su rival.

—No tiene usted la mejor puntería del planeta, señora Scott. Si aprieta el gatillo ahora mismo…

Antonia lo hace. Una y otra vez, hasta vaciar el cargador. Las seis balas de .9 mm impactan en el ventanal, abriendo seis agujeros en el cristal a más de metro y medio de White, que no se ha movido mientras Antonia hablaba.

—… fallará, sin duda.

La corredera de la P290 se ha quedado atascada atrás, avisando de que ahora sólo es un trasto inútil. Antonia lo deja caer, y rodea el escritorio.

—No saldrá de aquí, White —dice ella—. ¿Por qué no se rinde?

—¿Rendirme? ¿Con todos los ases en la mano?

White extiende el brazo, reclamando el disco duro. Antonia mira a Jon, inconsciente en el suelo, de cuyo cuello siguen brotando los mortíferos pitidos. No contaba con que, en la última de todas las jugadas, él no pudiera moverse. Así que no le queda otro remedio que confiar en el agente Ruano.

No todos —dice.

White suelta una carcajada, metálica y desagradable.

—¿Aún no ha aprendido que siempre voy cuatro pasos delante de usted, señora Scott? Ya sé que ha pedido la ayuda de unos cuantos agentes de la Policía Municipal. De hecho sé todo lo que ha estado hablando con el inspector, desde el comienzo de nuestro juego —dice, inclinando la cabeza hacia ella, señalándose un auricular en la oreja.

Ella no responde. No se mueve. Sólo le mira, con el disco duro en la mano extendida. Aún a tres metros de él.

—Qué oportuno para su plan que este rascacielos sólo tenga una sola entrada —continúa White—. Pero no ha contado con que la azotea es enorme. Suficiente como para que aterrice un helicóptero.

Antonia asiente con la cabeza, y suelta una carcajada.

Ja.

Es una carcajada sarcástica. Pequeña, pero lo bastante grande y poderosa como para abrirse paso a través de la pena, la rabia y el miedo que le atenazan la garganta.

—¿Qué le parece tan gracioso?

Antonia se encoge de hombros.

—Que ha perdido, sólo que aún no lo sabe.

White entrecierra los ojos.

—¿Y por qué he perdido, si puede saberse?

—Porque dedico tres minutos al día a pensar en el suicidio —dice Antonia.

No ha terminado la frase cuando le arroja el disco duro a la cara. White da un paso hacia atrás de forma instintiva, y su espalda golpea contra el cristal de la ventana.

Un cristal extragrueso, diseñado para ser irrompible.

Pero no para resistir el impacto de seis balas de .9 mm, más el impacto de un cuerpo de ochenta kilos. Enormes resquebrajaduras se forman en el centro del cristal.

No las suficientes para romperlo.

Al menos hasta que Antonia se arroja con todo su peso sobre White, impactando en su cintura, agarrándose a él mientras se lanza hacia delante.

El cristal se despedaza con un crujido.

White suelta la pistola, intentando mantener el equilibrio y deshacerse del peso de Antonia, pero es demasiado tarde. La ventana cede, mientras los cuerpos de ambos, enganchados, caen al vacío.

24
Una negativa

Se tarda cuatro segundos en impactar contra el suelo cuando caes desde el piso dieciocho de un edificio.

Cuatro segundos puede parecer un período minúsculo.

No para Antonia Scott.

En cuatro segundos —con los ojos cerrados, firmemente enganchada al cinturón de White mientras cae al vacío— Antonia es capaz de:

  • calcular la velocidad a la que se desplazan (cuadrática, depende del cuadrado del tiempo de caída). Cada segundo que pasa, caen el doble de pisos que el segundo anterior debido al movimiento acelerado que provoca la única religión verdadera: la Ley de la Gravedad;
  • comprobar que mientras cae, White aprieta el botón que activa la bomba en el cuello de Jon, sin darse cuenta de que el Bluetooth tiene un rango muy reducido de alcance, de menos de quince metros, y que la caída le ha separado demasiado de su objetivo;
  • sentir una extraña sensación de paz al saber que, ocurra lo que ocurra, habrá salvado a su amigo.

No hace más, porque incluso Antonia Scott tiene límites.

Lo único que no los ha encontrado aún es su voluntad inquebrantable.

Ella sigue, incluso cuando se acaba la carretera. Cuando ha caído por el risco, y está cayendo. E incluso cayendo, Antonia simplemente se niega a golpear contra el suelo.