En tiempos como aquéllos —no tan distintos de los que vendrían después, tras un breve espejismo—, un movimiento como aquél levantó muchas suspicacias. El embajador, un hombre tan recto y tan pulcro que acababa los bolis Bic, no estaba dispuesto a permitir la más mínima sombra de duda sobre su gestión. Invitó a tres medios de comunicación distintos —BBC, The Sun y The Guardian— para que revisaran en tiempo real las cuentas de la transacción. Resultó que, al concluir, las cuentas arrojaron un déficit de ochenta y cinco mil doscientas setenta y cuatro libras, debido a un error en el presupuesto para mobiliario.
El diplomático reunió a los medios que habían auditado el proceso, y delante de ellos firmó con gesto altanero un cheque personal por la cantidad exacta que se había excedido del presupuesto inicial.
Ése es el padre de Antonia.
El despacho de sir Peter está en el piso dieciocho, en la zona noble de la embajada. La planta inferior está destinada a recepción, las superiores a oficinas y tareas administrativas. En el dieciocho, todo son gruesas moquetas y maderas coloniales que recuerdan al visitante que Inglaterra fue una vez un enorme imperio.
Antonia sigue a su padre hasta el enorme despacho, situado en la esquina del edificio. El inspector Gutiérrez va detrás, agarrando a Noah Chase. El guardaespaldas, lejos de la multitud, ha recobrado parte de su entereza, y ya no le pone a Jon tan fácil lo de conducirle por el pasillo desierto.
Cuando entra en el despacho, Antonia siente un latigazo en el corazón. Tan sólo ha estado aquí un par de veces antes, nunca sin un motivo importante. La última vez fue después de lo de Marcos, cuando intentó explicarle a su padre su teoría acerca de un asesino invisible. La respuesta de su padre había sido quitarle la custodia de Jorge.
Pero el latigazo en el corazón no es —o no tan sólo— por las circunstancias de su última visita.
Es por la decoración.
No por las butacas y el escritorio Chippendale original. Ni por las paredes forradas de teca, o el enorme ventanal de suelo a techo. Ni por el velador de mármol con una pata ligeramente desequilibrada, debido a que Antonia lo arrojó al suelo jugando al escondite de niña.
No, no es por esos detalles, aunque a Antonia no se le escapa que el único mueble que el embajador conserva de su etapa de cónsul en Barcelona, es precisamente el que ella estropeó en un descuido. Su padre siempre ha sabido mandar los mensajes adecuados, desde luego.
Es por el cuadro.
Antonia no recuerda el nombre del pintor, ni cree haberlo sabido nunca. Pero recuerda perfectamente las largas horas que pasó de pie, posando para él. Un hombre enjuto y altivo, que no sonrió ni una sola vez.
El cuadro muestra a sir Peter, sentado en un butacón de dos plazas. A su lado, con las piernas juntas, apuntando hacia el espectador, una mujer hermosa sonríe, cariñosa y enigmática. Paula Garrido tiene el rostro vuelto hacia su hija. La pequeña Antonia tiene seis años, el pelo por los hombros, y los ojos mucho más verdes y llenos de luz que ahora. No sonríe, sin embargo. En su rostro hay una tristeza, un presagio de lo que ha de venir en el siguiente año, con la enfermedad que ya consumía a Paula sin que ninguno de ellos lo supiera. Tres seres humanos congelados en el que quizás fuera el último instante feliz de sus vidas, captados al óleo, con un trazo no demasiado elegante y una paleta de colores mediocre. Pero que sacude un fuerte latigazo en el corazón de Antonia cuando entra en el despacho, aunque sabía que lo iba a ver, aunque se había preparado para ello.
—¿Ésa eres tú? —pregunta Jon, arrojando a Chase sobre una de las sillas. El mármol del velador tiembla sobre las patas de bronce, la silla cruje bajo el peso del guardaespaldas.
—Tenga usted cuidado, con los muebles, inspector. Créame que no se puede permitir pagar la reparación.
Jon va a replicarle, pero el gesto de Antonia corroborando lo que acaba de decir su padre le quita las ganas.
—Antes de que comencemos —dice sir Peter— les informo de que mi despacho está protegido contra cualquier vigilancia electrónica. Se tratan asuntos importantes de seguridad aquí.
—No estamos grabando la conversación, padre —dice Antonia—. Tan sólo queremos que sepas qué es lo que ha estado haciendo este hombre a tus espaldas.
—¿Noah? Eso es ridículo. No tenéis ninguna prueba de que…
Antonia saca del bolsillo de la chaqueta la fotografía de Chase y la arroja sobre el escritorio del siglo XVIII. Incluso de noche se pueden apreciar las salpicaduras de sangre en el rostro. Tal y como aprecia sir Peter en cuanto la desdobla.
—Tomada un par de minutos después de que matase a Jaume Soler, un consultor informático, y apuñalase a su esposa. La mujer está grave pero estable. Ya le ha identificado como su agresor.
Esto último es mentira, pero ocurrirá de todas formas, tal y como Antonia comprueba al ver cómo el color desaparece de nuevo del rostro de Chase.
—¿Noah? ¿Es eso cierto? —pregunta el embajador, alarmado.
El guardaespaldas se agita en la silla, y finalmente se cruza de brazos, evitando mirar a su jefe.
—No quedó otro remedio —confiesa. Volviéndose, finalmente, hacia él, con la culpa pintada en el rostro—. No podía permitir que llegase hasta nosotros, señor.
20
Un crimen
El embajador mira a su guardaespaldas durante largos segundos, y acaba apartando la mirada a su vez. Pero la huida es breve. Al otro lado está esperándole su hija. Los pensamientos fluyen bajo sus ojos, como peces bajo el hielo verde: inalcanzables.
—No sé qué es lo que crees saber, Antonia, pero te aseguro…
—No —dice ella.
Es una negativa tajante, pero a la vez dulce, casi tierna. Menea la cabeza y sonríe cuando la pronuncia. Es una negativa llena de hartazgo, llena de nostalgia. Que no la hay peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.
—No es lo que creo saber. Es lo que sé.
—Antonia…
Ella le ignora, y continúa hablando. Las luces de la habitación parecen oscurecerse a su alrededor, a medida que comienza a desgranar su historia, y sólo su rostro parece resaltar en mitad de las tinieblas.
—Hace cuatro años, un consultor informático llamado Jaume Soler fue abordado por un contratista independiente, llamado señor White. White chantajeó a Soler con destruir su vida y revelar a su mujer que tenía una amante. Como Soler se resistía a darle a White lo que quería, White asesinó a su amante y le incriminó a él.
Respira hondo. La voz se le quiebra un poco.
De dolor.
De rabia.
—Para nuestra desgracia, Soler acudió a mí para intentar librarse de White. Con ello sólo consiguió que White entrase en nuestra casa y disparase a Marcos y a mí, tratando de borrar sus huellas. Soler se rindió entonces. Entregó a White lo que quería. Pero algo no salió como él deseaba. No sé qué es lo que sucedió, pero White estaba herido, y probablemente bajo vigilancia. Uno de sus empleadores intervino y se quedó con el premio. Mi intuición es que fue el propio Chase. Al fin y al cabo, lleva mucho tiempo contigo, ¿verdad, padre?
—Antonia…
Ella ignora la voz que surge desde la oscuridad.
Ahora sólo existe ella.
Sólo existe el relato.
La incontrovertible verdad, de todas las pruebas, los indicios, los hilos que se han ido desenmarañando en los últimos días.
—¿Qué es lo que tenía Soler que fuera tan valioso? ¿Y cómo sabía de la existencia de Reina Roja? La respuesta a ambas cosas es muy sencilla. Él fue uno de los programadores de Heimdal.
Sacude la cabeza, despacio. Incluso ahora, Antonia sigue construyendo la historia.
—No el principal, le faltaba talento para ello. Pero estaba lo bastante introducido como para poder conseguir una copia del código fuente. Porque ésa es la genialidad del programa. Sin el código fuente, aunque cualquier agente enemigo se haga con un terminal que tenga instalado el programa, no le servirá de nada. Sin la conexión al ordenador central, es como tener un ladrillo.
El embajador retira la silla de su escritorio y se sienta, despacio, con las piernas temblorosas. Antonia no se inmuta, sigue adelante con la narración.
—Es muy fácil ver la mano del MI6 en todo esto. ¿Quién más tendría el dinero para pagar la exorbitante tarifa de White? ¿Quién más necesitaría de un contratista externo para que ninguno de sus agentes se viera involucrado en una operación en suelo extranjero, y contra sus propios aliados?
—No queda tiempo, Antonia —le insta Jon.
Ella mira el enorme reloj de pared —un Bennet que aún conserva sus manecillas originales—, y se resigna a avanzar.
—El Servicio Secreto de Su Majestad pagó la operación. Pero nunca consiguieron lo que querían. Alguien se aseguró de ello.
—Lo creas o no, todos queremos lo mejor —dice sir Peter, con la voz llena de amargura—. La raíz de los males del mundo es que nadie se pone de acuerdo en qué es eso.
—Por supuesto que no. Tú te encargaste de que lo que quería tu gobierno desapareciera. Pero ellos seguían queriéndolo. Continuaron pagando a Soler durante todo este tiempo, para obtener una copia limpia y viable de Heimdal.
—Ese programa puede abrir cualquier ordenador. Romper casi cualquier clave. Con él no existe ya la intimidad. Es demasiado poder para que esté únicamente en manos de unos pocos, Antonia —dice el embajador, que lucha por mantenerse erguido en la silla sin perder la dignidad.
—Lo que quiere decir es que es demasiado poder para que no esté únicamente en sus manos —apunta Jon.
—Querían su propia copia de Heimdal. Por lo que pudiera pasar. Y para sus propios fines. Sin que sus socios europeos, cada vez menos socios, se enterasen de lo que hacían con ello —dice Antonia, acercándose al escritorio.
Sir Peter se echa hacia atrás en la silla, cuando Antonia se inclina hacia él y apoya ambas manos en el escritorio.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—¿Lo que quiere White? Desde que estuvimos en casa de Soler.
Al otro lado del despacho se escucha un gruñido de disgusto y un taco en euskera que Antonia no comprende del todo.
—Lo que no he sabido hasta hoy era que tú estabas metido en todo esto.
—Tenía que cumplir las órdenes —dice sir Peter, bajando los ojos.
Antonia ha escuchado eso antes. Es muy cómodo tener un ático donde apilar todas las culpas.
—Existe la libertad individual. Tu guardaespaldas, por ejemplo. Cuando vio que nos acercábamos a Soler, intentó matarnos. No estaba cumpliendo tus órdenes, por supuesto. Era otra cosa. El deber, supongo. O las ganas de protegerse.
Nada dice el embajador ante esto. No mira a su subordinado, no explota de indignación al saber lo que hizo. Porque no es lo que hizo Chase de lo que está hablando Antonia, en realidad.
—Como no le sirvió de nada, decidió matar a Soler.
Su padre guarda silencio.
Antonia vuelve a mirar el reloj.
El tiempo casi se ha agotado.
—Hace cuatro años, Soler le dio el código fuente a White —continúa—. Chase lo interceptó, y te lo entregó a ti. Pero tú nunca lo entregaste al MI6. Esa orden no la cumpliste.
El embajador se incorpora un poco. Tiene los ojos húmedos y la voz temblorosa.
—Después de lo que sucedió con tu marido… no pude hacerlo.
—Lo que sucedió —repite Antonia, con voz inexpresiva.
—No sabía que iría a por ti, Antonia. Tienes que creerme.
Antonia vuelve a sonreír. No hay felicidad, ni alegría en su sonrisa. Es una sonrisa tan triste como la lágrima solitaria que está rodando por su mejilla izquierda.
—Metisteis a un asesino en nuestras vidas. Un hombre cruel y sin escrúpulos. Mató a mi marido. Cuando te hablé de él, en lugar de apoyarme, me hiciste creer que estaba loca. Me arrebataste la custodia de mi hijo.
—¡Tú no eras el objetivo! —se defiende el embajador, apretando los puños.
—Alguien lo era. Que fuera tu hija, en lugar de otra persona la que acabara sufriendo, no cambia lo que hiciste —dice Antonia, negando con la cabeza—. Sólo lo hace más doloroso. Pero lo más sangrante es que lo supieras todo. Que, para no admitir tus culpas, me hicieras pasar por loca. Que me arrebataras la custodia de mi hijo.
—Yo no podía saber…
—Dámelo.
Sir Peter alza los ojos al escuchar aquello.
—¿Qué?
—Ya lo sabes. No queda tiempo, padre. Dámelo. Él está a punto de llegar. Puedo sacarnos a todos de este lío, pero necesito que me lo des. Ya.
El embajador abre la boca para contestar, pero no llega a hacerlo. Porque en ese momento se abre la puerta del despacho.