Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Hoy no echaban nada en la tele. ¿Nos movemos?

Antonia se quita la bandolera, y la arroja al maletero abierto del Audi. También se quita el reloj y el teléfono.

Jon hace lo mismo. Se vacía los bolsillos. Sólo lleva consigo la identificación y el arma. Pero cuando va a dejar el teléfono, Antonia hace un gesto y le pide que se lo quede.

Jon no lo comprende. Ese aparato sigue siendo los oídos de White. Dejar el teléfono en el coche sería la manera de dejarle sordo, en el último movimiento de la partida. Pero no va a discutir con Antonia. Entiende que debe tener un motivo.

Ya que no puede hacer otra cosa, al menos intenta protegerla. Saca el chaleco antibalas y se lo ofrece a su compañera.

—Ponte esto, cari.

—Si nos ponemos eso, no nos dejarán pasar.

Jon mira a Antonia, mira al chaleco, mira a la puerta de la torre. Se muerde el labio inferior. Repite el proceso un par de veces más. Concluye que tiene razón. Suelta el chaleco.

—No te preocupes, de ésta no vamos a salir a tiros —añade ella—. Ésta es otra clase de historia.

No sé yo si creerte, cari, piensa Jon, cerrando el maletero de un portazo.

17
Un sarao

Al otro lado del enorme vestíbulo, solado de mármol travertino, está la recepción. Un mostrador límpido, cristalino, de diez metros de ancho y formas futuristas. Tras él, media docena de —casualmente— jóvenes y atractivos recepcionistas de ambos sexos (hay un chico).

Justo hacia él es al que —casualmente— se dirige el inspector Gutiérrez.

—Necesitamos acceder a la planta diecisiete —dice, enseñando su identificación.

—¿Están en la lista?

—Es un asunto policial.

El joven atractivo aletea sus larguísimas pestañas.

—No va a ser posible sin autorización, señor. Como sabrá, hoy hay un evento importante —dice, apuntando con el bolígrafo hacia la entrada, donde un grupo de rezagados en trajes de cóctel van pasando sus tarjetas identificativas por el lector.

—Compruebe mi nombre —dice Antonia, mostrando su identificación.

El joven atractivo está situado en una silla alta que —casualmente— permite a los visitantes ver las piernas de los recepcionistas. También le concede al recepcionista una altura privilegiada. Suficiente para hacer un escaneo ocular de arriba abajo que ríete tú del portero del Urban.

Jon es dolorosamente consciente del lamentable aspecto de ambos. Él, con su traje verde terrorífico arrugado. Antonia, con la chaqueta casual en la que aún son apreciables unas manchas de vómito, por mucho que la haya frotado bajo el grifo en el baño de la gasolinera. No son la imagen del glamour.

—Como les digo, es un evento privado —dice el joven.

—Estoy en la lista permanente —insiste Antonia.

Las largas pestañas se entrecierran con incredulidad, pero aun así el recepcionista le sigue el juego, deseando poner en su sitio a esa pareja de zarrapastrosos.

Jon y Antonia no pueden ver el resultado que arroja la pantalla, ni falta que hace. Las largas pestañas se separan, con asombro autoexplicativo.

—Lo lamento mucho, señora Scott. Aquí tiene su tarjeta —dice el recepcionista, alargándole un rectángulo de plástico.

—Y una para mi compañero —pide Antonia.

Cuando se separan del mostrador y se dirigen a los tornos, Jon aún está saboreando el instante ustednosabequiénsoyyo.

—A veces la vida te da momentitos —le dice a su compañera, mientras se ponen a la cola de trajeados.

—No es que nos queden muchos —responde Antonia, mirando al reloj situado al otro lado del torno.

A pesar de que el ascensor va atestado, disponen de mucho espacio. El resto de ocupantes se han apelotonado delante de la puerta, intentando mantenerse lo más lejos de ambos, y concretamente de ella. Sobre todo, por el olor a vómito.

El viaje hasta la planta diecisiete es breve, veloz y les provoca una leve sensación de vacío en el estómago cuando el ascensor termina el recorrido y se detiene suavemente en su parada.

—Que disfruten la velada —dice Jon, disfrutando a su vez de las miradas reprobatorias de los ocupantes, que compiten por ver quién se aleja antes de ellos.

Ambos salen del ascensor y esperan a que el resto de ocupantes se alejen por el ascensor y pasen su identificación por el segundo torno de acceso. Una oleada de música intermitente surge del otro lado de las puertas interiores. Jon reconoce los versos

(They will not force us
They will stop degrading us
They will not control us)

del Uprising, de Muse, que brotan junto a destellos de luces de colores y el rumor de un centenar de conversaciones en voz alta.

—De todas las noches, tenía que elegir ésta —dice Jon, mirando las puertas automáticas, custodiadas por dos mujeres con sonrisas agarrotadas.

—No ha sido casualidad. Con White, nada lo es.

Jon se encoge de hombros, con estoicismo. No es como si pudiera pararse a quejarse.

—Ya sabes lo que dicen. Que el fin del mundo te pille bailando.

—¿Quién lo dice?

—Un vecino tuyo que canta mucho mejor que éstos que suenan. Anda, tira.

Y, sin más ceremonia, se dirigen hacia los tornos, hacia las mujeres de sonrisas agarrotadas, y hacia la puerta que custodian. Una puerta coronada por una banda de tela en la que se lee, en dos idiomas:

64.ª CONMEMORACIÓN DEL DÍA DE LA COMMONWEALTH

Justo encima de las letras que, recortadas en acero, dan la bienvenida a la:

EMBAJADA BRITÁNICA

18
Un sarao

A Antonia Scott no le gustan las fiestas.

No es una cuestión de estética. Esta fiesta tiene lugar en la recepción de la embajada, un espacio abierto y moderno (reformado hace cinco años por el único interiorista inglés sin mal gusto). Para la ocasión lo han llenado de banderas de todos los países de la Commonwealth en general y de Inglaterra en particular. Pero no es cuestión de ponerse exquisitos.

Hay poca luz, y los led rojos y azules que han colocado por todas partes sólo sirven para convertir a todos los invitados en fantasmas de formas indefinidas y de rostros uniformes. Lo cual conviene a la gran mayoría de ellos, que se encuentran en esa edad dorada entre la madurez y la licuefacción. Al fin y al cabo, estamos en una embajada, es una recepción anual y se trata de invitar a los invitados más selectos, que en inglés es sinónimo de ricos y esnobs.

Nada de todo esto molesta a Antonia Scott de las fiestas, porque está acostumbrada a lidiar con peces gordos (es la hija del embajador de Inglaterra), personas cercanas a la licuefacción (llama mucho a su abuela) y patrioterismo exacerbado (es funcionaria).

Lo que a Antonia Scott le jode de las fiestas es la cantidad de gente que hay.

El cerebro de Antonia está habituado a trazar líneas invisibles —y casi inconscientes para ella— en el espacio que dista entre su posición y el lugar al que se dirige. Estas líneas invisibles suelen esquivar los obstáculos que suponen mayor amenaza para sus preferencias personales. Objetos sucios, dañinos, peligrosos. Esa lista incluye farolas meadas por perros, contenedores de basura y al cien por cien de la raza humana.

En una fiesta abarrotada, moverse de un punto a otro —que ni siquiera has determinado, cuando estás buscando a alguien, como es el caso— sin rozar a otro ser humano es algo complejo. Antonia lo intenta durante unos escasos y desperdiciados segundos. Trazar una ruta que atraviese todos esos cuerpos en movimiento, círculos de conversaciones intrascendentes, presunciones, sonrisas falsas y esmóquines alquilados. Esquivando de paso a las —casualmente— atractivas y jóvenes camareras, que hacen equilibrismos con bandejas repletas de exquisiteces —desgraciadamente— de la cocina inglesa.

Antonia lo intenta, Antonia fracasa, Antonia cambia de estrategia. Se dirige con paso decidido a la mesa de los cócteles, asediada por una bandada de invitados no lo suficientemente borrachos, y la rodea, seguida por un inspector Gutiérrez bastante confuso.

—Con permiso —dice Antonia, apartando a una de las camareras.

Pone un pie en una caja de cervezas, el otro en dos cajones de vinos, y alcanza lo alto de la mesa con un tercer paso que derriba una hilera de vasos de tubo con los hielos medio derretidos. El efecto dominó acaba generando una marea de mejunje asqueroso que se arrastra por la mesa recubierta de mantel de hilo y desemboca en el vestido blanco de una señora. No se le llega a pintar el disgusto en el rostro ya que el botox le arrebató hace tiempo la capacidad para dibujar emociones. Pero donde no llega el gesto, llega la garganta.

—Ese vestido era demasiado corto para una ocasión formal, de todas formas —acalla Jon a la gritona inexpresiva.

Ajena al drama que ha causado, Antonia se alza medio metro por encima de todas las cabezas. Desde arriba todas las fiestas son un poco deprimentes. El jolgorio a nivel de los ojos se convierte en un campo de cabezas calvas y peinados caros. Que se giran todos en la dirección de la loca que acaba de subirse a la mesa.

Antonia divisa al hombre que busca al final de la sala, cerca de un diminuto escenario en el que un DJ con traje de lentejuelas intenta animar el cotarro con resultados dispares.

—Vamos —dice, apoyándose en Jon para volver a bajar.

El inspector Gutiérrez ejerce de rompehielos humano y le abre paso a Antonia por entre la multitud, hasta que alcanzan el lateral del escenario. Los enormes altavoces y un par de mesas altas han formado un pequeño claro. En el centro del cual sir Peter Scott, embajador del Reino Unido en España, escucha —algo encorvado y muy poco interesado— la perorata de un señor regordete que gesticula mucho.

—¿Antonia? —dice sir Peter, al ver a su hija aparecer detrás del enorme torso del inspector Gutiérrez—. ¿Qué haces aquí? ¿Ha vuelto ya Jorge?

Antonia avanza en su dirección…

—Padre —le saluda, con una inclinación de cabeza.

… le rebasa y se dirige al hombre que aguarda paciente, tan sólo unos pasos por detrás, con las manos cruzadas delante de la cintura. Metro noventa, ochenta y siete kilos, y no demasiada simpatía por Antonia. Un muro de ladrillos con traje, entrenamiento de élite, oficial del SAS, guardaespaldas personal de sir Peter y jefe de seguridad de la embajada.

—Noah Chase —grita Antonia, mirando hacia arriba, intentando imponer su voz por encima del sonido de los altavoces—. Queda usted detenido por el asesinato de Jaume Soler y el intento de asesinato de Aura Reyes.

El enorme inglés mira a Antonia con extrañeza, mira a Jon, y después hacia la salida. Su mandíbula cuadrada se agita un poco, la inquebrantable seguridad de hace unos instantes se viene abajo como un castillo de naipes.

—Yo…

Va a levantar la mano derecha en dirección al bulto a la izquierda de su chaqueta, pero se encuentra inmediatamente con el brazo del inspector Gutiérrez sujetándole por la muñeca. El guardaespaldas intenta zafarse de la mano del policía, pero sería como intentar librarse de una trampa para osos.

—No montes una escena, corazón —dice Jon, al tiempo que le introduce la otra mano por la abertura de la chaqueta. La pistola abandona la cartuchera y desaparece discretamente en la parte trasera de la chaqueta del inspector.

—¿Qué demonios está pasando aquí, Antonia? —dice el embajador, que ya se ha deshecho de su molesto interlocutor.

—No tengo tiempo para explicártelo, padre. Tenemos que fichar a este hombre.

El embajador mira a su hija como si le estuviese hablando en una jerga incomprensible. Sólo parece reaccionar cuando Jon agarra a su guardaespaldas por debajo de la axila y le empuja hacia la puerta.

—Antonia, te recuerdo que estáis en territorio soberano del Reino Unido. No tenéis jurisdicción aquí —alega el embajador.

—Puede ser que la detención no sea válida —dice Antonia, encogiéndose de hombros—. Incluso que tu gobierno no renuncie a la inmunidad diplomática para el señor Chase, según el convenio entre nuestros países. Pero para entonces ya nos habrá contado todo lo que queremos saber. Y saldrá en todos los periódicos.

Sir Peter mira a Chase, que con todos sus músculos de soldado de élite parece un peluche en manos de Jon Gutiérrez.

—No puedes hacer esto.

—Yo tengo quién me proteja —dice Antonia, señalando a su compañero—. Tú, no.

El embajador frunce los labios ante la pulla de su hija.

—Quizás deberíamos hablar en un sitio más tranquilo.

19
Un despacho

Hace casi quince años, el gobierno británico decidió vender por cincuenta millones de euros el enorme edificio que le servía de sede en el barrio de Almagro, en el que llevaba cuatro décadas, y trasladarse a unas oficinas ultramodernas que ocupaban las plantas diecisiete a veintiuna de Torre Espacio. La compra de la nueva sede y su aprovisionamiento había sido dirigida por el propio sir Peter, con la promesa —en plena recesión económica— de que la operación no le costaría ni una libra al gobierno de Su Majestad.