Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Antonia menea la cabeza, sin poder creer lo que está viendo.

—No.

—Le aseguro que mis tarifas no son baratas, señora Scott. No lo son, en absoluto. Hay muy pocos que puedan pagarlas.

—Está usted mintiendo.

—Supongo que únicamente hay una forma de comprobarlo, ¿verdad? Así que, ya sabe. Póngase en marcha.

Antonia se pone en pie, y le da la espalda, pero la voz de White la alcanza antes de que llegue a la puerta.

—Vamos a subir las apuestas. Nada de policía. Nada de ayudas externas. Solamente ustedes dos. ¿Me ha comprendido?

Antonia asiente, sin volverse.

—Excelente. Ah, y por cierto, he visto que disfrutaban mis dos anteriores cuenta atrás, así que…

Dos pitidos, vibración.

Un mensaje llega al teléfono móvil de Antonia.

TIENE TRES HORAS

14
Un primer error

Es Jon quien conduce. Ella está demasiado nerviosa, demasiado alterada. Su cabeza es un caos, su cuerpo suspira por una cápsula roja. Tan sólo el hecho de que White estuviese esperando a que ella cayera de nuevo en el hábito ha impedido que se tire encima de Jon y le arrebate la caja del bolsillo de la chaqueta. Cuyo bulto es claramente visible a través de la tela del traje.

Saber que están ahí debería hacerle la vida más difícil. Como un niño al que han puesto a dieta antes de que ruede cuesta abajo, y que pega la nariz al cristal de la pastelería. Sin embargo, es al contrario.

—¿Vas a contarme qué es lo que ha pasado?

Antonia no contesta. Saca su iPad y hace una breve búsqueda en Heimdal. Con el rabillo del ojo, Jon ve un mapa, con varios puntos marcados.

El inspector Gutiérrez sabe muy bien que, cuando su compañera está en esas condiciones, debe dejarle espacio.

—Por fin. Por fin ha cometido su primer error —dice ella, al cabo de un rato.

—El segundo error.

—¿Cuál fue el primero? —pregunta Antonia, extrañada.

—Su primer error —dice Jon, alzando una ceja— fue meterse con nosotros.

Antonia le mira, con los ojos entrecerrados.

—¿Cuánto rato has estado ensayando eso?

Jon piensa un momento.

—¿Cuánto rato has estado con tu amiguito White?

—Unos veinte minutos.

—Digamos diez minutos, entonces. Mentalmente. El resto del tiempo lo he dedicado a pensar en formas de matar a esa cabrona.

—La violencia no es la solución —dice Antonia, volviendo a centrarse en el iPad.

—Se nota que nunca has pegado lo suficientemente fuerte, cari. Se ha tirado todo el rato mirándome, sin hablar. El papel de secundaria creepy, lo borda, tu amiguita.

—No es mi amiguita. Y alégrate. Ahora mismo podría ser ella quien estuviera sentada a tu lado.

Jon tiene que esperar hasta pararse en el siguiente semáforo, que está a unos veinte metros, antes de girarse hacia Antonia y ponerle su cara de peroquémestáscontandomaricón.

—Ya te explicaré. Lo importante es que tenemos una oportunidad, Jon.

El inspector Gutiérrez no se ha olvidado de que sigue llevando el teléfono en el bolsillo. Tiene que hacer un enorme esfuerzo para contestar con naturalidad.

—Me gustaría mucho saber adónde vamos y qué es lo que estamos haciendo.

El rostro de Antonia se ensombrece.

—Vamos al peor lugar sobre la faz de la tierra. Enseguida te contaré. Pero antes quiero hacer una parada en un sitio. Gira a la derecha cuando termine Atocha.

Se pone a rebuscar, mientras tanto, en la guantera, sin más explicaciones.

A sus órdenes, princesa.

15
Un municipal

Ruano está aparcado enfrente de El Brillante, cuando el universo le hace un regalo inesperado.

Hasta un minuto antes, nada hacía presagiar aquello. Su nuevo compañero es un tipo agradable, callado. Más novato que él. Ruano le está enseñando el truco para ponerse al día con las multas. Sólo hay que esperar a que alguien aparque en doble fila para ir a por un bocadillo y zas, receta.

—Esto es demasiado fácil —dice el novato, cuando cae el tercero. Un idiota con un Mini verde, que, para colmo, no tenía ni seguro ni había pasado la ITV. La grúa se acaba de llevar el coche.

—Uy, si vieras cómo era antes de la señalización nueva. Eso sí que era…

Se da cuenta de cómo suena, exactamente un instante después de que las palabras salgan de su boca. Como un viejo acabado contando batallas.

Los médicos no querían que volviera al trabajo tan pronto, pero Ruano dijo que estaba bien. Que si se quedaba en casa, solo, se volvería loco o se pegaría un tiro. Y ahí está. Dando vueltas, con un nuevo compañero, a los pocos días de la muerte de Osorio.

Ocultarle a los demás los síntomas de trastorno de estrés postraumático es fácil. Siempre ha sido un tipo tranquilo, reservado. Ocultárselos a sí mismo no es tan sencillo. Cada vez que cierra los ojos, vuelve al tiroteo. A la puerta de la Vito abriéndose, a las balas golpeando la carrocería del coche. A la mujer de Osorio, negando con incredulidad la noticia, sacudiéndole airada, diciendo que no le mintiese, que cómo iba a estar muerto su marido, si ella está embarazada y eso no se hace.

No fue el mejor día en la vida de Ruano. Y eso que, en su antiguo trabajo, había visto cosas jodidas. Dos misiones en Afganistán y una en Somalia. Y luego había entrado directamente en la Municipal, a través de las plazas reservadas al ejército. Un trabajo sencillo, buena paga, buena jubilación. Nada de complicaciones.

Y, aun así, cada vez que cierra los ojos, siente los puñetazos del plomo sobre la carrocería, el olor del aceite y la grasa del motor, cosido a balazos, el aire entrando a través de la puerta abierta del copiloto, los fragmentos de cristal cayendo sobre su cabeza. Ve el cuerpo muerto de Osorio, doblado sobre la puerta abierta del coche.

Así que no cierra mucho los ojos.

Tampoco es que haya podido hacer nada al respecto de lo que les sucedió. Estamos en Madrid, no en una peli de Liam Neeson. Ni siquiera se llevó un solo rasguño durante el tiroteo, más allá de unos pocos arañazos del cristal que no dejaron marca. Ni siquiera puede optar al aumento de paga por haber sido herido en acto de servicio.

Lo único que le tocaba, unas semanas de descanso, es lo último que quiere.

Así que ahí está, poniendo multas.

Lo que el agente Ruano no se imagina, cuando ve un Audi A8 negro pararse junto a ellos, es el regalo inesperado que le va a hacer el universo.

—Aquí no se puede parar —dice, a través de la ventanilla abierta. Hace el gesto de continuar, que irrita a los conductores de todo el mundo.

La ventanilla del Audi baja, y en ella aparece el rostro de una mujer hermosa. No una belleza, tampoco nos volvamos locos. Pero tiene algo. A pesar de las dos ojeras que le cuelgan como hamacas de los ojos, de que lleva el pelo hecho un asco.

—Compañero —dice la mujer, enseñando una placa de la Policía Nacional. El conductor se asoma a su vez, enseñando la suya—. Inspectores Scott y Gutiérrez.

—Hola, compañeros. ¿Qué necesitáis?

—Tenemos que pedirte un favor. Necesitamos dos unidades de municipales estacionadas frente a una dirección.

—Esa petición tiene que ir por central, compañeros —dice Ruano, perplejo.

La mujer le mira, con unos ojos verdes extraños. Afilados, es la palabra que viene a la mente de Ruano, pero claro, no puede ser.

—Tiene que ver con Osorio, agente. Supongo que me comprende.

Ruano es millenial, pero tirando a los treinta, así que pertenece a esa generación que exprimió los últimos flipar en colores antes de que WTF se acabara imponiendo. Éste es un momento en el que las dos expresiones se quedan cortas en su cabeza.

—¿Qué… qué es lo que necesitan?

—Tenemos a dos sospechosos localizados. Uno de ellos es un hombre de unos cuarenta años, pelo rubio ondulado, traje elegante. Le acompaña una mujer de pelo rubio y gabardina, de unos treinta años. Creemos que van a estar dentro de dos horas y media en esta dirección —dice, alargándole una hoja de papel, a través de la ventanilla.

Ruano coge la hoja de papel, la lee, y mira a la mujer a los ojos, que asiente despacio con la cabeza.

—Necesitaremos dos unidades en la puerta. Es un lugar estrecho, no tiene pérdida. Si los ven entrar, no intervengan, ¿de acuerdo? Ambos son extremadamente peligrosos. Háganlo sólo a la salida.

—Compañera, yo esto tengo que avisarlo por radio. Tenemos que hablar con central, llamar a…

—No. Si hace eso, no se presentarán. La única posibilidad que tenemos de cogerles es si hace usted exactamente lo que le he pedido.

Ruano piensa en Osorio. Piensa en las pesadillas, que vienen incluso cuando está despierto. Piensa en el hijo de Osorio, aún por nacer.

—Haré lo que me ha pedido, compañera.

—Discretamente —remarca ella.

—Discretamente.

Ruano contempla las luces traseras del Audi, que se adentra en la rotonda para enfilar hacia el norte, y empieza a hacer una lista. No tiene tiempo que perder.

La vida es algo demasiado valioso como para dejarlo en manos del destino, piensa Antonia, mirando por el retrovisor cómo el agente Ruano se va haciendo cada vez más pequeño.

Aunque dejarlo en manos de una nota de setenta y ocho palabras escritas a lápiz, no es mucho mejor.

16
Una torre

Claro, tenía que acabar todo en una polla gigante, piensa Jon, alzando la mirada.

—Esto no va a ser como en Rascafría. Nada de fuegos artificiales —dice Antonia, mirando arriba a su vez.

—No hace falta que sean en plural. Basta con uno —dice Jon, acariciándose el cuello. Los puntos de la cicatriz están más tirantes que nunca. De repente, a Jon le apetecería tener la crema hidratante de amatxo a mano.

Frente a ellos se alza la Torre Espacio. Una de las cuatro torres de la Castellana. Doscientos veinticuatro metros de altura. Cincuenta y seis plantas. El cuarto rascacielos más alto de España. Una monstruosidad de acero, cristal y hormigón, que se alza al lado de los otros tres edificios más altos del país. Un monumento a una época anterior, un mausoleo, una aberración, depende de a quién le preguntes.

A Jon le parece, simplemente, una polla gigante.

No exenta de ciertas ventajas. Para empezar, un único punto de entrada. Con una seguridad extraordinaria. Sin accesos laterales, sin aparcamiento. Una auténtica ratonera.

—¿Estás segura de que White vendrá?

—Estoy segura. Éste es su gran triunfo. Todo por lo que ha trabajado desde hace años. Doblegarme a mí también, demostrar que su teoría es infalible.

Jon vuelve a mirar la entrada del edificio, a la calle repleta de coches oficiales. Mercedes, BMW, Audis, todos negros o grises, algunos con banderas. Casi todos con matrícula con fondo rojo y caracteres en blanco.

—Deberíamos llenar este sitio de policías —dice, más para sí mismo que para ella.

—No puedo arriesgarme —responde Antonia, meneando la cabeza.

La siguiente pregunta de Jon podría haber sido sarcástica un par de días atrás. Podría haber estado llena de reproches, de drama, de mala leche. Ahora, después de todo lo que han pasado en los últimos días, tiene un tono distinto. Tierno, incluso.

—¿A perder el juego?

—No, Jon. A perderte a ti.

Jon frunce los labios, con sorpresa. No se esperaba esa respuesta. Ni siquiera está seguro de que Antonia hubiese considerado la posibilidad de perder, antes de hoy. O de no sacrificar todo lo que hiciese falta, con tal de ganar, que es casi lo mismo.

En eso estamos completamente de acuerdo, cari.

Aun así, el cronómetro sigue contando hacia atrás, y el plan de Antonia no acaba de convencerle.

—Repíteme que es lo que vamos a hacer.

—Vamos a subir. Vamos a hablar con él. Y vamos a hacerle confesar.

—Y con eso será suficiente. Con eso White considerará que has cumplido con tu tarea.

Dicho así, parece sencillo. Una minucia.

Jon mira a Antonia, preguntándose qué estará pasando ahora mismo por su cabeza. Qué decisiones, qué dilemas. Qué enorme valentía la de afrontar una verdad que va a cambiar por completo todo aquello que creía saber de sí misma.

No quién es, por supuesto. Porque eso, Jon lo sabe bien, no lo cambia lo que hagan los demás.

Le gustaría decirle todo eso, poder consolarla de alguna forma, pero nunca ha tenido un don especial para las palabras. Poder elegir las correctas, poder curar a través de ellas, suministrar la fuerza necesaria con unas cuantas sílabas. No es ése el estilo de Jon Gutiérrez. Tampoco lo que ha aprendido, en los años que lleva de vida.

—Gracias por estar aquí, Jon —le dice Antonia, mirándole a los ojos.

Y Jon sonríe, porque eso es, al fin y al cabo, lo más importante en la vida. El noventa por ciento del trabajo es estar junto a quien tienes que estar. El otro diez por ciento, se improvisa sobre la marcha.