Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Sé que me ha culpado de esto durante años. Pero ahora le pido que busque en esa extraordinaria memoria suya.

A ella no le cuesta nada invocar la pesadilla.

12
Una pesadilla

Marcos está en su pequeño estudio. El cincel arranca de la piedra arenisca sonidos secos. Antonia es dolorosamente consciente de lo que va a ocurrir, puesto que ha ocurrido mil veces. No está en el salón, delante de un montón de papeles con pistas, con informes, con fotografías. Está a su lado, mirando por encima del hombro la escultura en la que él trabaja. Es una mujer, sentada. Las manos reposan quietas sobre los muslos, la espalda está inclinada hacia delante, en una postura agresiva que contrasta con la quietud de su rostro. Algo hay delante de la mujer que la impulsa a querer levantarse, pero sus piernas están hundidas en la piedra, el cincel aún no ha logrado liberarlas. Nunca llegará a hacerlo.

Suena el timbre de la puerta. Antonia quiere detener a Marcos, decirle que siga trabajando, que continúen con sus vidas, pero su garganta está tan seca como los trozos informes que hay por todo el suelo del estudio. Se oye a sí misma —a esa otra mujer, a esa tonta e ignorante mujer que sube el volumen de la música en sus auriculares— gritar algo, y Marcos deja el martillo sobre la mesa junto a la escultura a medio terminar. El cincel se lo guarda en la bata blanca, y va a atender la llamada. Antonia, la Antonia real, la Antonia que mira, la Antonia que sabe lo que va a ocurrir, quiere seguirle, y lo hace, pero despacio, muy despacio, de forma que no ve cómo abre la puerta, que no ve cómo el extraño y Marcos forcejean. Cuando alcanza el pasillo, Marcos y el extraño ya están en el suelo. El cincel ya asoma de la clavícula del extraño, su sangre está sobre la bata de Marcos, el extraño se retira, pero aún puede disparar dos veces. Una atraviesa a Antonia, la Antonia real, la Antonia que espera en el pasillo, y alcanza a esa mujer ignorante que está en el salón, con los cascos puestos y la música ya a todo volumen, sin apartar la vista de los papeles frente a ella. El tiro roza la esquina de madera de la cuna donde duerme Jorge, lo cual desvía la bala lo suficiente para que en lugar de entrar en el cuerpo de Antonia entre por la espalda y salga por el hombro. Una trayectoria amable para un balazo. Sin graves consecuencias. Sólo unos meses de recuperación. Quizás volver a barnizar la cuna.

El otro disparo no es tan afortunado. El otro disparo alcanza a Marcos en el hueso frontal, del que los médicos tendrán que arrancar luego un buen trozo para que el cerebro se expanda, intentando sanarse. Dicen que tras un rebote en la pared. Dicen que porque Marcos se arrojó sobre el extraño.

La pesadilla nunca lo deja claro. La pesadilla termina siempre con el estampido del segundo disparo aún resonando en sus oídos.

13
Una palabra búlgara

Antonia abre los ojos.

White está observándola, detenidamente. Tan inmóvil como ella.

—¿Qué sabe del intruso que irrumpió en su casa, señora Scott? —pregunta, con voz suave.

—Llamó a la puerta. Llevaba una pistola. Marcos le atacó con el cincel.

—La sangre del intruso estaba sobre la bata de su marido, ¿verdad?

—Unas gotas. No había ADN viable. Dijeron que era por los productos químicos de la bata.

—¿Quién lo dijo? ¿Quién hizo ese análisis?

Antonia se detiene, considerando las implicaciones de lo que está insinuando White.

—Yo…

—Usted no sabe utilizar un secuenciador de ADN. Es lógico. Yo tampoco. Ese tipo de tareas manuales corresponden a mentes inferiores. A la suya le corresponde saber en quién confiar. Repito. ¿Quién hizo ese análisis?

—Alguien del equipo de Mentor.

—Fue él quien le dio el informe. Quien le dijo que estaba en un callejón sin salida. ¿Verdad?

Los sentimientos vuelven a apoderarse de ella. El shock emocional vuelve a darle un tour gratuito por los lugares más interesantes de su psique. En autobús de dos alturas, con techo descubierto. Transita por la rotonda del Desconcierto, el monumento a la Rabia, la plaza de la Traición. El autobús tiene los asientos repletos de personajes de su vida, todos mirando alrededor, y señalando, y haciéndose selfis.

Cuando consigue recobrarse, con el pulso más acelerado que nunca, la sangre rebotándole en las sienes, la respiración entrecortada, siente la mano de White sobre su antebrazo. Su mano está fría como un pez recién comprado.

Extrañamente, Antonia no rehúye el contacto, tan perdida está.

—Puedo pedirle al inspector Gutiérrez que entre. Creo que aún tiene algunas de esas píldoras azules que la ayudan en momentos como éste —ofrece White, con una amabilidad pegajosa.

Antonia siente la necesidad —física, urgente, imperativa— de aceptar la oferta. Pero hay límites que no está dispuesta a cruzar de nuevo.

—Ya se encargó usted de que no me faltase de ese veneno. No pienso volver a caer.

—Ah, sí, la doctora Aguado. Un elemento de lo más útil. Debido a su profesión, en parte. Nunca he conocido a un forense que crea en Dios o en el alma. Suelen ser piezas muy sencillas de manejar. Fiables.

Al escuchar aquello, Antonia se recobra un poco. Aparta la mano de White de un tirón seco.

—Puede que manipulase a Aguado a su antojo. Puede que impidiese que analizaran el ADN del intruso, que ocultase las huellas digitales de Soler. Pero eso no prueba que usted no matase a mi marido.

White suelta el aire por la nariz y menea la cabeza, como un padre amoroso que no puede creer que su hijo aún no haya aprendido a usar el orinal.

—Corríjame si me equivoco, señora Scott, pero la carga de la prueba ¿no reside en la acusación? ¿Y aquello de «inocente hasta que se demuestre lo contrario»?

Antonia se inclina hacia delante y apunta con el índice a la cara de White.

—¿Pretende decirme que es una coincidencia que estuviese usted en Madrid acosando a Soler justo cuando ocurrió lo de Marcos?

—Es sorprendente que esté usted tan cerca y no haya sido capaz de llegar aún a la conclusión correcta. A lo mejor elegí a la reina roja incorrecta… —dice él, encogiéndose de hombros.

—Muchas veces he deseado que esa bala me matase, White. No lo crea. Que hubiese acabado usted conmigo, como ha hecho con los demás.

—Y, de nuevo, vuelve a dar un rodeo alrededor de la solución. Una vez más, obviando mis motivos y mi naturaleza. Debo reconocer que me siento muy decepcionado.

—Sus motivos… —susurra Antonia.

El mundo se detiene.

Antonia también.

Kuklenlěva.

En búlgaro, el que le lanza leones al titiritero.

Antonia cierra los ojos y desaparece por unos instantes dentro de su mundo interior. Frente a ella aparecen de pronto todas las piezas del puzle. Los monos aúllan, desesperados, mientras se las muestran. Antonia grita, interiormente, para callarlos a su vez.

Y, por primera vez, las ordena en un sentido lógico.

– Jaume Soler, un consultor informático de alto nivel que busca su ayuda para librarse del acoso de White.

– Raquel Planas, la amante de Soler, asesinada antes de que Soler fuera a buscar a Antonia, su amante inculpado falsamente.

– Marcos y ella, tiroteados en su propio domicilio.

– Jaume Soler comienza a recibir cuantiosos pagos de una misteriosa empresa offshore en un paraíso fiscal.

– Alguien oculta pruebas en el asesinato de Marcos y hace creer a una Antonia hundida que Soler ha muerto.

– Tres años después, aparece Ezequiel. Un primer intento de White de doblegarla, que fracasa.

Y aquí están, de nuevo. Con una segunda partida de ajedrez, ya que la anterior quedó en tablas. Con tres crímenes interconectados, que les devuelven exactamente al principio. A aquella misma habitación.

Kuklenlěva.

La única pieza del puzle en la que nunca pensó, la única que nunca había sido capaz ni siquiera de imaginar, aparece frente a ella, en el centro de la imagen. Un enorme agujero, hacia el que todas las demás apuntan sin remisión.

Kuklenlěva.

La imagen que las piezas forman frente a Antonia, en su complejo y extraño mundo interior, es una figura de ajedrez. Una figura incompleta, de color blanco. A la que le falta tan sólo una pieza para estar terminada.

Pero eso es lo fascinante de los puzles. Cuando sólo queda una pieza, las demás te indican su forma exacta.

La forma de esa pieza es redondeada, con una cruz en lo alto.

El rey blanco.

Kuklenlěva.

En búlgaro, el que le lanza leones al titiritero. Teniendo en cuenta que la palabra con la que los búlgaros designan a su moneda es lěv, león, no hace falta explicar mucho más.

El proceso tan sólo ha durado unos cuantos segundos. Un mundo, para Antonia Scott. Pero cuando regresa, algo ha cambiado. El aire ha mutado su naturaleza. La densidad oleosa de antes parece haberse aclarado. La noche se ha impuesto al día, y White no ha encendido la luz. Sin embargo, ambos pueden distinguirse perfectamente en la penumbra.

Quizás, por primera vez.

White está sonriendo. De una forma extraña. Casi respetuosa.

—Ha sido un privilegio poder contemplar esto.

Antonia respira hondo, apartando la mirada. Sigue odiándole, con cada fibra de su ser. Nada va a modificar eso. Y, sin embargo, algo ha cambiado también entre ellos.

—Todo este tiempo…

Él asiente, comprendiendo.

Cuando Marcos fue atacado, Antonia decidió que el asesino implacable y misterioso tenía que ser el responsable de la muerte de su marido, el que había destruido su vida.

White se desabrocha los tres primeros botones de la camisa, y se retira la tela un poco, hasta descubrir el lado izquierdo. Su piel está cuidada, los pectorales bien marcados, el cuello fibroso forma un triángulo perfecto con los hombros musculosos.

En el hombro izquierdo, sin embargo, hay una cicatriz. Una estrella irregular de cinco brazos, retorcidos allá donde la piel había decidido cómo curarse.

Una cicatriz en el lugar en el que Marcos le había clavado el cincel, justo antes de que White le disparase.

Una cicatriz más pequeña, pero no muy distinta de la que Antonia tiene en su propio hombro izquierdo, causada por el disparo de White.

—La reina es la figura más poderosa del tablero —dice él—. Pero por poderosa que sea una pieza de ajedrez no debe olvidar…

—… que siempre hay una mano que la mueve —completa Antonia.

—Exacto. Así que ya está usted un paso más cerca de resolver el crimen, ¿verdad?

La mirada de White vuelve a endurecerse. Antonia no se ha olvidado ni por un instante de con quién estaba hablando, pero la máscara se lo había dificultado por unos minutos.

La tregua ha terminado.

—Usted ha sostenido todos los triunfos desde el principio, White. No he hecho más que correr en la dirección que usted ha pretendido que corriese.

Agotarnos, minar nuestra confianza. Matar a todos nuestros compañeros. Cortar nuestros lazos con la policía. Destruir el proyecto Reina Roja.

—¿Por qué tomarse tantas molestias? —pregunta ella.

—Para completar su educación. Y ahora, termine el trabajo. Resuelva el crimen.

—Sería más sencillo si me dijese quién le contrató.

—Quizás. Pero menos interesante. En lugar de eso, he decidido responder a la pregunta que me formuló en el ascensor. La respuesta está frente a usted.

Antonia extiende el brazo y abre la carpeta de cuero, de la que White antes había sacado la foto de su familia, tomada en San Salvador.

Dentro hay otra fotografía, en blanco y negro. Tamaño 21 x 28.

A pesar de que es de noche, Antonia reconoce la calle, y la casa de los Soler. Si la foto estuviera encuadrada un poco más a la derecha, mostraría la ventana de la habitación principal. Quizás con Jon Gutiérrez a punto de asomarse a ella.

Lo que sí muestra es a un hombre junto a una moto de gran cilindrada, aparcada a unos treinta metros de la casa, detrás de un contenedor. Vestido con vaqueros y chaqueta de cuero negra. Tiene el casco en la mano, y el rostro hace un pequeño escorzo hacia la cámara.

—Nuestra Sandra es toda una paparazza. No era una imagen fácil de obtener, con tan poca luz, y el objetivo moviéndose. No le atraparon ustedes por muy poco —dice White, separando el índice y el pulgar un par de centímetros.

Antonia no ve el gesto de burla. Sus ojos no se han apartado de la fotografía, del hombre cuyo rostro está a oscuras, pero aun así claramente reconocible.

Intenta hablar, pero tiene la garganta seca.

—Usted habría llegado a este mismo sitio hace mucho tiempo. Si no le hubieran repartido cartas marcadas, por supuesto.