Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Si Mentor te viera comiendo eso… —dice Antonia.

Jon se saca un hilo de lomo de la boca para poder contestar.

—Si no se hubiera dejado matar, no estaríamos aquí, semifugitivos.

—De nuevo haces eso —responde ella, tras un silencio largo.

—¿El qué?

—Eso que haces. No es gracioso.

—Cari, tú no reconocerías lo gracioso ni aunque te estuviese pateando el culo. Y las bromas son un mecanismo de manejo del dolor.

Antonia se mete el último triángulo de Toblerone en la boca, lo mastica despacio, considerando muy seriamente lo que Jon acaba de decirle.

—¿Crees que podrías enseñarme?

—No.

Jon arruga el papel rojo y blanco del bocadillo, intenta encestarlo en la papelera cercana, falla, se agacha a recoger el papel, se limpia el resto de las migas de la chaqueta, regresa junto a Antonia que continúa aguardando, expectante.

—No me mires así. No puedo enseñarte eso.

—Me enseñaste lo de los tacos.

—No es lo mismo.

—Explícame por qué.

—Porque no es lo mismo. Porque el dolor es personal, y el humor también. Sólo tú eres dueña de esas dos cosas.

—No lo entiendo. ¿Harías un chiste si yo me muriera?

Jon, que ha pasado noches enteras en vela sufriendo por la posibilidad de que eso sucediera. Que ha tenido que apartarla de la trayectoria de un todoterreno en marcha. Que ha recibido más de un disparo por su culpa. Que ha saltado de un tejado para salvarla y un cierto número de cosas más que no viene al caso, piensa en cómo se rompería su corazón si esa cosa minúscula de pelo sucio desapareciera del mundo.

—Aún no estarías fría del todo, y ya me estaría riendo —asiente, muy serio.

Antonia suelta una carcajada. Lo cual es un fenómeno más extraño que el cometa Halley. Tiene una risa preciosa, cristalina, armónica. Contagiosa, incluso. A pesar de ello, Jon considera su sagrada obligación mantener los labios rectos y las mandíbulas apretadas.

—¿Qué te parece tan gracioso? —dice, entre dientes.

—El algor mortis. El frío de la muerte. Se calcula con la ecuación de Glaister. Por un método muy concreto.

—¿Qué es?

—Un termómetro en el recto.

La sagrada obligación de Jon se va al carajo.

Ríe.

Ríe con todas sus fuerzas, de la fragilidad de la existencia, de los termómetros en el culo y de su propia indefensión.

Ríe, y Antonia se une a él, hasta que los dos acaban llorando.

—No quiero quedarme aún más sola —dice ella.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabes, Jon. Hay algo que no te he contado.

Y Antonia le explica qué es lo que estaba haciendo la noche en la que él desapareció. Lo que iba a contarle cuando Sandra le drogó, le metió en un coche y se lo llevó.

Cómo tomó la decisión más difícil de su vida. Desconectar la máquina que mantenía a Marcos con vida.

Le cuenta cómo su cuerpo se había deteriorado todavía más en estos meses. Sus miembros se habían encogido, su piel se había vuelto opaca y flácida. Haciendo visible el diagnóstico. Los médicos le habían desahuciado hace años. Ninguna posibilidad, dijeron. Y Antonia no les creyó. Le dio la espalda a la razón, porque era demasiado orgullosa para admitir un error irreparable.

—Luego te conocí a ti, y lo cambiaste todo —le dice.

Le cuenta cómo Jon había vuelto a conectarla con la vida. Con la posibilidad de equivocarse. No le habla de su ritual diario, de su deseo de muerte, de sus tres minutos. De lo que la mantiene cuerda. Porque hay territorios del alma que no pueden ser compartidos, por mucho que quieras y confíes en la otra persona.

Le cuenta lo que ha significado volver a sentirse viva, sólo para ver cómo todo lo que amaba era destruido o se ponía en riesgo.

—Primero Marcos, luego Jorge, luego Mentor. Ahora tú.

Jon escucha el relato, en silencio.

Cuando ella termina, le cuenta uno a su vez.

—Sé lo que significa creer que tienes la culpa de todos los males del mundo. Tengo un amigo que se echó al monte con ocho años. Llevaba dos vueltas de chorizo, media barra de pan y una bota medio llena de Fanta Naranja. Todo porque un chaval en el colegio le decía a mi amigo que su padre se había marchado de casa por su culpa. Antes de la segunda noche dos guardias civiles lo sacaron a rastras de un aprisco. Que, si es por él, ahí se hubiera quedado.

Antonia lo piensa un momento y mira a Jon con ternura, sin decir nada.

—Mira, te lo voy a decir. El amigo soy yo —aclara él.

—Ya lo había adivinado.

—Realmente eres la mujer más inteligente del mundo —ironiza Jon. Y luego se pone serio—. Pero no tienes que ser la más solitaria.

Ella sonríe, una tímida sonrisa de agradecimiento, y se pone en pie.

—¿Puedo saber por qué me cuentas esto ahora? —dice Jon.

—Porque te has dejado el móvil en el coche.

El inspector Gutiérrez se palpa el bolsillo, extrañado. Luego mira a Antonia, que tampoco tiene su bolsa bandolera. Mira al coche, aparcado cerca del autolavado. A unos diez metros.

—No te entiendo.

—Esto era muy personal. No quería que él lo oyera.

Entonces Jon rebobina. Hasta el instante en el que se despertó sin teléfono en una silla de ruedas. Adelanta unos capítulos. Hasta la ocasión en la que Aguado le dio un nuevo terminal, con el mismo número.

Suma esos dos momentos, y les añade la certeza líquida, difusa y etérea, de que White siempre parece saber dónde están en cada segundo.

Que va siempre dos pasos por delante de ellos.

Como si…

—Jooooder.

—Exacto.

—¿Nos ha estado escuchando desde el principio?

Antonia asiente, despacio. Dejándole hueco para que vaya llegando a las conclusiones, por sí mismo. A veces tiene consideración. No muchas.

—¿Usando el micrófono de mi móvil?

Otro asentimiento.

—Y quizás también el mío. Me he quitado todo. El iPad, el teléfono, el reloj. Todo se ha quedado en el coche.

Jon menea la cabeza con incredulidad.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Lo he sospechado desde que empezó todo. Porque es exactamente lo que yo hubiera hecho. Saberlo, lo sé desde hace un rato.

—¿Cómo?

—Aguado ha usado una frase que tú me dijiste en casa de Soler. «Cerebro programado para las evidencias.»

—Tú y yo estábamos en otra habitación. No había forma de que ella lo escuchara —dice Jon.

—Creo que lo ha hecho intencionadamente para avisarnos, sin que White lo sepa.

Jon respira hondo, y cuando exhala el aire lo hace con un suspiro que agita las hojas muertas, un envoltorio de caramelos y uno de esos trozos de papel, con el que te limpias las manos después de echar gasolina, que hay por el suelo.

—Eso no la exime de culpa, en absoluto.

—No. Pero creo que, al final, quería ayudarnos.

—Espera un momento —dice Jon, que sigue asimilando poco a poco la nueva información—. Eso quiere decir que… si sabes que nos estaba escuchando desde el principio…

—No te lo he dicho, porque se te hubiera notado, Jon.

—Cari, que tú no sabes mentir —dice el inspector, con el rostro encendido—. Que eres la peor mentirosa que he visto.

—Y tú no sabes camuflar tus emociones.

Jaque mate.

La muy cabrona.

Jon tiene que admitir que, de haberlo sabido, con todo por lo que han pasado, por todo por lo que han sufrido, y dado su historial personal de confrontación —de liarse a hostias, en cristiano— con los obstáculos que se le presentan en la vida, a lo mejor se le hubiera notado.

Por lo que sea.

—Entonces… todo eso que has dicho sobre no tener ni idea de por dónde vamos, ni qué hacer, ni nada de eso, era…

—En su mayor parte, verdad.

—En su mayor parte —remeda él, con acento sombrío.

—Creo que intuyo lo que está pasando. Algo, al menos.

—Y no vas a decirme nada, ¿verdad?

—Si ya lo sabes, ¿para qué preguntas? —dice Antonia, con una mirada de pura inocencia.

9
Un mensaje

Antonia regresa al coche, esta vez de nuevo al asiento del copiloto, razonablemente limpio. Tampoco es como si a ella le fuera a molestar el olor.

Cuando Jon se sienta a su lado, tiene que apartar el teléfono, que había quedado abandonado sobre el asiento. Al volvérselo a meter en el bolsillo, siente miedo y asco ante un dispositivo que no solía traerle más que cosas buenas.

Bueno, unas cuantas cosas buenas. Como el Grindr, por ejemplo.

El inspector Gutiérrez se da cuenta de que ella había tenido razón desde el principio. Saber que había una tercera presencia con ellos en el interior del coche, otro par de oídos, es imposible de olvidar. El mismo principio que rige en Gran Hermano: por mucho que intenten venderlo como realidad, todo es una actuación. Así que decide hablar lo menos posible.

Porque la bomba de su cuello es, desde luego, imposible de olvidar.

—¿Qué crees que va a pasar ahora? —le dice a Antonia, esforzándose por sonar natural. Es decir, agobiado, cansado y muerto de miedo.

—Nos escribirá. Aún tiene que darnos la tercera dirección. El tercer crimen que resolver.

—¿Crees que ese puto enfermo…

Antonia abre mucho los ojos, y le hace un gesto con la mano.

Jon intenta moderarse. Confirmado, es imposible de olvidar que estás hablando para la misma persona que tiene tu vida a tan sólo un botón de distancia.

—… puede darnos la solución ahora?

—¿A qué te refieres?

—Cuando buscamos la solución al asesinato de Raquel Planas, no pudiste encontrarlo. Cuando estabas buscando al asesino de Soler, encontraste al asesino de Planas, el propio Soler.

—No te falta razón —dice Antonia, tras reflexionar un momento.

—A lo mejor tenías razón antes en lo que dijiste. A lo mejor simplemente no es posible ganar este juego.

—Jon, ya sabíamos que todo estaba amañado. Es un asesino psicópata, no el Tribunal Supremo.

—No, lo que quiero decir es que nunca tuvo intención de apretar este botón —dice Jon, señalándose el cuello—. No hasta ahora, quiero decir. No sé qué vendrá ahora, pero estoy convencido de que lo que quería de verdad era traernos hasta aquí.

—No lo sé. No lo sé —dice Antonia—. Ahora mismo estoy demasiado cansada, demasiado vacía, demasiado superada. Haré lo que me pida, mientras tengas eso ahí. No queda ningún otro remedio. Y tú harás lo que yo te diga.

El inspector Gutiérrez escucha a su compañera con recelo. No sabe cómo juzgar lo que acaba de escuchar.

Resulta que el señor White interpreta mejor que él.

Jon sonríe, sin poder evitarlo. De pronto, el omnipresente y poderoso White ha perdido algo de su fuerza, de su intimidación. Porque, de no haber sabido que su teléfono se había convertido en un micrófono involuntario, Jon se hubiera cagado encima al escuchar el mensaje

(dos pitidos, vibración)

en el móvil de Antonia, sonando justo al terminar ella la frase.

Con la perfección y la sincronía de un montador de películas de Hollywood.

Jon, que con el cine tiene más vicio que una puerta vieja, se había quedado un día prendado de un documental que vio sobre el trabajo de Skip Lievsay en El silencio de los corderos. De cómo había logrado mezclar el sonido de manera que las voces de los actores de una escena comenzaran a escucharse cuando aún no había terminado la escena anterior. Es la posición superior del narrador, conociendo lo que va a suceder antes que nosotros, lo que nos provoca la sensación de amenaza.

Pero en realidad Jon no temía que White les escuchara. Temía que fuera omnipotente.

Y no lo es. Es un señor con un micrófono.

Podemos con él. Puede que sea muy listo. Incluso puede que sea más listo que Antonia. Puede que lo tenga todo pensado.

Pero si al final tengo que elegir entre él o yo, si tengo que llevármelo por delante, lo haré. Y eso es una fuerza que él no podrá nunca igualar, piensa Jon.

Antonia, entretanto, levanta el teléfono y mira el mensaje.

Y el rostro le cambia.

Le enseña la pantalla del móvil a Jon.

Y a Jon le cambia también.

Esta vez no necesitan buscar en Heimdal qué crimen se ha cometido en esa dirección. Ni tiene que programar el GPS para que le ayude a encontrarla.

Porque el crimen que se cometió en ella lo sabe de sobra.

Porque la dirección que acaba de llegarle al móvil es la dirección de Madrid que mejor conoce.

MELANCOLÍA, 7

La dirección de Antonia Scott.

10
Un ático

Al llegar al último piso, se encuentran la puerta del ático.

Verde. Antigua de narices. Descascarillada.

Abierta. De par en par.

Jon saca el arma, con cuidado, y se coloca delante de Antonia. Hace meses que consiguió quitarle el mal hábito de dejar la puerta abierta.

No es que haya cambiado gran cosa dentro del piso. Sigue casi vacío, sin nada que merezca la pena robar. Salvo un precioso ficus de plástico, situado en el distribuidor.

Jon avanza por el pasillo, sujetando el arma con las dos manos. La cocina está vacía, a oscuras. El antiguo estudio de Marcos, también.