Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Antonia siente un escalofrío, y no es sólo por la lluvia que le resbala por el pelo, se cuela por el cuello de su camisa y le empapa la espalda, el sujetador, desciende hasta su cintura por la piel blanca y fina. No, su frío brota de dentro hacia fuera.

—Nunca tuve ni la más mínima oportunidad de vencer, ¿verdad?

—Tan sólo le ha hecho creer que podría. No es usted más que una cometa en mitad de un vendaval.

—¿Y usted? ¿Cree que ahora la dejará marcharse? Así, sin más. Sabiendo todo lo que sabe.

—Era nuestro acuerdo.

—La matará —le previene Antonia.

—Es posible.

Antonia baja la voz hasta convertirla en un susurro.

—Rece porque así sea. Porque si no es él, seré yo. Voy a encontrarla, Aguado. Pagará por lo que ha hecho.

Un susurro suave emitido por una mujer minúscula y medio rota. Una mota minúscula en un universo indiferente.

Apenas perturba la lluvia y el viento de marzo.

La lluvia y el viento de marzo no saben nada. Aguado sí. Por eso un cubo de hielo desciende por su espina dorsal. Tendrá que vivir el resto de su vida sabiendo que es la destinataria de esa promesa.

—No dudo de que lo intentará. Adiós, Antonia.

6
Un atasco

Cuando Aguado cuelga, Antonia explota.

Si fuese otra persona —pongamos el inspector Jon Gutiérrez, ya que es la persona que más cerca está de Antonia ahora mismo— y tuviera que lidiar con las emociones que ella está procesando en este instante, lo haría probablemente a través de un ataque de rabia. Arrancando de cuajo una papelera de una farola, por ejemplo. Gritando y hundiéndola a pisotones, hasta dejarla convertida en una lámina de plástico de un par de centímetros de grosor.

No es tan fácil para Antonia.

Ella está sintiendo al mismo tiempo la agonía de la pérdida y la tortura de su propia ceguera. Pero, por encima de todo, la traición de la confianza.

Cuando las personas dejan que otras se acerquen a ellas, lo hacen por un motivo. A veces, esa aproximación ocurre de manera gradual, casi imperceptible. Pero, por muy despacio que eso ocurra, siempre hay un momento. Algo que cambia la etiqueta que la cara de esa persona lleva en nuestro archivo personal. Ya sea un compañero de trabajo, un vecino, alguien a quien conoces en una red social, siempre hay algo. Un gesto, una mirada, una frase. Una risa compartida, un segundo de lucidez conjunta. No siempre lo recuerdas de forma nítida y consciente. Pero, si te esfuerzas un poco, eres capaz de llegar a encontrarlo. Ese día, hora y minuto exacto en el que el cartel bajo la foto cambia de conocido a amigo.

Para Antonia, alguien que tiene muy pocos de los primeros y menos aún de los segundos, alguien que tiene una memoria inabarcable y una capacidad analítica enfermiza, esos momentos son hitos imborrables.

Con Mentor, fue un día, tras un entrenamiento, muy al principio. Ella estaba sudada y exhausta, dudosa de sus propias capacidades. Sintiéndose, como todas las personas realmente inteligentes, una impostora. Y él se acercó con una toalla en la mano, y le dijo:

—Te envidio.

Fue sólo eso. Una única frase. Sincera y real. Desconcertante, como sólo puede serlo la verdad. Hay una enorme cantidad de idiotas en el mundo real que se creen inteligentes, capaces de entrenar a la selección, operar a corazón abierto y arreglar el problema de la inmigración. Emiten sentencias incontestables sobre cada uno de esos temas en el lapso de pocos minutos. Las personas realmente inteligentes dudan sobre todo y sobre todos, pero por encima de todo dudan de ellos mismos.

Mentor, con aquella frase, cambió el cartel bajo su foto. Antonia siguió odiándole —sigue haciéndolo, por todas las mentiras—, pero tal y como odias a alguien que está dentro del muro, no escupiendo desde fuera.

¿Y el inspector Gutiérrez? Oh, ésa es sencilla.

Justo al salir del despacho de Laura Trueba, cuando Antonia vio reflejado en el dolor de una madre ajena el suyo propio, Jon estuvo ahí. Le acompañó a ver a Jorge al colegio. No hizo demasiadas preguntas equivocadas, lo que para Jon es todo un récord. Lo que le hizo fue una tortilla de patatas. Antonia le perdonó que le pusiera cebolla, incluso. No es que pueda notar demasiado el sabor —le supo, como todo, a cartón—, pero no hay manera de camuflar la textura de los pequeños trozos entre los dientes.

Antonia, que no podría freír un huevo ni aunque su vida dependiera de ello, es muy consciente de los pequeños actos de amor. Del valor que se esconde dentro de un gesto tan aparentemente minúsculo como cocinar para otra persona. Te salta a la cara, como una caja de esas de broma con una serpiente de papel dentro. Estás tan tranquila y zas, una tonelada de amor, directa al rostro.

Con aquella tortilla de patatas, Jon cambió el cartel bajo su foto. Y no se detuvo ahí. Siguió cambiándolos, hasta que ya no le quedaron más carteles que ponerle. La progresión extraño, compañero, amigo, familia, culminó en una palabra con tres letras. Una jota, una o y una ene. Para Antonia, no se puede ser más que eso.

¿Y la doctora Aguado?

Antonia evoca el momento en que se encontraron por primera vez, en casa de Laura Trueba. Tan sólo era una técnica emocionada por haber leído su expediente. Curiosa, por conocer a la monstruita responsable de lo de Valencia. Admirada, o eso le había transmitido Jon, después.

El cartel debajo del rostro de Aguado cambió días más tarde. Cuando Antonia afrontaba uno de sus momentos más oscuros. Ezequiel se había escapado tras una ardua e infructuosa persecución. Antonia se debatía consigo misma, con las incoherencias del caso. Tenía claro que aquel asesino era una clase de animal distinto a lo que ella conocía. Por supuesto, estaba en lo cierto, salvo que por las razones equivocadas.

Aquel momento de dudas e incertidumbre, en aquella madrugada de insomnio y desasosiego la encontró junto a la cama de Marcos. Agarrada a su mano derecha, contemplando la pared y concentrándose en el sonido del electrocardiograma en el silencio boscoso del hospital. Con los ojos arrasados por las lágrimas, desesperada, hundida, derrotada. Con ganas de devolver centuplicado el sufrimiento a quienes se lo causan a otros.

En ese estado débil, llamó Aguado. Su voz, al otro lado del teléfono, fue como un faro, una cuerda a la que aferrarse en medio de las olas. Cascada por el tabaco y por el cansancio, rasposa por la alergia, o al revés. La soledad hace del alma una esponja reseca, que acepta con gratitud cualquier líquido que le caiga encima.

Aguado le había mentido mientras ella sostenía la mano exánime de su marido en coma. Siendo ella cómplice de los que le habían postrado en aquella camilla.

De alguna forma, aquél era el peor insulto de todos.

Y todo esto es lo que ha pasado por la cabeza de Antonia Scott entre el momento en el que Aguado cuelga y ella separa el teléfono de la oreja.

Contar esto lleva tiempo.

Cuando Aguado cuelga, Antonia explota, decíamos.

La agonía de la pérdida, la tortura de su propia ceguera, la traición de la confianza. No hay palabra en lengua alguna que sea capaz de resumir ese colapso de tráfico en el cerebro y el corazón de Antonia.

Su cuerpo decide por ella. Su estómago se contrae una, dos veces. En el tercer retortijón, Antonia vomita el escaso contenido de su estómago sobre la ventanilla del Audi.

Jon, que estaba a punto de pisotear una papelera, cambia la violencia por amabilidad —se saca un pañuelo limpio del bolsillo y se lo ofrece a Antonia— y la furia por arrepentimiento —se arrepiente, concretamente, de haber dejado la ventanilla abierta.

—Hija de puta —dice Antonia, entre toses y arcadas.

Escupe, pero la boca le sigue sabiendo a todo eso de antes. A pérdida, a ceguera y a engaño. Mezclado con la bilis, por fin encuentra una palabra:

Desesperación.

Acepta el pañuelo de Jon, se limpia los labios y la barbilla.

—Puedes quedártelo, cari —dice Jon, cuando Antonia hace el gesto de devolvérselo.

—Hija de puta —repite ella, cerrando el puño en torno al pañuelo y golpeando en el techo del coche.

—Tampoco puedes pasarte al otro lado con los tacos, cielo —la provoca Jon—. Hay que encontrar el punto medio.

—¿Cómo puedes bromear en un momento así? —dice ella, dándose la vuelta, y atacando a Jon con el puño cerrado. Le golpea el pecho con todas las fuerzas que le quedan, con el resultado que cabía esperar. Él acepta los golpes, con los brazos abiertos, dándole tiempo, ofreciéndose, esperando. Cuando por fin está lista, cuando dentro no le queda más furia, sino tristeza, se limita a recibirla cuando ella se derrumba sobre su pecho. Sólo entonces se atreve a rodearla con los brazos y a dejar que ella, entre mocos y lágrimas, acabe de arruinarle el lavado en seco.

7
Una espantada

—Te están esperando dentro —dice Jon, cuando Antonia se separa de él.

Antonia se seca los ojos, vuelve a sorber por la nariz y le da más uso al pañuelo. Luego abre la puerta del copiloto, ve el desastre que ha causado en la tapicería, se lo piensa mejor y se sienta en la parte de atrás.

Jon golpea, suavemente, el cristal.

Antonia lo baja.

Jon se apoya en la puerta.

—La escena ya está limpia. Tenemos que…

—No vamos a volver ahí dentro —contesta ella, sin mirar.

—Antonia…

—No. Ya sabemos quién ha sido.

—Antonia…

—¿Quién está al mando de la escena?

Jon mira por encima de su hombro, y se da cuenta de que no tiene una respuesta.

—No lo sé. Había alguien de la policía, pero estaba discutiendo con uno del CNI. Había una juez en camino, también…

—Exacto.

Jon comprende, de pronto, lo que Antonia está pensando. Normalmente ellos llegaban a cualquier escena del crimen por la puerta de atrás, sin preguntar a nadie y sin pedir permiso. Si surgía cualquier clase de problema, tan sólo tenían que hacer una llamada. A los pocos minutos, milagrosamente, todas las puertas se abrían, todas las barreras caían, todos los baches se allanaban.

El problema es que la persona que hacía las llamadas yace ahora en el suelo de hormigón de la nave, cubierto por un charco de su propia sangre.

—No podemos dejarle ahí solo, Antonia.

Ella mira a su alrededor, a todos los extraños que entran y salen de la nave, las caras desconocidas, las luces estroboscópicas. El caos que les devorará sin remisión, si no juegan bien sus cartas.

—En esta escena del crimen no somos investigadores, Jon. Conocemos a las víctimas, sabemos quiénes son los asesinos. Ahora somos personas de interés.

—Pero…

—Si entramos ahí, no saldremos. Nos meterán en una sala de interrogatorios, y no es como si tuviéramos tiempo que perder —dice ella, señalando a su cuello.

—¿Y qué propones, entonces?

—Volar bajo. Durante un rato. Necesito pensar.

El inspector Gutiérrez tamborilea con los dedos en el techo, ponderando lo que ha dicho Antonia. Por desgracia, es cierto. Sin su paraguas habitual, no son más que un humilde funcionario oficialmente suspendido y una filóloga en paro.

—Nos buscarán, igualmente.

—Tendremos que ser fugitivos, durante unas horas. No será la primera vez.

Jon sonríe, a través del cansancio, y rodea el coche. Se sienta al volante y mira por encima del hombro hacia el asiento trasero.

—¿Adónde vamos, miss Daisy?

Antonia le devuelve la mirada, con un desconcierto rayano en la indefensión.

—No importa —dice Jon—. Conozco el lugar ideal para una mujer de tu categoría.

8
Un Toblerone

La estación de servicio Repsol de la avenida de Aragón, enfrente de la ITV, puede no figurar en la Guía Michelín ni haber ganado ningún premio en TripAdvisor, pero a cambio tiene colesterol envasado de primeras marcas. Incluso el nuevo Toblerone relleno de Funduk, que está haciendo furor.

Antonia coge los veinte euros que le alarga Jon y se hace con todas las chocolatinas que puede. Se las come, sentada en el banco cercano a los servicios, tan cercano que puede escuchar el sonido de las cisternas.

Jon, entretanto, lava el coche. Le pasa la aspiradora por dentro, lo limpia bien y lo rocía con ambientador hasta que huele a vómito con vainilla, en vez de sólo a vómito.

Cuando acaba, entra a ver qué puede encontrar que no sea mortal. Un vistazo al mostrador le confirma lo que temía: la comida es tan mala que se puede ver a los estreptococos correr por el mostrador huyendo de ella. Al final se resigna a deleitarse con un bocadillo de lomo reseco, la opción menos repulsiva que ofrece la amplia carta del establecimiento.