Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Sandra regresa, al son del diálogo entre guitarra eléctrica y batería con el que arranca la canción, hasta las bombonas de gas. Cierra las espitas, y así se asegura que, al menos, podrá echar un vistazo rápido en su camino de regreso. Un pobre consuelo —no es lo mismo ver el balón dentro de la portería, que ver cómo entra—, pero es lo que hay.

Se incorpora justo a tiempo.

El disparo de escopeta revienta el mecanismo del aire acondicionado, en el lugar exacto donde estaba su cabeza hace sólo un segundo. En vez de atravesar su cráneo, destroza el faldón de su gabardina Burberry. Una edición especial, en cachemira y seda, más de cuatro mil euros y pico.

La rabia inunda a Sandra, más que si el disparo le hubiera volado la cabeza. Si así fuera, no se habría enterado del estropicio, al fin y al cabo. Reacciona de forma instantánea, arrojándose al suelo y devolviendo el fuego.

3
Unos pecados que vuelven

Mentor se esconde detrás del MobLab. La parte delantera de la furgoneta absorbe los disparos. Las balas de .9 mm destrozan el parabrisas, la rueda delantera derecha, y uno de los faros. Y Mentor sabe, entonces, que está jodido. Porque no tiene apenas entrenamiento en armas, ha perdido el factor sorpresa…

Y esa zorra loca hija de la gran puta sabe muy bien lo que está haciendo. Al fin y al cabo, le enseñé yo.

Encogido de miedo, se maldice en repetidas ocasiones por su estupidez.

Hace menos de dos minutos estaba saliendo de su despacho en dirección a la máquina de sándwiches cuando vio a Sandra junto a la puerta de la sala de reuniones. Vio la cadena, y enseguida ató cabos. Se deslizó pegado a la pared de la nave hasta su coche, y recobró la escopeta del asiento del copiloto.

En ese momento, sintió la tentación —física, urgente, imperativa— de correr hacia la puerta de salida y poner tierra de por medio. No había nada que se lo impidiese. Miró una vez en esa dirección, y luego, de vuelta hacia el interior de la nave. Allí, asesinando a casi todo su equipo, estaba el fruto de sus pecados. Lo que había barrido bajo la alfombra, y que había vuelto arrastrándose, más fuerte que nunca.

Amartilló el arma.

Al fin y al cabo, ya sabemos lo que dijo Chéjov sobre las escopetas, pensó, antes de dirigirse de cabeza hacia él.

Ahora mismo, parapetado tras la furgoneta, Mentor se arrepiente de no haber corrido hacia la salida. Se arrepiente de haber fallado el tiro —fácil y por la espalda—. Se arrepiente de muchas cosas, pero sobre todo de haberse dejado el tabaco en el abrigo. Tiene tan claro que va a morir en los próximos cincuenta segundos, que lo que más le jode es no poder darle una última calada.

Por otro lado, voy a dejar de fumar definitivamente, piensa, rodeando el MobLab, en el sentido contrario a las agujas del reloj.

Salir corriendo está descartado. Desde el lugar donde estaba Sandra, tiene más que cubierta la entrada y el camino hacia el coche. La única posibilidad que tiene es tenderle una trampa, rodearla.

Entre la furgoneta y el laboratorio de Aguado (espero que no esté dentro, espero que haya podido escapar) queda un hueco, suficiente para que un cuerpo pase de lado. El ancho del enorme espejo retrovisor, y un poco más. Si se mete por ahí, aún tendrá una oportunidad. Incluso si ella decide rodear la furgoneta por el mismo lado, se encontrará con el cañón de la escopeta apuntando en línea recta a su asqueroso rostro amable.

Ni siquiera yo puedo fallar eso, piensa.

Con el cañón por delante, Mentor se introduce en el hueco. Es una apuesta a vida o muerte, al cincuenta por ciento. Al menos si contamos sólo las opciones que se le han ocurrido a él. Que le disparen a los tobillos por debajo del bastidor de la furgoneta ni lo ha considerado. Le pasa vagamente por la cabeza cuando ya está metido en el estrecho callejón entre el metal de la carrocería y el cemento de la pared, pero ya es demasiado tarde. Sólo queda seguir adelante. Un metro. Dos metros.

Cuando está a mitad de camino, tan cerca del retrovisor que casi puede rozarlo con el cañón de la escopeta, escucha la risa.

Una risa aguda y filosa, como la hoja de un cuchillo.

Sandra aún continúa riéndose un poco más, como si no pudiera controlar esa risa. La clase de risa que viene de un lugar muy lejano, y que puede conducirte a la locura.

Mentor siente un puño de hielo hurgar en su interior, rascar sus tripas, atascarse en su esófago. Ella está justo detrás de él.

Y cuando piensen quién ha sido le diremos que no, no han sido tus amigos, allí nadie quedó —tararea, bajito.

—Por favor… —dice él, cerrando los ojos.

Una gota de sudor, o quizás una lágrima, le resbala por la mejilla y le alcanza la comisura de los labios. Un delicado sabor salado se insinúa en su lengua. Intenta tragar saliva, y lo logra con dificultad.

—Resuelve esto —dice Sandra, en una imitación bastante potable del tono de Mentor en las sesiones de entrenamiento—. Estás en un lugar muy estrecho, apuntando con un arma larga hacia delante. No tienes espacio para cambiarte el arma de mano, y tu enemigo está justo a tu espalda. ¿Qué haces?

Él no responde, por supuesto. Pero ella da un paso hacia él, y le apoya la pistola en su axila. Nota el frío del metal a través de la camisa empapada en sudor.

—No puedo hacer nada —responde él.

—Demasiado fácil y demasiado lento —sentencia Sandra.

Clava el cañón del arma en su nervio circunflejo. Una sacudida de dolor insoportable recorre el cuerpo de Mentor, hace que se contraigan los músculos de su brazo izquierdo. La escopeta cae del derecho. Una humedad y un calor le inundan la entrepierna. No enteramente por el daño reflejo.

—Dispara de una vez, hostias.

Sandra chasquea la lengua, con desaprobación. Como si la mera idea de que creyera que iba a librarse tan fácil le resultara ofensiva.

—¿Sabes qué? Yo lo único que necesitaba era que me quisieras. Pero nunca llegaste a verme. Nunca llegaste a descubrir quién soy.

—Eres un error. Eso es lo que eres. Un error del pasado.

Ella se ríe de nuevo.

Es una risa distinta a la anterior.

Más sencilla.

Casi infantil.

Se aproxima a él, hasta pegar su rostro al suyo, y baja la voz. Es una vieja amiga, contando un secreto al oído.

—Sí, tienes razón. Pero bastante anterior a lo que crees.

Antes de dispararle en la cabeza, le canta, suavecito, el estribillo de la canción.

Después de dispararle en la cabeza, le recoloca el pelo que le clarea en la frente.

—Habría hecho cualquier cosa por ti.

4
Siete instantáneas

Ni Jon ni Antonia recordarán con claridad las siguientes horas de su vida, más allá de una colección de instantáneas tridimensionales, momentos congelados en el tiempo, sin solución de continuidad entre ellos.

  1. Jon aprieta convulsivamente el botón de la llamada en el teléfono del coche. Antonia está conduciendo por el arcén en la salida de la M40. El retrovisor izquierdo se lleva por delante el de un coche que estaba demasiado cerca. Una lluvia de fragmentos de cristal, plástico y cables se queda suspendida en el aire.
  2. Jon conecta la radio policial —disimulada bajo el salpicadero del coche—, a tiempo de escuchar la llamada a las unidades cercanas. Sus manos forman un incrédulo triángulo equilátero en torno a sus sienes. Es el tipo de cosas en las que se fijaría Antonia, pero esta vez no lo hace.
  3. Dos furgonetas de la Policía Nacional y un coche de bomberos aguardan a la salida del cuartel camuflado. Esperan instrucciones que no llegan. Las luces azules de las sirenas arrojan destellos fantasmales sobre la nave anodina. Antonia camina hacia el interior, seguida de Jon, entre los gritos de los policías.
  4. Un bombero, la cara cubierta por la máscara de oxígeno, deja caer el hacha sobre la cadena que obstruye la puerta de la sala de reuniones. Los eslabones vuelan por el aire, y una nube anaranjada y tenue escapa de la puerta abierta. Los cuerpos del interior hace tiempo que han dejado de agitarse entre las convulsiones de la muerte, pero más de uno tiene la mirada vuelta hacia la puerta. Como si aún no hubieran perdido del todo la esperanza.
  5. Antonia se agacha para cerrar los ojos del cadáver de Mentor. Sus dedos están rozando los párpados. Los sanitarios del Samur le han dejado la camisa abierta después de certificar la muerte. Uno de ellos habla con Jon, a pocos metros. Jon tiene el rostro desencajado. El sanitario tiene los labios extendidos hacia delante —como si se preparara a dar un beso—. Están formando la cuarta letra de la palabra imposible.
  6. Antonia llora, un antebrazo apoyado en la carrocería del Audi, la mano izquierda aferrando el brazo de Jon que intenta consolarla, aunque sin mirarla. Jon acompaña con la vista a la camilla que se lleva el cuerpo de su jefe. La lluvia arrecia, y las ruedas de plástico de la camilla salpican diminutas gotas al hundirse en las rendijas de la acera.
  7. El teléfono suena. Antonia sorbe los mocos con ansia y se lo saca del bolsillo. Jon aún está mirando en otra dirección, así que tarda en darse la vuelta. Antonia se seca las lágrimas con el dorso de la mano, incrédula, al ver quién está llamando.

5
Una llamada

Antonia descuelga el teléfono.

—¿Llama para pedir perdón?

—No. Sé que eso no lo voy a obtener —dice Aguado—. No en esta vida, al menos. Llamo para despedirme.

Cuando no eres capaz de analizar bien tus propios sentimientos y de comunicarlos, como en el caso de Antonia, cuando para ti es un rompecabezas, lo que para otros cae de cajón, desarrollas mecanismos de adaptación. Pero no hay mecanismo de adaptación capaz de asimilar y procesar lo que ella está sintiendo ahora mismo. La mezcla de emociones es abrumadora.

—¿Cómo ha podido? ¿Cómo?

—Porque no he tenido otro remedio. Me tiene atrapada, como la tiene a usted.

Antonia no puede contenerse y suelta de golpe todo lo que ha estado acumulando durante estos minutos horribles. Todas las conclusiones que han caído en su sitio, las diminutas piezas de la enorme maquinaria, encajando por fin en su lugar.

—Desde hace mucho tiempo, ¿verdad? Fue usted quien le dio a Covas un informe falso que aseguraba que Jaume Soler había muerto. ¿Fue usted también quien le habló de White a Sandra, o fue al revés? ¿Manipuló usted también las pruebas en casa de Laura Trueba, el primer crimen de Sandra?

—Acierta en muchas cosas, me temo.

—Cuando yo estaba obsesionada con encontrarla, con usarla a ella para llegar hasta White, ¿qué hizo usted? Sacó las cápsulas rojas de la cámara para «ayudarme». Y no me cabe duda de que también fue usted quien le sugirió a Mentor que sería perfecto para nosotros que investigásemos lo de Málaga. De esa forma nos tenían entretenidos mientras ustedes preparaban su gran golpe…

Antonia sólo para de hablar cuando siente la mano de Jon en su hombro. Ella está apoyada en el coche, bajo la lluvia. Tiene el pelo empapado, y el alma lacerada. La mano de Jon es un bálsamo, un ligero alivio que le permite sujetarse a la realidad.

—No me permite decirle nada más. Lo lamento.

—Entonces, ¿para qué llama? ¿Se lo ha pedido él? Es también parte de su juego, supongo.

Al otro lado de la línea, la forense guarda silencio. Antonia casi puede escucharla deshaciéndose de sus excusas y justificaciones. Descartándolas sin miramientos. Quien ha llegado tan lejos como ella, no puede tampoco albergar demasiados escrúpulos.

—Lo he hecho porque él me lo pidió.

—Y con ello hoy ha matado a doce personas.

—Mataría a doscientas si me lo ordenase. Sin pensarlo un momento.

—¿Qué tiene sobre usted, Aguado? ¿Cómo consiguió doblegarla? —pregunta Antonia, desesperada por conseguir una brizna de información.

—Esto no voy a decírselo. Pero seguro que es usted capaz de hacerse una idea.

Sí, Antonia se la hace.

En realidad, no importan los detalles. Una novia, un hermano, una madre. Sea quien sea la persona a la que está amenazando White en la vida de Aguado, se limita a hacer válido lo que Antonia ya sabía. Nadie está libre de hacer nada, ni siquiera lo más horrible, por amor. El amor es lo más poderoso que existe.

—Podría haber usted acudido a mí. Yo la hubiera ayudado.

—Usando… ¿cómo lo llamó el inspector ayer? ¿Su cerebro programado para las evidencias?

—Juntos…

Aguado la interrumpe.

—No sabe lo que es capaz de hacer. Cómo es capaz de anticiparse a todo. Por mucho que usted prevea y planifique una posibilidad, él ya ha estado ahí. Nadie puede vencerlo, Scott. Ni siquiera usted.