Pero mira el cronómetro.
No puede evitarlo.
Seis segundos.
Cinco segundos.
Qué hortera, piensa de nuevo.
Cuatro segundos.
Tres segundos.
Morir mirando un cronómetro.
Dos segundos. Un segundo. Nada.
Jon suelta la mano de Antonia cuando después de unos instantes en que se detiene el aire, comprende —con una inexplicable decepción— que la cuenta atrás nunca fue para ellos.
CUARTA PARTE
WHITE
El infierno es la verdad vista demasiado tarde.
THOMAS HOBBES
1
Un rostro amable
El agente de recepción sonríe. Con desgana, pero sonríe. Al fin y al cabo, la mujer tiene un rostro amable.
Nadie desconfiaría de un rostro amable como ése.
No ve ningún motivo para poner la mano en el arma debajo del mostrador —una Glock 17 de cuarta generación—, porque la mujer tiene un aspecto inofensivo. Gotas finas de lluvia cubren su gabardina impermeable, alguna más en el pelo. Por eso lleva los hombros encogidos y las manos metidas en los bolsillos.
No es la primera persona desorientada que entra en la nave en busca de información, o incluso para curiosear. Hay un par de ellos a la semana, al menos. Delante de él —junto al móvil y un teclado viejo y cascado— hay un folio manoseado y envuelto en plástico que contiene una serie de frases con las que distraer la atención o desviar al curioso. Pocas veces hacen falta, basta con un «ni idea», un «es mi primer día» o un «aquí ya no queda nadie».
El agente lleva apenas dos meses en el puesto. Está recién salido de la academia e imaginaba cosas mucho más emocionantes cuando se sacó la oposición. Como casi todo el personal externo del proyecto Reina Roja, lo único que sabe de ese lugar es lo que le han contado. Que es una unidad encubierta de la Policía Nacional, pero que tras un breve servicio saldrá de ahí con una buena recomendación.
Le han encargado que sea discreto, que no hable de su trabajo con nadie, y que mantenga alejados a los extraños. Además de los agentes de apoyo, sólo tiene que hacer caso a las cuatro personas que llevan una identificación con el borde en rojo. Es imposible equivocarse: uno es el jefe, el funcionario gris y cincuentón que anda todo el día saliendo a fumar. Otro es la mujer bajita que apenas ha ido un par de veces, y que supone que será alguna clase de científica, o algo. Otro el inspector vasco grandote, que no gordo. Ése le cae bien. Por lo amable, y por lo mucho que se esfuerza en que no se le note la pluma.
La última persona a la que tiene que hacer caso está a su lado, buscando algo en su bolso. Es maja, la forense. Y está buena, con su pelo largo y rubio, con ese piercing que le pone un poquito. Ha intentado invitarla a tomar algo un par de veces, pero ella siempre le ha rechazado con amabilidad. El agente comienza a sospechar que no juegan en el mismo equipo, pero está dispuesto a probar alguna vez más. Quizás hacia el fin de semana, cuando estrenen alguna buena película en el centro comercial. A sus veintitrés años, su dilatadísima experiencia con las mujeres le dice que ninguna se resiste al plan de película y Gino’s. Quién podría.
La mujer está ya sólo a un par de pasos del mostrador, pero aún no ha dicho nada. No ha saludado, ni abierto la boca. Tan sólo sonríe y menea la cabeza al ritmo de una música que sólo ella puede escuchar.
Ahora que el agente la ve más de cerca, su rostro no parece tan amable.
—¿En qué puedo ayudarla? —dice.
La mujer se sitúa junto al mostrador y saca las manos de los bolsillos. En cada una lleva una pistola. El agente no sabe que cada una de ellas es una Sig-Sauer P-226, porque de conocimiento de armas va justito, y porque al verlas el estómago le pega un latigazo de miedo y de sorpresa. Lleva corriendo la mano a la suya, pero no llega a cogerla. El disparo no llega desde el frente, pero él no se entera.
Por algún motivo, el mundo ha decidido cambiar su orientación. El mostrador —que es todo su horizonte durante ocho horas al día— se pone de pie, asciende desde su derecha, y el suelo con él.
Qué raro, piensa, antes de que todo se vuelva negro.
La doctora Aguado devuelve el arma, aún humeante al bolso. Década y media de tratar con cadáveres le han enseñado una triste verdad. Hacer un hombre cuesta toda una vida de duro trabajo. Acabar con él apenas una ligera presión en un gatillo.
Es la primera vez que ella genera a un potencial cliente. Llevaba semanas dándole vueltas a ese momento, temiendo que no fuera capaz de hacerlo. Que en el último segundo se echaría atrás. Que simplemente los mecanismos de defensa que la sociedad nos implanta —conciencia, religión, empatía— tomarían el control y le impedirían meter una bala en el cerebro del agente novato mientras éste estaba distraído mirando a Sandra.
No ha sido así.
En los breves instantes que suceden a la detonación, con el olor a cordita aún impregnando el espacio de recepción, la forense se examina por dentro y no encuentra grandes cambios. Nervios, por supuesto, y ganas de mear, pero no detecta la esperable fractura sustancial en su alma. El asesinato cierra una puerta y abre otras. Por la mente de la doctora Aguado cruza una fugaz visión de la realidad de Dios, de su auténtica naturaleza. La cara visible, su infinita creatividad, no requiere de microscopios ni de fórceps para descubrirla. Basta con pasear por un bosque o mirar nadar a un ornitorrinco.
La otra cara, la infinita y criminal indiferencia del Creador por sus criaturas, es más difícil de apreciar. Se puede llegar a ella contemplando una foto de Auschwitz o Mauthausen, pero será un razonamiento vicario, de segunda mano. Es necesario apoyar una pistola contra la sien izquierda de un joven sano, inocente y más bien cortito, y apretar el gatillo. En el segundo siguiente, esperas que se abra la tierra, que se alcen las llamas del infierno, que un fuego purificador descienda de entre las nubes y derrita tu carne pecadora.
No sucede.
Es ahora cuando ves la cara oculta de Dios, sin intermediarios. Lo muchísimo que todo se la suda.
—Bien hecho, doctora —dice Sandra, acercándose a ella y retirándose el auricular de la oreja.
Aguado tiene la mano temblorosa.
—Cálmese, doctora. Ahora no es momento de tener miedo. Eso viene después.
La forense se guarda la mano en el bolsillo.
—Las bombonas están colocadas en el sistema de ventilación —dice—. Les he pedido a todos que me esperen en la sala de reuniones.
Sandra asiente con una sonrisa densa.
—¿Y… él?
—En su despacho.
—Bien hecho —repite Sandra, colocándose de nuevo el auricular en la oreja—. Ya puede usted marcharse. Y no se olvide de hacer su llamada.
Con un giro elegante del cuerpo, le da la espalda y se dirige hacia la entrada.
2
Una bombona
Hay una regla no escrita de la memoria, y es que ésta tiende a almacenar los lugares que han sido importantes para nosotros con ciertos errores de escala. No hay más que regresar a la habitación de nuestra infancia, al aula de la universidad, para comprobar que el lugar es mucho más pequeño y mundano de lo que recordábamos. Nosotros podemos no haber crecido ni un milímetro, pero el lugar habrá encogido sin remedio.
Lo mismo es cierto para el lugar donde te torturaron implacablemente, tal y como descubre Sandra al entrar. La amenaza, la oscuridad, el miedo y el trauma se han diluido. Se han convertido en ella.
Sandra se encamina hacia el módulo de la sala de reuniones, pasando por delante del módulo de entrenamiento sin dedicarle una sola mirada. En lugar de rodear el MobLab aparcado junto al laboratorio de Aguado, coloca el cuerpo de lado y avanza entre ambos, para que no la vean desde la puerta de la sala de reuniones. Sin perder el ritmo y sin dejar de tararear.
—Contarás las noches largas como serpientes, dormirás debajo de la cama otra vez —canta, bajito. Limitándose casi a formar las palabras con los labios.
Cuando alcanza su objetivo, lo contornea por el lateral y se agacha junto a la maquinaria que sirve de acondicionador de aire. Allí, en efecto, están colocadas las dos bombonas de color verde, con sus letras y sus advertencias, y su pegatina con la calavera y las tibias cruzadas en negro sobre fondo amarillo. Aguado ha cumplido su parte. Ella sólo tiene que girar las espitas.
Rodea el módulo, por el lado contrario, y se acerca a la puerta. Se asoma a la ventanilla de cristal. Dentro hay once personas, en torno a la mesa de conferencias, con caras de aburrimiento. Ninguno se da cuenta de que ella está rodeando la manija de la entrada con una cadena, que cierra con un grueso candado. Tampoco parecen darse cuenta de que por la rejilla de ventilación surge una tenue niebla de color anaranjado. Una receta del húngaro, mezcla de bromoacetato de etilo e iperita. No se sentía orgulloso de ella, sin embargo. Si no explota, qué gracia tiene, decía, con su acento repleto de vocales dulces y jotas arrastradas.
Sandra adora la diversión, pero también la practicidad. Cuando tienes el terreno a tu favor y varios meses para planear un atentado contra las fuerzas del orden, una puede recrearse en los detalles, como hizo cuando preparó la doble explosión contra el equipo que fue a rescatar a Carla Ortiz.
En este caso, en terreno contrario y con poco preaviso, hay que ceder en los detalles y limitarse a hacer el trabajo.
—Llamaré a la puerta, nos esconderemos, tiraremos piedras para no quedar bien —tararea, apoyada en la puerta.
Dentro escucha el primer grito de alarma.
Siente el antojo —físico, urgente, imperativo— de asomarse a la ventanilla de cristal para contemplar con sus propios ojos el resultado de sus esfuerzos, pero es un poco pronto aún. Alguno de los que están dentro podría ir armado, y no confía demasiado en la solidez de la ventanilla. Así que espera unos instantes más, dedicándose a imaginar la escena.
Los más cercanos a la rejilla del aire acondicionado no habrán sido los primeros en notar algo, ya que los síntomas comienzan por la lengua. Se hincha dentro de la boca, sientes que te abulta el doble de lo normal, la boca te sabe rara.
La extrañeza da paso al pánico cuando notas que respirar se va haciendo más difícil, a medida que el gas venenoso va constriñendo tus vías respiratorias en su camino a los pulmones. Para el momento en que comienzan a arderte los ojos y a descender la cantidad de oxígeno en tu cerebro, gritar es imposible.
Los que gritan son los que están más lejos, al ver que tu cara se ha vuelto de un extraño color rojizo y que intentas abrirte la camisa para intentar respirar. En los casos más agudos, el sistema nervioso toma el control y te hace desgarrarte la garganta con las uñas, mientras pierdes por completo la visión y te desplomas al suelo.
Para entonces, los que rodean a las primeras víctimas se han lanzado a ayudarles, a preguntar qué ocurre, agachándose junto a ellos. Dado que el gas es más pesado que el aire, es la peor decisión que podrían tomar. Son ellos los siguientes en caer, derrumbándose sobre los anteriores, aplastándoles con el peso de su cuerpo y sus retortijones, acelerando su muerte.
Los más alejados, los que estaban más cerca de la puerta, tienen aún unos preciosos segundos para reaccionar, sobre todo si estaban de pie.
De hecho, lo hacen.
Sandra nota cómo alguien empuja la puerta, primero con fuerza, después con desesperación. Un golpe, otro, tres. La cadena resiste, aunque Sandra ha calculado mal la distancia entre los eslabones, y el que empuja debe de ser un hombre bastante fuerte.
La puerta se abre unos milímetros.
Por la rendija no escapa una cantidad suficiente de veneno como para resultar peligrosa en ese espacio abierto de seis metros de alto. Aun así, Sandra percibe una brizna de olor.
Ácido, metálico, corrosivo.
Le recuerda al olor del líquido para limpiar armas. Cuando el nitrobenceno desciende por el cañón, disolviendo los restos de carbón, pólvora y cobre.
Sandra se aparta un par de metros, con disgusto. Los ojos le lloran un poco. Nada grave. Es peor su decepción al no poder disfrutar del espectáculo. Asomarse a mirar por la ventanilla queda descartado, así que pone un ojo en la puerta y otro en la lista de reproducción de su teléfono. Pone en bucle la canción que está escuchando —el corte 11 del disco—, ya que parece lo más apropiado.
En el interior de la sala de reuniones, los golpes a la puerta han cesado. Pero ahora ya estarán todos muertos o agonizantes, con una espuma rosada brotando a borbotones de sus labios hinchados y sanguinolentos. El contenido de esa espuma es el tejido mucoso de sus propios pulmones. Una imagen que quería contemplar en directo, pero ya no podrá ser, gracias al espontáneo de la puerta —y a su propio error de cálculo con la longitud de la cadena, pero no es el momento de la autocrítica.