Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

El inspector Gutiérrez se promete —como el que jura ir a Lourdes de rodillas si la virgencita le cura al niño sin piernas— que visitará a esa mujer para calmarla, para ayudarla a superar el trago, para que comprenda que no podía haber cambiado su destino. Para Jon, a tan sólo 50 minutos de morir, es una de esas promesas que se hacen desde la impunidad. Porque, en realidad, sospechas que al niño no le van a crecer piernas, porque nadie quiere ir de rodillas a una gruta en el sur de Francia.

—¿Sabe a qué se dedicaba su marido? ¿Para quién trabajaba? —pide Antonia, cuando ve que la mujer ha terminado.

—Es consultor. Es… hace programas informáticos. Algo para el gobierno, creo.

—¿Para el gobierno? ¿Está segura?

—No le gusta hablar de su trabajo.

El terreno es demasiado abstracto. Jon le hace una señal para que avance, señalando el reloj. Así que Antonia decide volver a la noche anterior.

—Háblenos del agresor.

—No recuerdo gran cosa. Estaba… estaba vestido de negro y llevaba puesto una especie de gorro. Como los de esquiar.

Antonia no tiene tiempo para ninguno de los procedimientos habituales. No puede hacer un retrato robot, ni pueden buscar fotos de delincuentes habituales y conocidos.

—¿Llevaba la cara tapada?

—No. Era… no sé, diría que rubio. Un poco mayor que usted —dice Aura, señalando a Jon—. Pero menos…

—Aún más delgado —precisa el inspector.

—No le vi bien. No vi gran cosa, lo siento.

—Tienen que irse ya —dice la enfermera, apareciendo por detrás de la mampara—. La paciente está agotada.

—Sólo una pregunta más —pide Antonia.

—No me obliguen a llamar a seguridad, agentes —insiste la enfermera.

Antonia la ignora y se vuelve hacia Aura, que da muestras de estar visiblemente agotada. Las heridas, la pena y la conversación han exprimido de ella las fuerzas hasta dejarla exhausta. Pero Antonia no puede irse sin más. No con las manos vacías.

Así que hace la última pregunta.

—Tuvo que ver algo que le pareciera fuera de lo común —pide, con tono casi de súplica.

—Me dio la sensación de que mi marido lo conocía —dice Aura, tras pensarlo un momento.

—¿Por qué piensa eso? —pregunta, inclinándose hacia delante.

—No lo sé. Cuando le atacó el hombre, mi marido dijo algo. No lo recuerdo bien. Tú no, espera, o algo así.

11
Un declive

—Es imposible. No vamos a conseguirlo —dice Jon, desesperado.

La enfermera ha acabado por sacarlos a rastras de la UCI. Ambos se encuentran, de pronto, en el parking del hospital. Sin pistas, sin información nueva. Sin rumbo.

Antonia llama a Aguado, que le comunica que no hay ninguna novedad. Siguen investigando por su cuenta los datos que tienen, pero sin avances, por ahora.

No hace falta que le cuente a Jon el resultado de la conversación, porque se le ve en la cara.

—No vamos a rendirnos —dice Antonia.

—No queda tiempo.

—Tenemos 37 minutos. Hasta que se agoten, vamos a actuar como lo que somos. ¿Me has escuchado?

Jon no dice nada.

Camina los pocos pasos que le separan del coche y se sienta sobre el capó. Al salir a la luz tibia del sol, al aire frío, al viento desapacible que agita las hojas secas, se ha dado cuenta de algo.

Está muy cansado. Eso es lo único que puede pensar. En lo cansado que está.

Jon ha experimentado todos los tipos de cansancio antes, como cualquier ser humano de cuarenta y cuatro años. Está el cansancio que te agota tanto que no te deja dormir. Está el cansancio que te provoca ganas de llorar. Está el cansancio que te deja triste, muy triste.

Este cansancio es distinto.

Es un cansancio más allá del llanto, más allá de la tristeza. Es un cansancio entumecedor, doloroso, que se le adhiere a la carne y a los huesos.

Es un cansancio de la esperanza.

—No puedo más, cari. Entiéndelo.

Antonia le mira, intentando descifrarle. Una palabra le viene a la mente.

Karōshi.

En japonés, la muerte provocada por el agotamiento.

La palabra es vulgar. Poco inspirada, ramplona. Cuando se la propuso Marcos, ella la colocó al fondo del armario, como se hace con los regalos de una suegra con mejor intención que gusto.

La descarta, sigue buscando.

Dharmaniṣṭhuya.

En canarés, lengua dravídica que hablan cuarenta y cuatro millones de personas en India, la piedad del declive. El sentimiento que experimenta el caminante exhausto cuando halla en el camino una cuesta abajo.

Antonia no puede ofrecer gran cosa a Jon, con todo en contra. Lo único que puede ofrecer es la oportunidad de seguir peleando hasta el final. Negarle a Jon la oportunidad de pensar. Empujarle por la cuesta abajo. Ofrecerle la piedad del declive. Si no tiene nada más, al menos reducirá su ansiedad y su miedo en la recta final.

Así que coge el teléfono y hace una llamada. Una llamada que nunca habría creído que haría. Alguien de su pasado que, sin duda, no espera que llame.

Tan poco lo espera, que no coge el teléfono.

No queda más remedio que ir a verlo, piensa Antonia.

—Escúchame, Jon. Súbete al coche. He tenido una idea.

El inspector Gutiérrez vuelve la cabeza muy despacio, mira a Antonia con extrañeza. No hay hilos de los que tirar. Ninguno. Al menos, ninguno que vaya a dar resultado en tan poco tiempo. Lo único que le pide el agotamiento es dejarse caer y esperar a la muerte. O quizás meterse a un bar a comerse un bocadillo de jamón que nunca llegará a digerir del todo.

—Si no vas a acompañarme, al menos bájate del capó —pide Antonia.

Jon mueve una pierna, mueve el pie, se llena el pecho de aire —le lleva un rato—. Finalmente se incorpora, tras exhalar un enorme suspiro, de los que cambian el viento de dirección.

¿Por qué lo hago?, piensa, mirando el reloj. ¿Por qué seguir adelante, cuando sabes que todo es inútil?

Porque tiene miedo, y eso le avergüenza.

Porque a Antonia le sigue importando.

Porque sí importa el modo en que un hombre se hunde.

Porque no va a dejar que, cuando pase lo peor, dentro de 37 minutos, esa maldita canija sabelotodo y mandona tenga nada que reprocharle. Faltaría más.

Así que se levanta.

Por lo que sea.

—Cari, espero que no me estés haciendo perder el tiempo —dice, haciendo un esfuerzo por sonreír—. Porque en mis últimos 37 minutos, me gustaría comerme un bocata.

12
Una clase

La Dirección General de la Policía, en Pinar del Rey, está a unos quince minutos en coche del hospital de La Zarzuela. Como conduce Antonia, la cifra se reduce a la mitad.

—Lo único que se me ocurre —dice Antonia, mientras cruza a toda velocidad el puente sobre la avenida de Burgos— es que descubramos por qué le han matado. Quizás con eso pueda negociar con White.

—¿Te has planteado que éste pueda ser un crimen sin motivo?

—El problema del crimen sin motivo es que no existe. Simplemente no lo vemos.

Jon se echa para atrás en el asiento, encogiéndose sin poder evitarlo, cuando Antonia adelanta por la derecha a un coche que estaba a su vez adelantando a otro. Las columnas del puente de La Paz pasan tan cerca del retrovisor que puede ver los granitos en el hormigón.

No mires. No grites. No protestes, piensa Jon.

Si te mata, habrá sido intentando salvarte la vida. No estás para pedir.

—¿Sabes lo que realmente me toca las narices? Que no tuviera apenas correos en el ordenador. Esto es muy raro. ¿Quién no se comunica por email hoy en día?

—Tú y yo, por ejemplo —dice Antonia—. Gente con un trabajo que tiene que mantener en secreto.

Jon piensa en esa última frase, y la pone en el contexto de todo lo que saben hasta ahora.

—¿Estás diciéndome que Soler no sólo sabía acerca de Reina Roja? ¿Que pudiera ser parte activa del proyecto?

—Eso sospeché entonces. Sólo que cuando me dijeron que estaba muerto, su identidad no era ésta.

Volver la cabeza para mirar asombrado a Antonia no es una buena idea cuando estás mareado y exhausto en un coche que viaja a casi doscientos por hora. Jon tiene que contenerse para no vomitar lo poco que le queda en el estómago.

—¿Qué sabes de mi antiguo compañero? —le pregunta Antonia, para distraerle.

—No mucho. Lo que me ha contado Mentor.

—Especifica.

Puede que el inspector Jon Gutiérrez no sea el hombre más inteligente del mundo, pero no viaja con la mujer más sutil del planeta, así que se da cuenta enseguida de lo que está haciendo Antonia. Aun así, decide jugar.

—Que era un guaperas insufrible. Y que os llevabais como un perro y un cojín.

—Es bastante correcto, sí. También es muy listo, muy hábil y muy trepa.

—¿Es ése a quien tienes en marcación automática desde que nos hemos subido al coche? —dice Jon, señalando al móvil, que está en el soporte del salpicadero, marcando una y otra vez un número que no contesta.

—Vas a conocerle enseguida.

Entrar en la sede central del Cuerpo Nacional de Policía con un vehículo a doscientos no es una buena idea en absoluto. Por la barrera de seguridad y por los agentes armados con fusiles de asalto en la entrada. Así que esperan impacientemente su turno en la fila de coches. Mientras, Antonia busca algo en internet, lo lee, lo memoriza. Luego llama a la doctora Aguado, que está trabajando sobre todos los datos que tienen, a ver si ha podido avanzar en algún sentido.

Nada.

El siguiente en la lista es Mentor. Que no tiene buenas noticias. Pero sí una mala.

—Se trata del escudero de Holanda. Hace unas horas le han encontrado en su celda. Se había ahorcado.

Antonia no reacciona. No cuelga, tampoco. Deja la mirada perdida en algún punto entre el parabrisas del Audi, la interminable fila de coches y la barrera del centro.

—Antes de que cuelgues sin despedirte… —empieza a decir Mentor.

Antonia cree que va a hablarle de nuevo del escudero, pero resulta que no es así.

—Hace años te confesé que me dabas envidia —continúa, muy despacio y muy bajo, casi susurrando. Parece a punto de llorar—. Iba a preguntarte si lo recuerdas, pero ya sé que lo recuerdas. Tú lo recuerdas todo.

—Lo recuerdo —responde Antonia—. Justo antes de que me inyectaras lo que me inyectaste.

—Pues ya no.

Cuelga.

Antonia, no sabe muy bien por qué, cree que le acaba de pedir perdón.

Seis preciosos minutos les lleva alcanzar la puerta del edificio. Antonia hace algunas averiguaciones en la entrada, y finalmente arrastra a Jon por los pasillos hasta una de las salas de formación del lado oeste del complejo. Otros tres minutos.

Quedan 13 minutos.

Los dos irrumpen en la sala —pintada de verde vómito y con carteles motivacionales en las paredes—, encontrando a treinta y cuatro policías en chándal, muy extrañados. Y a uno más, de uniforme, subido en el estrado —pizarra con esquemas, bandera de España, retratos del rey titular y del fugado—, aún más perplejo.

La perplejidad se convierte en malestar cuando Jon anuncia:

—Venga, niños, al recreo. Tenemos que hablar con el profesor.

Los alumnos se levantan, despacio, mientras el profesor se vuelve hacia ellos, indignado. Da tres pasos y se agacha en el estrado, para susurrarles

—Éstas no son formas, Antonia.

—Inspector Gutiérrez, te presento al inspector jefe Raúl Covas —dice ella.

Jon no contesta. Ahora mismo está —potenciado por el estrés— bajo los efectos del síndrome de Stendhal. O su equivalente sexual, por más señas. El inspector jefe Covas, el antiguo compañero de Antonia, su primer escudero. Cincuentón, metro ochenta, pelo color caoba, ojos grises y hombros de rechupete. Jon contempla el cuerpo del policía como el que se queda atascado delante del mapa de Disneyland, sin saber dónde montarse primero.

Esto sí que es una razón para vivir, piensa Jon.

—Creo que la última vez que nos vimos me dijiste que sería la última vez que nos veríamos —Covas ignora a Jon, y se dirige a Antonia sin que apenas se le note el resquemor en la voz.

—Raúl, tenemos mucha prisa. La vida de un compañero depende de ello. Necesito hablar contigo.

Al oír aquello, el ceño de Covas se desfrunce un poco.

—¿Qué es lo que queréis?

—Hace cuatro años te hice un encargo. El último. Quiero que me cuentes todo lo que recuerdes.

13
Una espera

Nunca le ha gustado esperar.

¿A quién le gusta?

Por supuesto, si en la faceta conductual de tu diagnóstico psicopático pone «impulsiva, necesitada de sensaciones fuertes, inestable. Propensa a saltarse las normas y a incumplir responsabilidades y obligaciones», eso quiere decir que esperar te gusta algo menos de lo normal. Esperar la vuelve irritable, la encadena a un limbo extraño entre pausa y acción.

Como siempre, se muerde los padrastros de las uñas. Y, como siempre, le duele. Se da cuenta de que es un mal hábito. Como siempre.