—¿Quién es usted?
—Por el amor del cielo, menudo acento. También tendremos que trabajar eso.
Ella se revuelve. No siente miedo —eso no ocurre nunca—, pero se siente amenazada. Y ante cualquier amenaza, siempre reacciona de idéntica forma. Como un animal salvaje.
—¿Qué es lo que quiere?
—Esa pregunta no es importante, por ahora.
Ella deja de pelearse contra sus ataduras —cuero, acero, candados por todas partes, un esfuerzo inútil—, y se para a reflexionar durante varios segundos. Pero algo ha aprendido durante su entrenamiento. Ha aprendido a complacer a la voz al otro lado. La voz que controla su destino. Ha comprendido el poder que encierra esa voz de rostro desconocido. En el futuro, una perversión de ese poder le ayudará a causar el sufrimiento de Carla Ortiz. Ahora le sirve de forma distinta.
Si no importa quién es, ni lo que quiere… Entonces lo que importa es lo único que sabe de él. Que está en un lugar donde no debería estar, sin haber sido detectado, o habiéndose encargado de que no importase. Eso, y la muy improbable coincidencia de que su medicación haya dejado de funcionar.
—Lo que importa es lo que puede hacer.
El hombre tarda una eternidad en responder. Tanto que ella está a punto de dormirse, llega a creer que ha soñado la presencia extraña en su habitación. La locura, acechando agazapada.
—Nunca lo hubiera imaginado —dice, finalmente—. Después de tantos años de soledad. Vamos a hacer grandes cosas juntos.
Ella no puede evitar soltar un bufido exasperado.
—He escuchado eso antes.
—Yo no soy como tu antiguo mentor.
—Me han llamado a luchar antes en el lado de los ángeles. No salió bien —dice ella, agitando las correas. Los eslabones arrancan chirridos metálicos del bastidor al que han sido enganchados.
—Esta llamada es para el lado contrario, querida. Estimulante —responde el hombre, incorporándose.
Sandra medita un momento. Finalmente decide que le parece bien. Si iban a darle el papel de villana, que así fuera. Los villanos siempre eran los personajes más interesantes, de todos modos.
Cuando el hombre se pone en pie, la luz de la ventana da de lleno sobre su rostro. Tiene el pelo rubio y ondulado, y la piel blanca y suave. Se parece un poco al actor ese que hacía de padre en Lo Imposible.
—Te espero con el coche en marcha —dice, dirigiéndose hacia la puerta—. No tardes.
—Espere. ¿No va a soltarme?
Él se da la vuelta, y arroja un bolígrafo encima de la cama. Rebota en la sábana, y cae rodando, casi al alcance de su mano derecha.
—Si eres quien yo espero que seas, no te hará falta.
10
Una visita
—¿Tienes alguna teoría? Porque en este momento nos vendría bien.
—No me gusta trabajar con teorías. Acabas forzando a los hechos a encajar dentro de ellas.
El inspector Gutiérrez esboza una mueca mientras trata de seguir el ritmo de Antonia por los pasillos del hospital de La Zarzuela. Ahora ya no es una cuestión de agilidad, es una cuestión de agotamiento. Los antibióticos y el estrés le están dejando machacado, y no ingiere una comida en condiciones desde hace muchas horas. Por otro lado, apenas les quedan 59 minutos. Así que bajar el pistón no entra en sus planes.
—Está claro que no has leído un periódico en los últimos diez años. ¿No sabes que ahora es tendencia decirle a la gente lo que quiere oír?
—No lo comprendo. Una noticia es correcta o incorrecta —dice Antonia, esquivando a una enfermera que corre por el pasillo.
—No tienes ni idea. Lo que piensa ahora la gente es: «¿Cómo va a estar equivocada si es lo que yo pienso?». A lo mejor tu señor White es de ésos.
—No es mi señor White. Y no me da el perfil.
—Está bien. Entonces dime qué hechos tenemos. Ya me pensaré yo las teorías.
Intenta que no se le note la desesperación en la voz. Es un intento infructuoso, pero menos da una piedra.
Antonia parece distante, como le ocurre cuando su cerebro está haciendo esas cosas que hace. Pesos, engranajes, mediciones. Casi a regañadientes, accede a la petición de Jon.
—Tenemos el asesinato de Raquel Planas, hace cuatro años. Sabemos, por la madre, que el asesino era su amante —Antonia gira en la intersección, siguiendo la indicación de la flecha azul y del letrero marcado como Unidad de Cuidados Intensivos—. El amante resulta ser un ingeniero informático que aparece muerto cuatro años después.
—No te olvides lo de que te siguió por la calle.
—No me olvido. Una semana después de la muerte de Raquel Planas, Jaume Soler se pone en contacto conmigo para pedirme ayuda. Y yo…
El resto lo omite, y Jon no insiste.
—Tres años después —continúa Antonia—. Tú apareces. Tenemos que capturar a un asesino que está secuestrando y chantajeando a personas de alto nivel. El asesino no era sino un pelele en manos de Sandra y de White.
—Un truco para engañarte a ti.
—Todo el modus operandi, en perspectiva, apestaba a él. Eso lo sabemos ahora. Sandra desaparece, no sin antes avisarnos de que White estaba de camino.
—Cuando vuelve, ataca a las reinas rojas de otros países. Mientras nosotros estábamos ocupados en Málaga.
—A la vuelta, te coge a ti. Te pone eso en el cuello. Nos convierte en sus marionetas para investigar tres crímenes. Raquel Planas. Jaume Soler.
Eso es todo.
No es poco.
No es suficiente.
—No ha ayudado mucho —dice Jon, con un suspiro.
—No —admite Antonia—. Nos siguen quedando 57 minutos antes de que se cumpla el segundo plazo. Y lo más urgente sigue siendo resolver el crimen.
En eso, Jon está de acuerdo.
El miedo que pasó en el ascensor no se ha esfumado del todo. Tan sólo ha cambiado de sitio. Del centro de su pecho gigantesco —atrapándole, congelándole, impidiéndole incluso pensar— ha descendido a sus tripas. Es una sensación pesada y creciente, un ácido frío y pegajoso, que va aumentando su volumen y densidad a medida que el tiempo va disminuyendo.
Jon nunca ha tenido un ataque de ansiedad diagnosticado. Pero si le describiera sus síntomas a un psiquiatra, probablemente usaría esas palabras. Además de recetarle media farmacia. Claro que Jon antes volaría por los aires que visitar a un loquero, que Bilbao es Bilbao y los polis son polis, etcétera.
En la puerta de la UCI se encuentran con dos obstáculos. El primero tiene la forma y aspecto de un policía, pero se esfuma rápidamente en cuanto Jon se identifica.
El segundo, más pequeño y con uniforme de hospital, resulta ser una enfermera de guardia que no está en absoluto por la labor de dejarles pasar. Jon tiene que utilizar todo su encanto y su labia para conseguir el acceso. Cuestión de vida o muerte, ya sabe usted.
La enfermera se aviene sólo después de que Jon y Antonia se comprometan a calzarse patucos, gorro de plástico, mascarilla y guantes.
—¿Cómo se encuentra?
—Si no hay infección, saldrá de ésta. La herida ha comprometido el estómago, aunque se ha librado por muy poco de que le destrozara el hígado.
—¿Está consciente?
—Ha despertado hace poco. Aún está muy débil, y hasta arriba de morfina.
—Pero puede hablar.
—Cinco minutos.
Como si tuviéramos más.
—No le digan nada del marido, ¿de acuerdo? —les grita la enfermera, antes de que se cierren las puertas presurizadas tras ellos.
El interior de la UCI es un lugar deprimente y hostil. Todo lo que les rodea es estéril, hace ruido, está moribundo o tiene prisa. Los cuatro estados representados por el aire, las máquinas, los enfermos y quienes les cuidan.
Incluso a través de la mascarilla, Jon ve que Antonia no se encuentra bien. Tiene los ojos huidizos, y vuelve a abrazarse el estómago.
—¿Qué…?
—Ahora no, por favor. Después hablamos.
El inspector Gutiérrez mete lo de preocuparse por su compañera en tareas pendientes, porque han llegado junto a la cama de Aura Reyes. Separada de las demás por una mampara de metro y medio de alto, la víctima está conectada a los monitores y al suero intravenoso. Parpadea cuando ve que se acercan.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde está Jaume? —dice, con la voz reseca y rasposa.
Jon se sienta junto a la cama para no intimidar a la mujer con su envergadura. Antonia se coloca a su lado.
—Señora Reyes, somos de la policía. Inspector Gutiérrez, mi compañera Antonia Scott.
La mujer tiene la mirada perdida en algún punto por encima de la cabeza de sus dos visitantes. Pero cuando escucha la palabra policía, algo en su interior se ajusta, se recalibra, a medida que las piezas caen en su sitio —el olor a desinfectante, el remoto dolor de la herida, la incomodidad de la vía intravenosa en el brazo— y se da cuenta de que no está despertando de una pesadilla que se vaya a esfumar en cuanto se levante a preparar el desayuno de las niñas.
—Mis hijas. Mis hijas —dice, intentando levantarse.
Jon le pone la mano con suavidad en el hombro —no tiene ni siquiera que hacer fuerza, pues la mujer está débil como un pajarillo— para impedir que se mueva y se haga daño.
—Las niñas están perfectamente. Están con su abuela, a salvo y tranquilas. Hoy no irán al colegio, van a pasar la mañana viendo Frozen 2 y episodios de Peppa Pig.
—Quiero hablar con ellas.
—Después, señora, se lo prometo. No tenemos mucho tiempo. Necesitamos que nos conteste antes a unas preguntas.
—¡He dicho que quiero hablar con ellas! —dice Aura, con lo más parecido a un grito que puede emitir una que ha escapado por tan poco de la muerte que aún lleva las marcas de dedos en la garganta.
Jon se ve obligado a malgastar unos preciosos segundos en localizar el teléfono de la abuela. Finalmente consigue comunicar a las dos. La conversación es breve. Las niñas no se han enterado de nada, y contestan felices, con voces incongruentes y extrañas para la situación. Ya habrá tiempo de que conozcan la verdad. Pero, de algún modo, la dicha de la ignorancia de sus hijas ejerce un efecto anestésico en Aura Reyes. Su cuerpo se destensa, sus ojos vuelven a vagabundear por el techo.
—Señora Reyes, tenemos que hacerle unas preguntas. Es importante.
—Quiero hablar con Jaume ahora.
Esta nueva petición es pronunciada en un tono completamente distinto. La urgencia se ha transformado en otra cosa. En la expresión de un deseo, quizás. Jon es vagamente consciente de que la mujer habla a través de una nube, de un banco de niebla que amortigua su voz.
No le hablen del marido, les ha dicho la enfermera.
Pero hay que despertarla de esa ensoñación en la que parece haber caído. Se les acaba el tiempo. Así que Jon se prepara para comunicar las malas noticias. No es la primera vez que lo hace. Junto al papeleo, es la parte que los policías más odian de su trabajo. Un escalón por encima de la posibilidad de llevarse un tiro.
Jon intenta visualizar ocasiones anteriores, aunque no sirva de gran cosa. Al igual que ducharse con agua fría, este tipo de interacciones con la realidad no se benefician de la experiencia. Puedes intentar suavizar el golpe como buenamente puedas, pero antes o después tienes que girar el grifo, antes o después tu piel toca el agua gélida, antes o después acaba resbalando hasta el escroto.
—Señora Reyes… —comienza a decir Jon.
—Jaume está muerto. No pudimos hacer nada, lo siento —concluye Antonia, con la delicadeza de un lanzallamas.
Ole tus ovarios, cari, maldice Jon.
La mujer no reacciona. Su cara es un folio en blanco, sus ojos permanecen inmóviles. El único signo de que sigue viva es el pitido constante del monitor cardíaco.
Aquí es cuando la experiencia del inspector Gutiérrez es de cierta utilidad. Porque Jon ha visto antes esta clase de reacción. El rostro del superviviente se mantiene intacto, a medida que la noticia va calando en su conciencia, transformando el folio en blanco. Es como prenderle fuego a ese papel. Comienza por una esquina, de forma tímida, vacilante. Una línea de llama que puedes apagar con un soplido. Pero que, a medida que avanza, se va haciendo imparable, revelando la verdad debajo.
Aura tiembla, y se echa a llorar.
—Lo sentimos mucho, pero es imprescindible que encontremos al asesino, señora Reyes —dice Jon, al cabo de unos segundos.
—¿Qué… ¿qué quieren saber?
El relato de Aura es muy breve, no cuenta nada que no supieran ya. Se levantó, presintió que había alguien en casa, avisó a su marido. Todos los relatos de este tipo suelen incorporar un momento insoportable (para Aura, cuando el asesino le corta el cuello a Jaume); y un lamento desgarrador (para Aura, no haber llamado inmediatamente a la policía).