Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Ten cuidado con esa tarjeta, Antonia. No tiene límite de crédito.

—No soy de gastos exagerados. Tú necesitarás dinero.

—Esa maleta está preparada desde hace semanas —dice Carla, señalando una enorme Samsonite.

Antonia no se molesta en abrirla. Sabe lo que contiene.

—¿En dólares?

—Y yenes, euros y libras.

Antonia asiente con aprobación.

—¿Dónde debemos ir?

—Si lo supiera, os pondría en peligro. No debes tomar ninguna decisión basada en la lógica. Pero voy a darte algo que te ayudará.

Antonia deposita en la mano de Carla un cubo de plástico de veinte milímetros de arista. En cada una de sus caras hay grabados unos puntos, de tal manera que las caras opuestas suman siete.

Carla observa perpleja el dado, durante un instante, hasta que comprende que es lo que quiere Antonia.

—Cada decisión, una tirada de dados. Cambia de avión en tu siguiente destino. Y vuelve a hacerlo en el siguiente a ése. Después desplázate por tierra al menos seiscientos kilómetros y toma un vuelo comercial. Después un nuevo desplazamiento por tierra en dirección contraria. Será duro —concluye, asomándose por encima del hombro de Carla.

Ella sigue su mirada hasta la abuela Scott, que parece haberse dormido.

—Tranquila. Nos enterrará a todos.

—No veo cómo debería tranquilizarme eso. Es una posibilidad muy real —dice Antonia.

Sólo la expresión horrorizada de Carla le revela que ha vuelto a caer en las trampas del lenguaje figurado. Si Jon estuviese aquí haría algún comentario que hiciera más llevadera la situación, pero no es el caso. Antonia tampoco se disculpa. Primero, porque no sabe poner paños calientes. Ni siquiera sabe lo que significa la expresión. Y segundo, porque el peligro es, efectivamente, muy real.

Ahora que Sandra ha regresado, nadie está a salvo. Y Carla, uno de los trofeos que se le escapó de entre los dedos, menos que nadie.

—Tenemos que irnos —dice la empresaria, retorciéndose las manos con ansiedad.

Antonia comprende que no puede retrasarlo más.

3
Un bulto

Antonia se asoma a la puerta del avión y hace una señal. Del coche —un Rolls Royce Phantom, recientemente restaurado— desciende un hombre alto, delgado, de pómulos hundidos. Trajeado, con el nudo de la corbata impecable, a pesar de llevar horas aguardando en el asiento trasero. En brazos lleva un bulto valiosísimo. El otro trofeo que se le escapó de entre los dedos a Sandra Fajardo.

—¿Cuánto va a durar esto? —pregunta el recién llegado.

Para ser diplomático nunca ha sido demasiado amigo de la flexibilidad propia, más bien de la ajena. Por otro lado, sir Peter Scott, embajador del Reino Unido en España, es un varón inglés rico de mediana edad, así que la prepotencia es casi obligatoria.

El relente de la madrugada y haber pasado la noche en un coche no están ayudando a sus modales, tampoco. Alza la barbilla y mira inquisitivamente a la empresaria.

—Disculpe, creo que no nos han presentado —dice Carla.

—Sabe muy bien quién soy, y yo sé muy bien quién es usted. Y ahora, si no le importa, me gustaría una respuesta.

Antonia menea la cabeza. Carla no dice nada.

—Durará lo que tenga que durar —interviene una voz aguardentosa a su espalda.

El embajador se da la vuelta, y se encuentra con la mirada severa de la abuela Scott. Es posible que trague un poco de saliva, discretamente.

—Disculpa, madre. No te he visto al entrar.

—Claro que no. Estabas muy ocupado siendo un maleducado. ¿Cuándo fue la última vez que me llamaste?

—Las responsabilidades de mi cargo…

—Son más importantes que tu madre. Lo has dejado perfectamente claro. Ahora acércate y déjame que vea a mi bisnieto.

Jorge Losada Scott lleva horas roncando, ajeno al drama que se desarrolla a su alrededor. Envuelto en una manta de cuadros y en un pijama de Baby Yoda, no se despierta ni siquiera cuando la abuela Scott le descubre el rostro. Tiene las mejillas de un rojo encendido, y los labios entreabiertos.

—Tiene tu nariz, Peter.

—Es cierto —dice el embajador con una sonrisa.

—Afortunadamente, el resto es de Antonia. Y ahora acuéstale en el sofá antes de que te salga otra hernia, muchacho.

Sir Peter Scott obedece. El asiento de piel de potro cruje cuando deja a Jorge al lado del hijo de Carla Ortiz. Los bultos son casi del mismo tamaño, pues ambos se llevan pocos meses.

—Todo irá bien —dice Carla.

—No puede garantizar eso.

—Por el amor del cielo, Peter —le regaña la abuela Scott—. Esta mujer te está diciendo que hará todo lo que esté en su mano. Si quieres garantía, cómprate una tostadora.

El embajador cambia el peso de un pie a otro, la mirada entre su nieto y la abuela Scott. Finalmente inclina la cabeza en dirección a la anciana y abandona el avión a grandes zancadas, sin mirar atrás.

Antonia se reúne con él junto al coche al cabo de un par de minutos, tras una despedida y alguna instrucción final. El avión comienza a rodar por la pista antes de que ella alcance a su padre.

—No me habías dicho que estaría tu abuela —dice sir Peter.

—También es un objetivo.

—Me habría gustado saber que estaría, Antonia.

—Deberías ir con ellos.

—Tu abuela y yo metidos en un espacio reducido durante horas. Qué idea tan pintoresca. No necesitaríamos de ningún psicópata que nos asesinara.

—Estarías más seguro.

—¿Más seguro dando tumbos por sabe Dios dónde que en la embajada, protegido por un destacamento de SAS? —replica sir Peter—. No sé ni por qué permito que Jorge…

—Sandra Fajardo ya le secuestró una vez, a plena luz del día y de un lugar que creíamos seguro. ¿De verdad quieres correr el riesgo?

El embajador chasquea los labios con frustración. Hace tan sólo unas horas, su hija le había llamado para que le ayudara en la difícil tarea de despedirse de su marido para siempre. Había acudido a su lado enseguida, como era su deber. Lo que estaba sucediendo era un paso en la dirección correcta, en la ansiada reconciliación con su hija. Decir adiós a Marcos era el primer paso para recobrar parte de la humanidad que Antonia había perdido. Durante un instante fugaz, junto al monitor de frecuencia cardíaca que emitía pitidos cada vez más lentos, sir Peter había visto el reflejo de la niña sonriente y feliz que alborotaba los pasillos del consulado en Barcelona cuando no era mucho mayor que Jorge. De la niña sonriente y feliz que podría haber sido, de llevar otra vida.

No hay nada de aquella niña en la mujer menuda que está de pie junto a él en la pista de aterrizaje. Sus ojos son dos piezas de obsidiana.

Y, lo que es más aterrador, piensa el embajador, lo que acaba de decirme es cierto.

—Supongo que no quiero correr el riesgo —admite.

—Deberías ir con ellos —insiste Antonia.

—El avión ya ha despegado.

—Podemos hacer que vuelvan.

—Eres tú quien debería subir a ese aparato.

—Sé cuidarme sola.

De las sombras, donde ha estado aguardando, surge uno de los guardaespaldas de su padre. Antonia le recuerda bien. Es el que la sacó a rastras de la habitación de Marcos. Metro noventa, ochenta y siete kilos, y no demasiada simpatía por Antonia. Un muro de ladrillos con traje, entrenamiento de élite, oficial del SAS.

El embajador le señala el mostrenco a Antonia, cuando éste le abre la puerta del coche.

—Gracias, Noah.

Y luego la señala a ella. Tan pequeña, tan sola.

—Yo tengo quién me proteja, Antonia. Día y noche. Tú no.

4
Un mostrador

Sola en mitad de la pista de aterrizaje, mientras ve alejarse el coche de su padre, Antonia piensa en la última frase que le ha dicho.

—Yo tengo quién me proteja. Tú no.

Que Antonia traduce como:

Rakṣakuḍuha.

En télugu, lengua dravídica que hablan setenta y cuatro millones de personas, el protector sin armadura. Aquel que salta desnudo en la trayectoria de la flecha.

Antonia tenía a alguien así. Y ahora ya no. White se lo ha arrebatado, sin explicación alguna. Sólo un mensaje que decía

ESPERO QUE NO TE HAYAS OLVIDADO DE MÍ.
¿JUGAMOS?

W.

Un Audi A8 negro con las lunas tintadas se acerca a ella. La puerta del copiloto se abre, invitándola a entrar. Por un momento Antonia —contra toda lógica, lo cual es extremadamente inusual en ella— espera que al volante vaya el inspector Jon Gutiérrez. Unos breves instantes de pensamiento mágico, de cruzar los dedos muy fuerte y desear, desear, desear que pase. El universo devuelve a Antonia la respuesta habitual. Salvo que, en el caso de Antonia, además viene con un extra de vergüenza por haber cedido a semejante vulgaridad.

Con un gesto de fastidio, Antonia abre la puerta trasera y se derrumba en el asiento.

—¿Ahora soy tu chófer, Scott?

—Necesito cerrar los ojos un momento.

—El asiento de delante es completamente reclinable.

—Ya, pero aquí atrás estoy sola.

El hombre que va al volante se da la vuelta. Moreno, de entradas pronunciadas, bigote recortado fino y ojos de muñeca, que parecen más pintados que reales. Abrigo corto, color camel. Caro.

—Ten cuidado con dónde pones los pies. Ahí atrás hay una Chéjov —dice Mentor.

Al igual que Antonia, ha estado muchas horas cubriendo el acceso a la pista de aterrizaje.

—No es un Chéjov. Es un Remington 870 —dice Antonia, abriendo un ojo y dándole con la punta de las zapatillas de deporte.

—Es una escopeta cargada —dice Mentor, nervioso, revolviéndose en el asiento para alcanzarla y apartarla de los pies de Antonia—. Y ya sabes lo que dijo Chéjov sobre las escopetas.

—No tengo ni idea.

—Que si enseñas una en el primer acto, tienes que dispararla en el tercero.

—Estamos en el tercer acto.

—Ahí quería yo llegar, Scott.

Tras una breve pelea con el cinturón de seguridad, Mentor logra agarrar el arma y colocarla en el asiento a su lado.

—¿Cómo ha ido la cosa con tu padre?

—Tan bien como cabía esperar.

—Así de mal, ¿eh?

Antonia no responde, sólo clava la mirada en la ventanilla. Un trueno suena a lo lejos, coincidiendo con el ronroneo del Audi cuando Mentor lo pone en marcha. Las gotas de lluvia se vuelven pequeños cometas efímeros que se persiguen por el cristal.

En la M40, a la altura de la salida de Plenilunio, el tráfico les hace avanzar muy despacio. Antonia se fija en el coche del carril vecino. Una furgoneta blanca, de la misma marca que la que se llevó a Jon. Distinto modelo. En el asiento de en medio viajan dos niños pequeños, que se arrojan un juguete. En otro tiempo había sido un dinosaurio y ahora es una masa informe de color verde recubierta de mordiscos. La madre se gira y les dice algo, con tono serio, a juzgar por la expresión, pero no está realmente enfadada.

Tan sólo una familia normal, de camino a pasar un día anodino en el centro comercial junto a otras familias normales. Antonia se pregunta qué han hecho ellos para obtener aquella vida y qué ha hecho ella para merecerse la que lleva. No halla respuesta, por supuesto. Sólo…

Pothos.

En griego, el deseo de lo inalcanzable.

Antonia desea, no por primera vez, tener una familia en la que refugiarse, un lugar en el que esconderse. Pero no hay nada, más que el feroz chillido de los monos en las profundidades de su mente. Con tan cuestionable arrullo, se queda dormida.

Cuando despierta, el sol está bien alto en el cielo.

Baja del coche, frotándose los ojos, con la vejiga repleta y la lengua pastosa. Están en el aparcamiento de una nave industrial anodina en mitad de un barrio anodino. Rejas, al sur del aeropuerto Adolfo Suarez Madrid Barajas, es un rectángulo desconocido, el último borrón que los viajeros ven antes de que el taxista les avise de que son treinta euros, muchas gracias. Cierto, millones de personas visitan Plenilunio cada año, es el centro comercial más grande de la ciudad. Pero ninguno se aventura más allá del aparcamiento. En las cercanías hay un barrio relativamente consolidado. Pero en el lado este, a un par de kilómetros, el panorama se transforma. Los edificios medianamente ordenados dejan sitio al caos. Naves vacías al lado de viviendas unifamiliares destartaladas, huertas con caballos, edificios de oficinas a medio construir. Solares en cuyas vallas cuelga un SE VENDE, carteles de los que el sol ha devorado el rojo y el negro, para vomitar un rosa pálido y un gris pretérito. Carteles en los que ya no se lee el teléfono. Pero, si se leyera, se vería que tiene sólo siete cifras.

Un lugar dejado de la mano de Dios y de sus superiores directos, los concejales de Urbanismo.

Un puñado de calles con nombres de meses, en los que agosto y diciembre se parecen demasiado.