—Un minuto. Si tan sólo hubiéramos llegado un minuto antes…
—Cari —dice Jon, un poco hasta las pelotas—. Si mi madre tuviera ruedas, sería una bicicleta.
Antonia baja la cabeza.
—Siempre es lo mismo. Da igual lo que hagamos, lo que consigamos. Al final, por las noches, de los que te acuerdas es de los que no podemos salvar.
Jon sabe que es verdad. Pero no quedan más narices que tirar.
Eso es lo que diría amatxo. Jon no para de pensar en ella. Se pregunta dónde estará. Se pregunta si se habrá acordado de llevarse la crema hidratante para las piernas, que se le secan mucho.
Se pregunta cómo puede animar a Antonia, pero no se le ocurre nada demasiado inteligente, ni demasiado profundo. Espabila y continúa no es exactamente una frase de esas que te puedes encontrar en internet en letras grandes al lado de una foto en blanco y negro. Pero es lo que tiene, y es lo que ofrece.
—No nos queda otra que espabilar, cielo.
Antonia consigue levantar la cabeza y esbozar una sonrisa tímida.
—Lo siento. Normalmente hablo estas cosas con la abuela Scott.
—Si quieres me pongo unos rulos, cari.
—La abuela Scott no usa rulos, y a ti no te quedarían bien.
Impermeable al humor. Impermeable, piensa Jon.
Lo que hicieron entonces
Cuando Nuno abandona la sala, Mentor se queda observando a la mujer. Tiene la bata de hospital abierta por detrás, debajo sólo lleva la ropa interior. Deportiva, de color negro. Su pelo es rubio pajizo, sus ojos de un color indefinido, más bien gris. Su piel tiene un tono extraño, oscuro, pero no saludable. Está tensa, fibrosa como una competidora en los veinte kilómetros marcha.
Mirándola, por primera vez, comprende algo. Su enorme inteligencia es de una naturaleza distinta a la de Antonia. Tiene la astucia del animal atrapado, del lobo que huele a la oveja más lenta. Pero eso no es lo que le aterroriza, paradójicamente. Lo que más miedo le da a Mentor es comprender que la radical diferencia entre Scott y ella está en un lugar más profundo.
Es una cuestión de voluntad.
Antonia Scott sigue, incluso cuando se acaba la carretera. Cuando ha caído por el risco, y está cayendo. E incluso cayendo, Antonia simplemente se niega a golpear contra el suelo.
Esta mujer, en cambio…
—Quiero hacerte una pregunta —dice Mentor, a través de los altavoces de la sala.
Ella no interrumpe su caminar en círculos, pero su cuello se vuelve, brusco hacia el cristal. Sigue moviéndose, pero sus ojos no lo hacen. Siguen fijos, como los de una mangosta.
—El día de tu primera prueba. Me diste una respuesta de lo más inusual. Me gustaría saber por qué llegaste a la conclusión de que tenías que tomar la decisión que tomaste.
—Hay más gente en una plataforma que en un petrolero. Es el resultado más lógico —dice ella, con la respiración entrecortada.
—Sí, eso me dijiste entonces —recuerda Mentor—. Ahora, dime la verdad.
Ella se detiene, de pronto. Su respiración no ha parado de acelerarse. No consigue meter suficiente aire en sus pulmones. Si no se hubiera arrancado los sistema de control, Mentor vería que su saturación de oxígeno en sangre ha caído peligrosamente. Pero tampoco le hace falta, porque ve claramente lo mucho que le cuesta mantenerse en pie.
—¿Estás jugando con el aire otra vez, Mentor? —pregunta ella, con la voz rota.
—Qué máquina más maravillosa es el cerebro. Una variación del 2 por ciento de oxígeno en el hipocampo, y se alteran las funciones ejecutivas. Entre otros efectos, disminuye la capacidad para la mentira.
La mujer se apoya en el espejo. Tiene la frente sudorosa aplastada contra el cristal. Su puño izquierdo golpea el cristal con poca fuerza. Aun así, Mentor retrocede un poco. De no mediar los doce milímetros de cristal entre ambos, casi podrían besarse.
O podría matarme, comprende Mentor.
En muchos aspectos, es como si la viera por primera vez. Sin los velos que ella ha tendido, o los que él ha querido tender.
—Era el camino más corto a la victoria —dice la mujer, entre largas aspiraciones.
—Por fin una verdad —dice Mentor, apretando el botón que libera el oxígeno de las paredes. Hay un leve siseo en los tubos del techo. Aún tardará unos segundos en llenar los treinta metros cúbicos de la sala de pruebas.
—No es la que querías, ¿verdad?
—Ni yo ni las familias de los ochenta tripulantes del petrolero.
—¡Sólo era un ejercicio teórico!
—Para el que no mostraste ni un leve atisbo de duda.
—Sin cadáveres no hay gloria. Lamentarlo sería como lamentar las mondas de una naranja.
—¿Harías cualquier cosa por ganar? —dice él, con un escalofrío recorriéndole la columna.
Mentor apenas reacciona cuando ella cae al suelo, medio desmayada. Aún sigue conmocionado por su propio fracaso.
Quizás por eso no escucha la última frase que dice ella. Susurrada, con los últimos restos de aliento, al duro y frío hormigón.
Haría cualquier cosa por ti.
Dos hombres vestidos con monos azules entran en la habitación, y se acercan a ella.
Van a incorporarla. Van a prestarle ayuda. Van a conducirla a la salida.
Ya no tiene sitio en el proyecto Reina Roja.
Nada de todo eso ocurre.
Ella sabe que el velo ha caído. Que ya no tiene la necesidad de retenerse. De ocultarse. Ahora él la ha visto como es. Es, en cierto modo, un alivio. Una liberación.
Ha llegado el momento de revelarse por completo.
Cuando el primero de los dos hombres le pone una mano en el hombro, ella se convierte en peso muerto, para obligarle a inclinarse un poco más. Es entonces cuando reacciona.
Tira de la muñeca de él hacia delante, hasta dejar el cuello a la altura de su boca. Se abalanza hacia él, y muerde con fuerza. La piel se desgarra bajo sus dientes. No logra cerrarlos del todo, pero sí dañar lo suficiente la garganta. El hombre no llega a soltar un alarido, porque la laringe destrozada no se lo permite. Bastante tiene con tratar de no ahogarse, mientras se lleva las manos a la herida abierta y chorreante.
El segundo hombre se ha quedado congelado en el sitio mientras se producía la breve carnicería.
Una cosa es atar, amordazar e insultar a una mujer indefensa, por un experimento científico
(y un sueldo bastante bueno, en plena crisis, a ver dónde voy a encontrar yo otro trabajo a mi edad, y hasta me da tiempo a llegar a casa a ayudar a los niños a hacer los deberes)
y otra cosa muy distinta es ver cómo le clavan los dientes en el cuello a tu compañero de trabajo.
Tan sólo reacciona cuando ella se vuelve hacia él. Apenas tiene sangre en la boca, un resto deslizándose barbilla abajo y goteando en la bata blanca. Lo que le aterra son los ojos, con las pupilas minúsculas como cabezas de alfiler.
Es entonces cuando echa a correr hacia la salida. Casi ha alcanzado la manija de la puerta, cuando algo tira de él hacia atrás. No mucho, unos centímetros tan sólo. Se lleva la mano al cuello, en el punto en el que la mujer le está ahogando usando los cables de los electrodos. Cae al suelo, hacia atrás, sobre ella, intentando liberarse. Es inútil. Uno de los cables se rompe, los demás se le escurren entre los dedos, le laceran la piel. Tratando de incorporarse, de apartarse de ella, lo único que hace es aumentar la presión sobre su cuello. Nota, en los últimos instantes de su conciencia, con la lengua amoratada asomándole entre los labios, los pies de ella afianzándose sobre sus hombros, asegurándose de que la tarea queda completa.
Cuando otros tres hombres irrumpen en la habitación, ella aún sigue aumentando la presión sobre el cuello del hombre. Está agotada, pero no ha dejado de tirar.
Ni de sonreír.
5
Una escena
—Cuando quieran— les reclama la voz de Aguado, desde lo alto de la escalera, al cabo de unos minutos.
La casa tiene ahora todas las luces encendidas. La escalera parece un fotograma de American Psycho, con la sangre secándose sobre el suelo de microcemento. Un decorado al que contribuye el mono de plástico de Aguado. La forense ha colocado plástico con bridas para ayudar a salvar los escalones problemáticos.
En el pasillo, no hay mucho que ver, a juzgar por la escasa cantidad de marcas de señalización que ha colocado Aguado. Las huellas del intruso, las manchas de sangre, y poco más.
Antonia Scott, sin embargo, tiene su propia forma de hacer las cosas. Ignora los triangulitos de plástico naranja de Aguado, y se deja llevar por su entrenamiento. Absorbe cada detalle de la escena del crimen. Su mirada pasa de uno a otro elemento en un bucle incesante en el que las paradas son:
La barandilla de la escalera, donde uno de los remaches está ligeramente separado.
La posición del cuerpo, con el rostro hacia abajo, los brazos debajo del torso.
El pijama, la herida defensiva, loscorteseltraumatismoenlacaraocurremuydecercayesorequiereunaexplicaciónbastaporfavo…
—Va a necesitar una de éstas —le susurra Aguado a Jon, que se ha colocado junto a ella, a distancia prudencial.
Le muestra una cajita metálica, pequeña. Jon la coge y se la guarda en el bolsillo.
—Yo me encargo de esto, doctora.
Le arrebata la cajita de los dedos, amarillentos por la nicotina. Normalmente la doctora Aguado huele mucho a tabaco, pero en los últimos días el olor se ha solidificado, parece que lo lleve puesto.
—¿No va a darle una? —pregunta, extrañada.
—No, si puedo evitarlo. En Málaga tuvo una crisis, y la superó.
—No es la primera vez. Verá…
La doctora parece querer decirle algo, pero Jon ataja el tema sin contemplaciones.
—Saldrá por sus propios medios.
—No me parece la mejor solución, dado que…
Aguado no completa la frase. Pero no hace falta. Jon ya sabe a qué se refiere.
Dado que tu vida depende de ello.
—Confío en ella.
—Comprendo —dice ella, alargando lo justo las sílabas de la palabra—. Es su decisión.
La voz escéptica y educada de Aguado suena a «es tu funeral, idiota», pero aun así, Jon no tiene dudas. O muy pocas. O muchas, de acuerdo, pero se aguanta como un auténtico campeón.
No piensa traicionar a Antonia.
Más importante que mantenerse vivo, es mantenerse humano.
—Confío en ella —repite. Más bien para sí mismo.
6
Dos escaleras
El objeto de los desvelos de Jon no inspira demasiada confianza ahora mismo.
Se tambalea, se apoya en la pared, sujetándose la cabeza con las manos. No representa el colmo del equilibrio, ni externo ni interno. Respira fuerte y rápido, y parece bailar a milímetros de un ataque de ansiedad.
Cuenta hasta diez, dejando una respiración entre cada número, descendiendo un peldaño cada vez, hacia el lugar donde necesita estar, hacia la oscuridad. Adonde no consigue llegar.
Los koan apenas sirven. Las palabras ya no la sujetan a nada.
Tienes que hallar tu historia, le había dicho Mentor. Tu historia. Entre la rabia y la serenidad.
En Málaga no había descendido una escalera, sino cruzado un puente. Su historia la había hallado en el recuerdo de su madre. Había ido a un lugar de ella misma donde no había estado nunca. Había regresado herida, pero más fuerte.
No quiere usar ese lugar de nuevo. El dolor es demasiado grande, demasiado reciente. Desde que esto empezó —y Antonia está bastante segura que ese comienzo coincide con el momento en que Jon entró en su vida— sus rituales de paz, sus tres minutos al día, se han vuelto un lujo esporádico. Y, en los últimos días, imposible. La serenidad no es una opción. La culpa la sigue a cada paso que da. A veces tiene la sensación de que, si se da la vuelta lo suficientemente rápido, podrá verlos detrás de ella. La hilera de muertos que ha dejado sembrados en el suelo con su torpeza, con su incompetencia. Por no ser lo suficientemente fuerte.
Y quizás ése sea el problema, razona, parada en mitad de la escalera de su mente, a tan sólo dos escalones de la oscuridad. Quizás estoy equivocada. Quizás lo está Mentor.
Entonces hace algo que nunca había hecho antes.
Se da la vuelta.
Detrás de ella no hay ocho escalones, como antes. Ahora son más, muchos más. Y la escalera no es recta, sino intrincada. Gira sobre sí misma, volviéndose más estrecha a medida que asciende.
Antonia comienza a subir.
Abre los ojos.
De pronto el mundo se vuelve más lento, más pequeño. La electricidad que le hormiguea en las manos, el pecho y la cara, se disuelve.
Toma una última bocanada de aire, y comprueba que los monos de su cabeza están casi silenciosos. No es como la cápsula roja, nada puede serlo. Pero no recuerda haber sentido esta