Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Levanta una mano enguantada y se la lleva a los labios, sin hablar. Y luego señala a una puerta, y a la otra, y por último, a sus ojos.

Aura comprende.

Aura asiente.

Cierra los ojos muy fuerte, y aprieta los dientes. Cuando el cuchillo se hunde en su estómago, Aura contiene el aullido en su interior

(nogritesnogritesnogrites)

diciéndose que ese dolor es la salvación de sus hijas, es la felicidad, es el tiempo, es Patricia recogiendo el diploma de graduación, es Amanda consiguiendo el trabajo de su vida, puede verlas a ambas, años en el futuro, siendo felices, a cambio de renunciar a un último abrazo, a cambio de entregar su vida en silencio, sin emitir un solo sonido, sin despertarlas, a cambio de ese dolor, ese dolor es

(insoportable)

vida, aguanta, aguanta, aguanta…

Es justo antes de que todo se vuelva negro, cuando escucha las sirenas.

3
Un lego

El Audi llega a la calle Cisne, 21, sorprendentemente intacto.

Es un milagro navideño, piensa Jon, a golpe de marzo.

—Cari, como sigas así van a acabar devolviéndote puntos del carnet.

—¿Qué carnet?

Jon se queda mirando a Antonia, descubre que habla completamente en serio, y respira hondo, hondo, hondo, para tranquilizarse antes de hablar.

No llega a hacerlo, porque Mentor —que tiene este don— interrumpe con una llamada.

—Acaba de saltar una alarma en Emergencias justo en vuestra posición —dice.

—¿Has mandado una unidad?

—Cuando me lo dijisteis. Tiene que estar a punto de llegar.

—Pues pide también una ambulancia —ordena, sombría.

Antonia cuelga, y salen del coche. En el exterior del chalet, todo parece tranquilo. Es una casa de estilo moderno. Paredes en blanco, acero corten, cubierta plana. Una valla exterior en piedra y aluminio, una puerta de acceso a la finca.

Intacta.

—¿Qué hacemos? —dice Antonia.

El inspector Gutiérrez duda. La siguiente decisión es un debate antiguo entre las fuerzas del orden en casos como éste. Si entrar a gritos o entrar de puntillas. El sospechoso puede estar dentro, y si anuncian su presencia, podría hacerle daño a los dueños.

Además, ya hemos tenido bastantes emociones últimamente, piensa Jon. Lo último que me apetece es avisar de que voy a entrar a alguien que está armado.

—Despacito.

—Haz los honores, entonces —pide Antonia, señalando la cerradura.

Jon vuelve al coche, saca de la guantera su viejo estuche con las ganzúas y otra cosa. Regresa junto a su compañera, que le alumbra con la linterna del móvil mientras Jon ejercita las habilidades que le enseñó el Luismi, hace ocho o nueve años, una tarde. Las cerraduras de finca son una perita en dulce, decía el Luismi. Y como sean de resbalón, ni te cuento. Con mirarlas se abren, con mirarlas.

Ésta es de resbalón, pero Jon no es el Luismi, así que le lleva buena parte de un minuto el abrirla. Por un momento encoge el estómago, pensando que al hacerlo saltaría la alarma del exterior. Justo debajo del telefonillo ha visto la placa de Securitas Direct.

—Ni alarma, ni alarmo —dice Jon, mirando a Antonia, que estaba esperando el mismo resultado.

—No parece de los que pongan la placa de adorno —responde ella, arrugando la frente.

—Toma —dice Jon, alargándole la otra cosa que acaba de sacar de la guantera.

Es la funda de la Sig Sauer P290 «de Antonia». El entrecomillado es porque, oficialmente, es suya, pero, según ella, no. No va a ser mía, cari, esta cosa pequeñaja, si no me da para meter ni el dedo, cógela. Que no la quiero, cógela tú, y así todo el rato.

—No es imprescindible.

—Cógela, o no entras.

Antonia acepta, de mala gana, sabiendo que lo siguiente que hará será ir al maletero y calzarle el chaleco antibalas. Para disuadirle de esto último aprieta el paso hacia la casa, entre los juramentos en voz baja de Jon. Que tiene que conformarse con que al menos vaya armada. Sin más luz que la de la luna, y la distante de las farolas, se agradece que los dueños hayan puesto las placas de granito de color blanco, aunque sólo sean veinte metros.

Se detiene en el metro trece.

La fachada está salpicada de enormes cristaleras de tres metros de alto, que conectan visualmente el jardín delantero con el salón. Una de las cristaleras es una puerta.

Abierta.

A lo lejos, se escucha una sirena de policía.

A la mierda el sigilo, piensa Jon.

—Esperemos —le susurra a Antonia.

Antonia le hace un gesto afirmativo.

En esta circunstancia, perdido el elemento sorpresa, lo mejor es aguardar un minuto o dos y contar con el apoyo de los agentes. Lo dicen todos los manuales. Cambiar la sorpresa por la superioridad numérica.

Entonces mira al suelo. Y allí, junto al riel de la puerta, ve algo que le llama la atención. Se agacha a por ello.

Es un trozo de plástico inyectado, de color amarillo. En un costado tiene una pegatina medio arrancada. En la parte superior hay cuatro circunferencias. En cada una de ellas pone LEGO.

Hace unos meses, para Navidad, Jon había acompañado a Antonia a Sarasús, una juguetería cerca de su casa, para que le comprara un regalo de Navidad a su hijo Jorge. El dependiente les había explicado todo lo que tenían que saber sobre Lego y su serie Duplo. Con piezas el doble de grandes que las normales para evitar el atragantamiento. Edad recomendada, de uno a cinco años.

Nadie les había dicho que hubiese niños pequeños en la casa.

Antonia deja caer la pieza en el césped y se lanza de cabeza al interior.

A la mierda la sensatez, piensa Jon.

No queda sino seguirla. Camina muy despacio, intentando no tropezar con nada. Jon saca su linterna táctica del bolsillo de la chaqueta, y alumbra por delante de ambos.

Hay algo muy inquietante en entrar en una casa que no es tuya, en mitad de la noche, sabiendo que te enfrentas a un agresor potencial. Cada sombra se convierte en una amenaza, cada ángulo en un arma esgrimida contra ti, cada retrato en las paredes es un rostro que te observa con la codicia del ladrón, el deseo del violador o el apetito del monstruo. Jon contiene el aliento, sin darse cuenta. Pisa distinto, apoyando el exterior del pie en lugar del talón. También está atento a cada roce, a cada susurro.

Entonces suena un ruido en el piso de arriba.

Un golpe, unos cristales rotos.

Jon alcanza a Antonia y le obliga a situarse detrás de él, casi tirando de ella, antes de que suba corriendo por las escaleras. Que son, Jon se da cuenta, muy bonitas. Con mucho gusto. Y crujen muy poco, piensa, cuando apoya el pie en el primer escalón.

Hay diecisiete, en total.

La sangre comienza en el catorce, tiñéndolo casi por completo. Se escurre sobre el trece antes de salpicar ligeramente el doce, y gotear hacia el suelo del salón.

El inspector Gutiérrez no tiene más remedio que pisar la sangre. Es imposible evitarlo. Tiene que pasar por esos escalones, apoyarse en ellos para poder asomarse y comprobar que el pasillo está despejado.

No lo está. El cadáver de un hombre es lo que chorrea sangre sobre las escaleras. Un poco más allá, una mujer está desplomada en el suelo, con una herida en el vientre.

Entonces escucha el gorgoteo.

Antonia pasa a su lado como una exhalación, se acerca a la mujer y la tumba boca arriba, al tiempo que comienza a apretar sobre la herida.

—¿Está viva? —susurra Jon.

—Por poco.

Jon rebasa la posición de Antonia y sigue avanzando. Por el pasillo. Hay luz en el dormitorio, que recorta un triángulo difuso de luz, en el que se pueden ver unas huellas rojizas. Jon no necesita a una experta en salpicaduras de sangre como Antonia Scott para descifrar la dirección en la que ha huido el asesino.

Antonia le hace un gesto en esa dirección, pese a todo. Y luego intenta como buenamente puede taponar la herida de la mujer, que parece completamente ida. Sus ojos están vacíos, pero sigue respirando.

Jon regresa, al poco tiempo, con malas noticias.

—Ha roto uno de los cristales y ha saltado al jardín de atrás. Le diré a los agentes que…

Antonia sacude la cabeza, y le hace un gesto de que baje la voz.

—No vas a hacer nada de eso. Llama a Mentor y dile que ordene a los agentes que no entren. Bastante hemos contaminado la escena ya. Que suban sólo los sanitarios.

El sonido de la sirena de la policía ya les ha alcanzado y se ha detenido. Afuera se escuchan las voces de los agentes, la radio. Y más lejos, la sirena del SAMUR. Con su sonido más urgente, perentorio y quejicoso que las de sus compañeros.

—Aguanta —dice Antonia, en voz baja.

Jon, mientras, se encarga de cumplir las órdenes de Antonia. Cuando acaba, se cerciora de que las niñas estén bien. Se limita a abrir una rendija de ambas puertas. Las habitaciones están intactas, y las niñas parecen dormir con normalidad, ajenas a que, cuando despierten, lo harán a un mundo que no se parecerá en nada al suyo. Que despertarán a una pesadilla.

Son pequeñas, piensa Jon. Saldrán de ésta. Pero a qué precio.

Cuando aparecen los sanitarios, Antonia les deja espacio para que hagan su trabajo. Mientras intentan estabilizar a la mujer, ella se acerca a Jon. Tiene las manos empapadas de sangre, la camiseta, incluso el pantalón.

—Me dijo que lo iba a pagar. Con intereses —recita Antonia, con la voz fría y la mirada gélida.

Una mirada que da miedo.

—¿Cómo sabes que…?

—Me ha mandado un mensaje. Cuando entrábamos. Tenía el móvil en silencio, pero he visto la notificación en el reloj.

Se estira de la manga —qué más da, la chaqueta está arruinada— y le muestra la muñeca.

TIENES SEIS HORAS.

W.

4
Una frase

El resto de la noche es un caos, sucio y atolondrado.

Una psicóloga y un familiar se llevan a las niñas. La salida es un baile complejo. Más de diez personas, incluidos dos bomberos, colaboran en extraerlas de la casa a través de sus respectivas ventanas, para evitar que vean el pasillo, para evitar que se asomen ni por un instante al horror. Antonia no asiste a la operación, es Jon quien se encarga de que, al menos, en su mente no queden imágenes que les obliguen a recordar un suceso que, de todas formas, será angular y definitivo. No volverán a ver a su padre. Probablemente no regresen a esa casa, nunca.

Al menos podrán esquivar lo más duro, piensa Jon, mirando alrededor cuando vuelve a entrar. La cocina con muebles de alta gama —Neff, Gaggenau—, la piscina cubierta, la casa en general, todo en ese lugar habla el lenguaje del dinero. No son ricos, al menos no en sentido estricto. No como los Ortiz o los Trueba, gente para los que el dinero es un concepto, no una realidad contra la que pelear. Pero está claro que a esas niñas no les faltará de nada.

Luego piensa dos veces, y se da cuenta de que no está engañando a nadie. Y, teniendo en cuenta que es su único interlocutor, jodido la hemos.

Porque sí les faltará.

Les faltará todo.

Habrá un agujero que no serán capaces de llenar nunca. Los humanos somos historias, y la de esa mujer y sus hijas no puede ser contada de ninguna otra forma ya que no sea la de la tragedia. Crecerán, vivirán y serán razonablemente felices. Con suerte. Pero siempre habrá un vacío que absorberá todo, un pozo sin fondo que tragará toda la alegría y la luz.

El inspector Gutiérrez sabe de culpas, pero comparado con su compañera, es poco menos que un novato. Encuentra a Antonia al pie de la escalera, esperando con paciencia a que la doctora Aguado le dé permiso para subir. La Policía Científica y el juez de instrucción les han dado un par de horas de ventaja, gracias a la intervención de Mentor. Así que la casa es ahora un territorio vedado a todos menos a ellos tres.

—Ya están a salvo —dice Jon, señalando hacia la calle, donde las luces de los coches patrulla dan vueltas, muy despacio.

Antonia no dice nada. No hace ningún gesto. Sólo está allí, cruzada de brazos. Un manojo de culpabilidad y de rabia comprimidas en metro cincuenta y cinco.

—Sé lo que estás pensando. Y te equivocas —advierte Jon.

—Estaba aquí cuando llegamos. Si tan sólo…

—Hirió a la mujer y la dejó ahí al oír las sirenas. ¿Sabes por qué?

—Calculó que moriría antes de que llegaran.

—Y no fue así, porque nosotros estábamos ya en la puerta. Le has salvado la vida a esa mujer. Condujiste como una loca, entraste en la casa, taponaste la herida.

—¿Qué han dicho los sanitarios?

—No han dicho nada —miente Jon.

En realidad, los sanitarios lo que han dicho es que la cosa está muy chunga y que no dan un duro. Con esas mismas palabras. Pero no hay ninguna necesidad de alimentar una hoguera a cuyo hogar ya está echando Antonia suficientes leños.