Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Pero la urgencia acaba imponiéndose.

La felicidad está en las cosas pequeñas, con batería de litio, se dice para animarse.

La mejor decisión que tomará en su vida, cortesía de Mr. Wonderful. Chúpate ésa, realidad.

Aura desliza un pie fuera de la cama, con cuidado de no despertar a su marido. Nota un escalofrío cuando su pulgar desnudo busca a tientas las zapatillas. El suelo radiante está programado para bajar el consumo energético de noche. No consigue encontrarlas, y le da pereza agacharse debajo de la cama, así que decide ir descalza.

La segunda mejor decisión que tomará en su vida, cortesía de la vaguería. Chúpate ésa, voluntarismo.

Aura sale de la habitación, pasa por delante de las de las niñas, y alcanza la escalera. Es el orgullo de la casa. Preciosos escalones volados de cebrano, una madera muy llamativa y cara de importar, algo menos si se usa algún truqui, le había dicho el carpintero. El truqui consistía en pagar en efectivo, sin molestas facturas. Aura y Jaume, gracias al truqui, se pudieron permitir una preciosa escalera, muy firme, con una madera noble muy hermosa. Y no cruje nada, añadió el carpintero.

La tercera mejor decisión de su vida, cortesía de la evasión fiscal. Chúpate ésa, responsabilidad.

Aura está a mitad de la escalera cuando se da cuenta de que algo sucede.

Algo malo.

Hay una diferencia importante entre las personas que viven en un piso y los que viven en una casa. Los primeros desarrollan un sentimiento de cercanía, de familiaridad. Tienen gente arriba, abajo y a los lados. Probablemente, también enfrente. Sus rutinas, sus movimientos, tienen eso en cuenta. También sus percepciones.

Aura ha vivido siempre en una casa. La de sus padres, primero; ésta, después. Dieciséis años viviendo en un lugar te habilitan una serie de certezas. De sentido del espacio. La temperatura, la luz, la distancia a las paredes. Son una extensión de ella.

No llega a oír nada. En las películas, siempre hay un chirrido, un golpe en el piso de arriba, el teléfono que suena y te pregunta si sabes cómo están los niños —¡desde dentro de la casa!

Aura sabe que hay algo que no va bien. Nota en los tobillos desnudos una suave corriente de aire que no debería estar ahí. Porque viene de la puerta del jardín, una puerta que ella se ha asegurado de cerrar personalmente. Como cada noche, desde hace dieciséis años. De lo contrario, no puede dormir.

Retrocede, despacio, por las escaleras. Poco a poco. Sin arrancar ni un solo crujido de la madera (¡truqui!) en su camino de vuelta al dormitorio principal.

Parte de ella (la parte racional, civilizada, la parte seria) le dice que no sea histérica, que seguramente se haya olvidado de cerrar la puerta, que no ha saltado la alarma del jardín ni la de las puertas, que está sugestionada por tantas novelas de misterio, que se vuelva a la cama.

La otra parte es la que aporrea el hombro de Jaume hasta que éste se despierta, sobresaltado.

—Que pa…

Aura le pone la mano en la boca, mientras se lleva un dedo a los labios. Durante unos instantes, Jaume piensa que Aura le ha despertado para pedirle sexo —puede verlo en sus ojos, la lujuria, a través del sueño—. Aura está demasiado asustada como para colocar eso demasiado arriba en su bandeja de entrada mental. Es vagamente consciente de que han entrado un par de archivos, pero se quedan sepultados bajo el que pone, en letras rojas y en mayúsculas HAY UN INTRUSO EN NUESTRA CASA.

Aura forma una versión de ese mensaje con los labios y con los gestos, hasta que Jaume parpadea, y reacciona enseguida apartando el edredón y bajándose de la cama. Se dirige al vestidor y rebusca hasta encontrar un viejo palo de golf, que lleva ahí una década, por si acaso. Para un momento como éste.

En pijama, con su barriga algo más que incipiente, y unas entradas pronunciadas, con el palo de golf en la mano, desde fuera podría parecer ridículo. Aura tiene una opinión propia. Siente un ardor muy concreto, fruto del miedo, de la adrenalina y de su estado hormonal. Y se dice a sí misma que en cuanto pase esta falsa alarma piensa follarse a su marido como si lo fueran a prohibir.

Jaume avanza por el pasillo con el palo en ristre, seguido de Aura, que, en un claro reflejo del siglo XXI, ha agarrado su teléfono móvil. Piensa llamar a Emergencias a la mínima señal de peligro. No antes. Aura sigue temiendo, por encima de todo, hacer el ridículo. Un miedo que viene de muy atrás, de su educación conservadora, de ser la hermana de en medio. Poco importa.

Quizás si hubiese llamado inmediatamente al 112 el resultado hubiese sido diferente.

Es difícil saberlo. Y eso es lo jodido.

El intruso aparece en lo alto de la escalera, una sombra vestida de negro. No le han escuchado llegar. Es lo malo de la madera que no hace ruido, que no discrimina a los hombres armados que invaden tu hogar.

Jaume reacciona por puro instinto, dando un grito y lanzando un golpe con el palo de golf que alcanza al intruso en el hombro. Una vez, dos. El intruso suelta un grito de dolor y de sorpresa y alza el brazo para protegerse del tercer golpe, justo cuando Jaume lo está descargando. El palo de golf se parte en dos cerca del cabezal, que cae rodando y desaparece en un hueco entre los peldaños de la escalera.

No existe una fórmula matemática para expresar la valentía, ninguna clase de ecuación del tipo inventario más atrevimiento multiplicado por inconsciencia, igual a equis. Pero, si existiera, una de sus variables habría cambiado por completo. Una cosa es salir al pasillo de la planta superior de casa armado con un palo de golf para investigar una posible intrusión. Otra muy distinta es hacer frente a un asaltante armado con un cuchillo de caza, mientras tú sostienes un trozo de aluminio y plástico.

Jaume retrocede, empujando a Aura, que está detrás de él, pulsando el botón de llamada a Emergencias.

—¿Qué es lo que quiere? ¡Váyase de nuestra casa! —grita Jaume, con la voz chillona y aguda, quebrada por el pánico. Escucha detrás de él cómo Aura está dándole su dirección a la operadora, pero lo que de verdad le gustaría es que saliese corriendo (y él con ella) y que los dos se encerraran en el baño. Pero ahora mismo sus cuerpos son lo único que se interpone entre el intruso y las habitaciones de sus hijas.

—He llamado a la policía —dice Aura, con tono triunfal, alzando el teléfono. Como si pudiera servir de barrera protectora contra todo mal el invocar el nombre de la Autoridad Suprema, que pone a los malvados en su sitio, que es fuera de las casas de la Gente Buena Con Trabajo y Que Paga Sus Impuestos Casi Siempre.

El conjuro no parece hacer mella alguna en el intruso, que da un paso hacia ellos, masajeándose el hombro donde ha golpeado Jaume con la mano derecha. La izquierda es la que sostiene el cuchillo, que puede ser con diferencia la visión más horrible que ha contemplado Jaume nunca. Un trozo de metal serrado en las proximidades del mango, curvado y puntiagudo en el extremo contrario de la hoja.

Jaume está seguro de haber visto uno así antes. Una imagen cruza su mente. Él mismo, sentado en el suelo del salón de sus padres, merendando un bocadillo de mantequilla con azúcar, extasiado ante la visión de un héroe musculoso, de torso desnudo, que clava un cuchillo igualito a ése en uno de los malvados soldados del vietcong. Todos los niños de su colegio querían un cuchillo como aquél, y sus padres le regalaron uno, justo a tiempo para que lo luciera en una excursión del colegio. Aquel cuchillo, sin embargo, era una imitación barata, plasticurrienta, que acabó en la basura enseguida.

Lo que tiene enfrente es real. Es lo más real que ha visto nunca.

El desconocido no habla, no abre la boca, tan sólo avanza un paso, y luego otro, hasta que su rostro queda iluminado por la escasa luz que emana del flexo de lectura de Aura, que se ha quedado encendido.

—No. Tú… ¿Por qué?

El intruso no contesta, sólo echa para atrás el brazo para ganar impulso y lanza una cuchillada que Jaume esquiva por poco. Al hacerlo, su cadera golpea a Aura, que cae al suelo. El móvil se le escapa de la mano, pero apenas se da cuenta. Lo único que le preocupa ahora es apartarse de las dos figuras que se han enzarzado en una pelea en mitad del pasillo.

Jaume es alto y tiene cierta fuerza, pero incluso Aura —que toda la acción que ha visto es en las películas, sin hacer nunca demasiado caso— puede ver que no es rival para el hombre del cuchillo. El desenlace es inevitable, para lo único que servirá la resistencia de su marido será para ocasionar un breve retraso.

Ahora mismo, Aura daría todo lo que posee por unos segundos de tiempo. La casa, los coches, las tarjetas de crédito. Todo por unos segundos más, hasta que llegue la policía.

Jaume tiene agarrado el brazo del intruso, pero no dura mucho. Éste le golpea en la cabeza, luego en el cuello, y finalmente logra liberar el brazo del cuchillo. Se lo clava en el estómago, lo saca y lo vuelve a clavar.

La resistencia de Jaume termina en ese momento. Aura contempla con horror cómo su marido empieza a vomitar sangre —no, no vomitar, sino más bien derramar sangre por la boca, como si la tuviese llena y no pudiese contener más—. Se deja caer sobre las rodillas, y su cuerpo se sacude, tiembla, al chocar contra el suelo. Hay un sonido de huesos rotos que trae a Aura imágenes de traumatólogos. Muletas. Una escayola blanca, inmaculada, que sus hijas dedicarán un buen rato a llenar de garabatos.

En otra vida, en otro universo.

Mientras su marido se desploma en el parquet, entre los últimos estertores de la muerte, lo único que logra pensar Aura es en qué poco tiempo ha durado. Qué poco tiempo ha logrado comprarles, a ella y a las niñas.

El intruso —ahora asesino, es un asesino, piensa Aura— no deja nada al azar. Agarra a Jaume del pelo, con una mano enguantada, y tira hacia arriba para alzarle, exponiendo su garganta. Coloca el filo del cuchillo debajo de la oreja derecha, y traza un semicírculo hasta la izquierda. Continúa sosteniendo la cabeza de Jaume hasta que se asegura que el corte es lo bastante preciso y después simplemente abre los dedos, dejándolo caer de nuevo, delegando en la gravedad y en la física el final del trabajo.

No grites. No grites. No grites. Las niñas no pueden ver esto, las niñas no pueden verlo, no pueden asomarse, no pueden, no pueden, no lo permitas. No.

Aura trata de incorporarse. Tiene los brazos extendidos, cubriendo el espacio de pared que hay entre la puerta de cada una de sus hijas. Por un momento, se imagina abriendo la puerta y entrando en uno de los dos dormitorios para proteger a una de las dos. Pero eso significaría abandonar a la otra a su suerte. La tentación es enorme, inmensa, arrebatadora.

Aura ha conocido muchos tirones en su vida. El tirón del sexo (sin dramas), el tirón del dinero (sin prejuicios) y el tirón de las drogas (sin excesos). Todos, más o menos pasajeros. Por encima de todos ellos, el más incómodo y más presente, el indomable, el tirón de la comida (el más pecaminoso, el que comparte, le consta, con todas sus amigas).

Pero todos ellos juntos palidecen ante el deseo absolutamente irrefrenable, imperioso y brutal de abrir esas dos puertas. Al otro lado de los diez centímetros de muro, sus hijas duermen en sus camas. Cómodas. Tranquilas. Sus cuerpos, pequeños y frágiles, cubiertos por el edredón, la luz de compañía de Amanda encendida, la de Patricia ya no, porque es mayor. Su pelo conservará aún el olor a champú del baño, tendrán la boca entreabierta, y los labios brillantes.

Aura necesita entrar en esas habitaciones a protegerlas, a abrazarlas. Lo necesita como no ha necesitado nunca nada, jamás en su vida. Pero no puede hacerlo. No puede, porque hay dos puertas. Elegir es imposible, así que se queda parada entre ambas, con los brazos en cruz y la espalda apoyada en la pared, impulsándose con los talones para incorporarse. En un último y patético intento de que su cuerpo sirva de escudo, sirva para comprar unos pocos segundos más antes de que llegue la policía.

El intruso alza el rostro y mira a Aura.

Da un paso por encima del cuerpo de Jaume, y se acerca a ella. Está a menos de medio metro. Sus ojos azules, líquidos, miran a las puertas —con los nombres de las niñas escritos con letras de madera pegada, de esas que venden en el Tiger a un euro y medio cada una— y luego miran de nuevo a Aura.