Cierra la puerta del coche con fuerza para alejar ese pensamiento.
—¿No ha habido un segundo mensaje? —dice Jon, señalando el móvil de Antonia, que ha colocado en el salpicadero.
Para Jon, la pregunta más importante. Con el primero de los encargos de White, habían recibido una dirección de un lugar donde se había cometido un crimen con el primer mensaje, y un margen de tiempo con el segundo: seis horas.
Preguntar por un segundo mensaje es preguntar cuánto le queda.
Es posible que haya dos clases de personas en el mundo. Los que quieren saber con exactitud la hora de su muerte, y se sentirían exasperados por la necesidad de saber. Con un buen chuletón en el cuerpo, un par de cervezas y dando una palmada en la mesa, el inspector Gutiérrez hubiera respondido, sin dudar un momento, que pertenecía a esa primera categoría. De sus cien kilos de peso, noventa y ocho son de chicarrón del norte. De bañarse en pelotas en la ría en pleno invierno, levantar piedras y partirle el alma a cualquiera que se le ocurra mentarle a la amatxo.
Pero.
A lo mejor, un dos por ciento, acurrucado en la cama con el relajo poscoital, se pensaría dos veces esa afirmación. Pensaría que es mejor no saber, desmintiendo al chicarrón del norte.
—Sólo el primer mensaje —responde Antonia, arrancando el coche.
Jon descubre que no tener que poner una cuenta atrás, no ver los numeritos haciéndose cada vez más pequeños, le produce un considerable alivio.
Tener una bomba atornillada bajo la piel es fantástico para el descubrimiento interior, piensa Jon, anotando mentalmente que debe expresarle su agradecimiento al señor White a la primera ocasión que se le presente.
De todas formas —que Bilbao es Bilbao, y los polis son polis—, el que contesta es el chicarrón del norte, exasperado.
—Pues qué bien. ¿Sabemos al menos ya qué es lo que tenemos?
—No, aún no. Mentor está en ello. Pero cuando lo averigüe, quiero llevar la delantera.
Hay algo en la manera que ha tenido de pronunciar esa frase que le chirría a Jon.
No por sí solo, sino porque vibra en la misma frecuencia que la conversación que tuvo al teléfono con White. Jon no la captó entera. Su inglés no es muy fuerte, las series las ve dobladas. Pero captó lo suficiente. Un both —ambas— que lleva rondándole por la cabeza desde la noche anterior.
—Esto no es más que un juego para ti, ¿verdad?
—¿Eso es lo que crees?
—Creo que estás disfrutando con esto. Aunque no quieras reconocértelo a ti misma. Pero creo que estás disfrutando.
En crudo y por derecho, suena obsceno. Por mucho que haya intentado evitarlo Jon. Pero es la verdad, está ahí, está dicha.
Tengo derecho a estar enfadado, joder.
Y, si es así, ¿por qué demonios me siento tan mal?
Antonia hace una de sus pausas valorativas, en lo que alcanzan la avenida de Logroño, y luego otra y luego otra, y cuando finalmente parece que va a decidirse a hablar, suena el teléfono.
La voz de Mentor se abre paso a través del manos libres del coche.
—Ya tengo la información. En Cisne, 21, hay una vivienda unifamiliar. Los datos del catastro indican que un matrimonio compró el terreno y edificó un chalet en autopromoción hace diez años.
No añade nada más.
—¿Y? —pregunta Jon.
—Y eso es todo —dice Mentor—. No tengo nada en esa dirección.
—¿Y en esa calle?
—Lo he comprobado, también. El registro más cercano de un crimen mayor es un asesinato-suicidio, una pareja de ancianos, en los años noventa.
—¿Distancia?
—Seis manzanas.
Jon menea la cabeza. Parece demasiado lejos —en el tiempo y en el espacio— para tratarse de un error.
De pronto cae en la cuenta, abriendo mucho los ojos, de lo que está ocurriendo De por qué aún no han recibido el mensaje con la cuenta atrás.
Antonia tiene esa expresión que Jon ha visto antes y ha aprendido a reconocer. Los ojos vidriosos, la mandíbula tensa. Esa expresión que indica que su cerebro está trabajando a más revoluciones de lo normal.
Y que ha llegado a la misma conclusión que él, pero unos segundos antes. Por eso mantiene el coche aún a 120 kilómetros por hora, y se queda mirándole, esperando a que la libere de su promesa.
Porque en la calle Cisne, 21, no se ha cometido ningún crimen.
Aún.
—Tú dirás —dice Antonia, poniendo la mano en la palanca de cambios.
Jon se agarra fuerte a las manijas de acero y asiente con la cabeza, por toda respuesta.
—Mentor —dice Antonia—, avisa a la Policía Nacional que envíen un zeta a Cisne, 21, con la sirena puesta. Nosotros vamos de camino.
—¿Por qué deberí…?
Jon interrumpe la llamada, para reducir las distracciones innecesarias.
Antonia respira hondo, cuenta de diez a uno hacia atrás. Parece sentarse más recta, con los hombros más altos. Y sus ojos ya no están vidriosos, sino que se han convertido en dos rayos láser. Mete la sexta marcha, y aprieta el acelerador al máximo, arrancando un bramido exaltado del motor V8. Al igual que ella, parecía estar esperando su momento para soltar todo su potencial.
A esa hora la autovía tiene poco tráfico.
Aun así, a 180 kilómetros por hora y subiendo, los pocos que hay parecen obstáculos inmóviles, muros contra los que estrellarse.
—Seis minutos.
Jon no tiene la prodigiosa habilidad de cálculo de Antonia, pero sabe que eso es mucho.
—Estamos a veintiún kilómetros, cari.
—Exacto —dice ella, pegando un volantazo para esquivar a un camión que parece haber surgido de la nada (en realidad, del carril de incorporación), y acelerando un poco más, hasta que el indicador rebasa los doscientos kilómetros por hora.
La noche anterior, Jon no vio pasar su propia vida ante sus ojos. A Dios gracias, piensa, que bastante malo es morirse, como encima hacerlo viendo cine español. El terror que le había producido la inmediatez de la muerte había sido distinto. Una especie de oscuridad, de túnel. No sólo el cuerpo había dejado de responderle, también sus ojos. Apenas podía registrar nada de lo que ocurría.
El pánico que siente ahora, con los nudillos blancos por el esfuerzo de agarrarse a las manijas, y los pies muy afianzados en el suelo del coche, es bien distinto. Ahora todo lo que ve a su alrededor —las farolas, los demás vehículos, el quitamiedos tan parecido a aquel que Antonia había atravesado hace unos meses— le parece una amenaza.
Reconocer las distintas clases de miedo. Otra de las pequeñas experiencias que le debo al señor White.
—Ahora en qué estoy, ¿en la fase del miedo?
—¿De qué hablas? —dice Antonia, que no aparta los ojos de la carretera.
—De la doctora Kubrick esa. Las fases del duelo. Negación, miedo, todo ese rollo.
—Kübler-Ross. Para tu información, esa teoría está bastante en entredicho.
Jon contiene una carcajada de asombro.
No me lo puedo creer. Una broma doble, aunque sea involuntaria. Ni puta gracia ninguna de las dos, pero aun así, demos gracias al cielo por las pequeñas victorias.
—A lo mejor vivo suficiente para que me hagas reír, cari.
Aunque, visto lo visto, piensa, cuando el coche pasa a tan sólo unos milímetros de un Golf que parece clavado al asfalto, lo dudo mucho.
Nueve minutos antes
La felicidad está en las cosas pequeñas.
Eso es, al menos, lo que proclama la taza, regalo de una compañera de trabajo por su cumpleaños, hace un par de semanas. Aura reflexiona sobre ello, mientras le da un sorbo a su infusión. Es la sexta que le regala. Según ella, irónicamente.
Esa taza —obstinarse en acabarla— va a salvarle la vida a Aura esta noche, aunque ella aún no lo sepa.
Aura tiende a dejarse las tazas olvidadas junto al microondas, en una esquina de la mesa del salón, y en varios puntos estratégicos por la casa. Por las mañanas suele dedicar unos minutos a ir en busca y captura de esos testimonios de su despiste, en varios estados de abandono. Tres cuartos, mitad, y, muy a menudo, para su vergüenza, completamente llenas.
La idea es recogerlas y vaciarlas antes de que llegue la asistenta y se lo recrimine con una sonrisa despiadada y un «Ay, señora», que a Aura le genera una profunda incomodidad.
Tras la búsqueda suele formarse un pequeño campo de concentración junto al fregadero. Las tazas —con sus mensajes motivadores en colores pastel, parcialmente tapados por el hilo del que cuelga el papel con la marca y el tipo de infusión— le recuerdan a una rueda de identificación de esas que salen en las películas, en las que el prisionero sostiene un cartel con numeritos.
La felicidad está en las cosas pequeñas.
Esa noche, la felicidad está en la novela, que la mantiene despierta hasta muy tarde —necesita llegar al clímax— y en un rooibos que se está empeñando en tomar, a pesar de que se ha quedado frío. Al contrario que ella. Como siempre, antes de que le baje la regla, el cuerpo le reclama necesidades perentorias. Jaume no ha sido de mucha ayuda hoy. Ha llegado muy cansado de la oficina, y después de cenar se ha quedado grogui en el sofá. A duras penas ha logrado reunir fuerzas para alcanzar la cama y ponerse el pijama antes de desplomarse.
Los ocho años de diferencia —ella cuarenta y tres, él cincuenta y uno— ya se empiezan a notar. Aún le funciona todo en los sitios adecuados, pero ya empieza a notarse cierta desgana, una incipiente blandura.
Aura se pregunta cuánto tiempo queda antes de que empiecen a dormir en camas separadas. Se siguen queriendo —la masa crítica de dieciséis años de matrimonio, una hipoteca, dos preciosas niñas— y son razonablemente felices. A ratos, bastante. Aura no es capaz de identificar ni un solo motivo por el que no permanecer al lado de ese hombre que ronca a su lado, tapado con el edredón, durante el resto de su vida. Su matrimonio no es perfecto —¿cuál lo es?—, pero las amenazas suelen ser externas. Rachas malas en el trabajo, en la familia extendida, o porque el mundo se pone del revés, simplemente. Pero ellos se quieren, y eso es más de lo que tienen muchos.
Lo cual, sin embargo, no soluciona el problema inmediato de Aura, y es que está —por citar a su amiga Mónica— cachonda como una perra. Mónica tiene tres hijos, cero maridos, y una libido de lo más saludable. Fue ella precisamente la que le regaló el juguete que ahora mismo necesita.
—Soluciona todos tus problemas. Treinta segundos. Pim, pam, y a otra cosa.
Al principio, a Aura le había dado una cierta vergüenza. Nunca ha sido demasiado pacata con respecto al sexo. Lo normal en una familia tirando a conservadora, pero con ínfulas de modernidad. De colegio privado, pero conversaciones en los cuartos de baño. De ahí a que te regalen un Satisfyer por tu cumpleaños, en mitad de un rodizio —¡barra libre de caipiriñas, 45,95!—, pues hay una cierta distancia.
Al abrir el paquete, y ver lo que era, volvió a taparlo enseguida, con un leve rubor en las mejillas. Pero las otras cinco invitadas —dos compañeras de trabajo, una prima, la hermana de Aura— enseguida lo reconocieron y se pusieron a glosar las bondades del aparato con una alegría y una naturalidad desconcertantes. Aura sintió por un momento, con un ramalazo de frustración, que se había quedado un poco antigua. Así que ahora se podía hablar de eso. Para defenderse, dijo que, por la descripción, parecía una aspiradora.
Aun así, lo metió en la bolsa y se olvidó de él. Hasta que, un par de días después, en una mañana de sábado —las niñas en clase de tenis, Jaume jugando al golf— el regalo volvió a su cabeza. Ella se dio una ducha, y al aparato una oportunidad. Lo aplicó en el lugar apropiado, con cierta desilusión durante los primeros veinte segundos. Y, de pronto, oooh, fuegos artificiales.
No es que el invento la volviese loca —en su mente se estableció al instante la comparativa entre una paella de bogavante y un arroz instantáneo—, pero Aura es gestora de fondos de inversión en banca privada, con una rentabilidad media interanual para sus clientes del 8,32 por ciento. Sabe muy bien reconocer el valor añadido cuando lo tiene delante.
Lo que nos lleva al siguiente problema. Y es que el dichoso cacharro no está, precisamente, a mano. Lo había guardado en su bolsa de gimnasio, en el baño de la planta baja, a salvo de miradas indiscretas. Por desgracia, también a un paseo.
Por un momento, Aura se plantea dejarlo correr —jajá, se ríe ella sola, por dentro—. Por no desvelarse. Porque se está a gustito en la cama, bajo el hechizo de Dan Brown. Si es su autor favorito es porque lleva dos décadas publicando una y otra vez la misma novela. Aura gana cada año un bonus de seis cifras precisamente porque sabe reconocer el valor añadido en lo predecible.