—Entonces, sospechosos cero, identificaciones cero, pistas cero. Está bien el resumen, ¿o me he perdido algo?
Antonia, Jon y la forense asintieron con la cabeza.
—Resumiendo aún más, que estamos bastante jodidos —concluyó Mentor.
Jon le había dado la razón entonces, y se la da ahora.
En el cuartel han procurado que las habitaciones, aunque escuetas —más bien camarotes, en ese lago de cemento que es la nave—, estén bien acondicionadas. El colchón, por ejemplo. Látex y viscoelástico, de los caros, igual que la almohada que le sostiene el cuello. De esas que se adaptan perfectamente a la forma de tu anatomía, reaccionando a tu peso y a tu calor corporal. Ajustándose a cada recoveco y a cada curva. Jon se pregunta si la almohada también registrará la zona de su cuello donde la bomba forma un pequeño saliente. El viscoelástico tiene efecto memoria, la impresión dejada permanece durante un rato antes de regresar a su forma original.
Jon se pregunta cuánto tiempo durará la memoria. Si ahora, por ejemplo, estallase la bomba. Si su cuello reventase, de dentro a fuera, y la fuerza de la explosión enviase trozos de metal y hueso a través de su bulbo raquídeo, matándole instantáneamente. ¿Dejaría antes de latir su corazón, de lo que durase el efecto memoria de la almohada? ¿Seguiría ahí su silueta cuando Antonia entrase en la habitación?
Jon imagina a dos sanitarios cargando su cuerpo en una camilla. Luego, un poco más realista, se imagina a tres. Cómo le levantan, arrastran el cadáver y lo llevan hasta el laboratorio de la doctora Aguado. El viaje es corto, apenas veinte metros. Allí, la forense examinará los restos de la explosión, hurgando en su cerebro, buscando desesperadamente una pista entre los fragmentos. Apartando los trozos de lo que, tan sólo unos minutos antes, era Jon Gutiérrez. Conservando aún el calor al tacto.
Antonia lloraría, por supuesto. Y luego se remangaría, y se pondría a buscar venganza, sin solución de continuidad. O quizás le diese uno de esos chungos suyos, y se encerrase otros tres años en su ático.
Uno nunca sabe, con Antonia Scott.
Te puede salir por donde menos te lo esperas.
Como por ejemplo, aporreando la puerta de tu dormitorio, a las 03.26 de la madrugada.
Cuando abre, Antonia está delante de él, en bragas y sujetador, con la ropa colgando de una mano, las deportivas en la otra, y el móvil en la boca.
Jon se lo arrebata, al ver que trata de hablar.
—Ha llegado un mensaje —dice ella, cuando le libera los labios—. Hace medio minuto.
Jon mira la pantalla, mientras Antonia se viste a toda prisa en el pasillo.
CALLE DEL CISNE, 21.
—¿Dónde está esto?
—No lo sé —dice ella, peleando para abotonarse la camisa.
Jon procura dotar a la primera palabra que pronuncia a continuación de toda la malicia de la que es capaz, a esas horas y aún adormilado. Que es bastante.
—¿Tú no sabes una calle de Madrid, cari?
—Madrid tiene 9.187 calles, Jon. No puedo sabérmelas todas.
Antonia parpadea —tiene aún la marca de la almohada en la cara, el pelo revuelto, y el rostro caliente—, y hace una pausa valorativa, mientras mete las piernas en las perneras del pantalón.
—Quiero decir, podría. Pero no es el caso. ¡Búscala en Google!
Jon teclea en la aplicación.
—¿Se lo has dicho a Mentor?
—Le he reenviado el mensaje.
El mapa de la aplicación se abre, mientras la señal, en décimas de segundo se conecta al sistema de localización por satélite, ubica la posición del teléfono de Antonia y muestra el mapa de las cercanías del aeropuerto para, a continuación, marcar la distancia hasta la calle del Cisne, 21; y todo ello en menos tiempo del que se tarda en leer, por ejemplo, sesenta y ocho palabras.
—Enséñame —dice ella, abrochándose el cinturón.
Jon le da la vuelta al teléfono, mostrándole la localización. Ella lo mira, atenta, durante un segundo y medio.
Entonces, Jon comprende por qué Antonia ha hecho algo tan extraño como salir semidesnuda al pasillo y darle a él el teléfono para que busque la dirección. Lo comprende en el momento exacto en el que ella dice:
—Vístete, te espero en el coche.
Mientras corre, descalza, pero con suficiente ventaja.
Será hija de…
Lo que hicieron entonces
—No está lista para comenzar, doctor Nuno.
Al otro lado del cristal, la mujer, ajena a su futuro que consistirá en causar inmensas cantidades de dolor a muchas personas, pone todo su empeño en ordenar una serie de números en secuencias lógicas. Tiene unos electrodos colocados en el cráneo, está vestida sólo con una bata de hospital.
—¿Cuánto tiempo lleva con el entrenamiento? —dice el médico, aunque lo sabe demasiado bien.
—Tanto ella como Scott han superado el tiempo recomendado. Pero no consigo que controle sus emociones. Es muy frustrante.
—¿Cómo ha reaccionado al compuesto?
El doctor Nuno alarga una mano sembrada de venas varicosas que parecen una tormenta de rayos púrpura y recoge el papel que le pasa Mentor.
—Los datos están muy bien. Son mejores aún que los de Scott.
—Y sin embargo no consigo estabilizarla. Las pastillas se han probado inútiles.
Nuno carraspea, respira hondo, y entonces Mentor intuye que viene discurso. No es la primera vez que siente una fuerte tentación de mandar a los de seguridad que le reduzcan, le lleven a un callejón oscuro y le hagan desaparecer discretamente. Podría hacerlo. Y nadie protestaría.
Sin embargo, Nuno se queda callado. Como si hubiera perdido el hilo de lo que iba a decir. O algo dentro de él le hubiera obligado a dejarlo dentro antes de que fuera demasiado tarde.
Cuando lo recupera, algo ha cambiado en su voz. Ya no navega sobre un río de sarcasmo. Es una octava más baja. Hay más verdad en sus palabras. En contra de lo que cabría esperar, eso aún preocupa más a Mentor
—Hace años participé en un experimento que cambió mi manera de ver el mundo. Lo que voy a contarle es del dominio público, puede encontrar el experimento con facilidad. Mis conclusiones personales… no.
Nuno se recuesta contra la pared, como si llevara encima el peso del mundo.
—Eran cincuenta sujetos del experimento, veintiocho hombres y veintidós mujeres. Les fijamos a la silla. No una atadura demasiado restrictiva, simplemente teníamos que obligarles a mirar la pantalla. Después les empezamos a reproducir un carrusel de imágenes. Tartas, bebés regordetes, cachorros lanudos. Debajo poníamos música feliz, perfecta. Louis Armstrong, una tal Katy Perry, cosas así, de los jóvenes. ¿Tiene uno de ésos?
Mentor le alarga un cigarro. Nuno forma un tejadillo con las manos, tan tembloroso que Mentor tiene miedo de quemarle. El médico exhala el humo antes de continuar.
—Entre todas esas imágenes insertábamos material gráfico extremadamente violento. Cuerpos humanos desgarrados en un accidente de tráfico, fragmentos de asesinatos, llagas purulentas, deformidades faciales. La peor clase de carnicería y muerte que se pueda encontrar. Y créame, nos empleamos a fondo.
Hay algo en el tono de Nuno que hace que Mentor se estremezca. De alguna manera, el horror imaginado es siempre peor que el real. Lo cual se revela profético unos instantes después.
—Los sujetos mostraron señales de respuesta de estrés. Incremento en el ritmo cardíaco, presión sanguínea elevada, palmas sudorosas. Eso era lo esperable. Lo que no esperábamos era lo que sucedió a continuación.
El médico se queda mirando la punta del cigarro, que va consumiéndose lentamente. Sopla la ceniza, que cae al suelo, desvelando una brasa que colorea con tonos anaranjados su cara arrugada en la semipenumbra de la sala de control.
—Las imágenes se mostraban de forma aleatoria. Podía aparecer una imagen violenta cada quince imágenes positivas, cada seis, cada treinta. No había un patrón establecido.
—¿El algoritmo tampoco tenía en cuenta la reacción del sujeto? —pregunta Mentor.
—Aleatoriedad pura. Ruido blanco.
Nuno deja caer el cigarro al suelo de hormigón, y pone el pie encima. No lo aplasta, ni lo restriega contra el suelo. Simplemente deposita la suela encima, confiando en que la física haga su trabajo.
—Lo increíble fue que, al cabo de suficientes horas de exposición, algunos sujetos comenzaron a mostrar las señales de estrés justo antes de que se mostrara la imagen.
—Eso es imposible —dice Mentor—. De lo que me está hablando…
Nuno sacude la cabeza.
—No fue en un caso aislado. Fueron siete de los cincuenta. Dos hombres y cinco mujeres. Los siete manifestaron el mismo comportamiento. Idéntico. La respuesta anticipada se manifestaba el 84 por ciento de las veces.
—No puede ser, doctor. Eso sería como predecir el futuro.
——Eso, mi querido señor, es una tontería de enorme calibre. Dedica usted demasiado tiempo a esa bazofia llamada televisión. No, lo que ocurre en el cerebro de los sujetos es que sus capacidades cognitivas empezaban a verse potenciadas. Concretamente la intuición.
—La intuición puede funcionar si veo a una persona ladearse e intuyo que se va a caer por las escaleras. Pero esto…
—Pero ¿quién se cree? Usted no tiene ni la más remota idea de nada que tenga que ver con el cerebro, amigo —dice Nuno. Su acento portugués se vuelve más pronunciado y cantarín cuando se enfada, restándole potencia a la reprimenda—. Y yo, tampoco. Nadie la tiene.
Mentor deja reposar lo que acaba de escuchar durante unos instantes.
—¿Qué sucedió con el experimento?
—No se continuó.
—Pero…
—Lo que estábamos haciendo se consideró una violación de la ética. Estábamos modificando el cerebro de los participantes empleando el trauma. Muchos tuvieron pesadillas durante semanas.
Hay un silencio. Largo.
—Hubo amenazas —confiesa Nuno, en voz baja—. Se pronunciaron palabras de grueso calibre.
—¿Cómo de grueso?
—Tortura. Mengele. De ese calibre.
Y con razón, piensa Mentor, tragando saliva.
Ambos se vuelven hacia el cristal. En la sala, la mujer ha iniciado un nuevo ciclo de pruebas. Pero no consigue completar los ejercicios. Se pone en pie, se arranca los electrodos, camina en círculos, como un animal enjaulado.
—Scott es muy diferente a ésta —dice Nuno—. Ambas tienen unas capacidades asombrosas. Pero son distintas. De ahí los métodos tan… particulares que he diseñado para ella.
Mentor, por fin, comprende lo que le está diciendo el doctor. La certeza no llega de golpe, como una cuchillada traicionera, o una puerta que te da en las narices. No, más bien se desvela poco a poco, como un objeto que palpas en la oscuridad, intentando descubrir qué es durante horas, hasta que comprendes que estabas sosteniendo, literalmente, una mierda.
Lo único que este cabrón quería era experimentar con ella. Llevar a cabo lo que no pudo completar años atrás.
—Es usted un hijo de puta, Nuno.
—Por primera vez en todo el proyecto Reina Roja teníamos dos. Recambios. Merecía la pena probar —dice Nuno, encogiéndose de hombros. Cuando uno es tan viejo que ya no se le posan ni las moscas verdes, gana a cambio cierta indiferencia.
Mentor le mira, sin poder creer esa frialdad. A base de mirarle, consigue esperar algo remotamente parecido a una mirada de culpabilidad.
—Esta mujer tenía algo. Una configuración interna, que creí que serviría para protegerla.
—¿A qué se refiere?
—¿De verdad no lo ha visto? Fíjese bien en ella, Mentor. Mírela bien. Pero no la mire como lo ha hecho hasta ahora, como a un trozo de carne que usar para su propio triunfo. Usted y yo nos equivocamos, cada uno a nuestra manera. Y ahora tendrá que tomar una decisión.
Nuno abandona la sala.
Mentor se queda atrás, observando la colilla del cigarro que el médico había pisado. Un tenue hilo de humo apestoso aún se desprende del extremo ennegrecido.
Al final no se puede uno fiar de nada, piensa Mentor.
2
Una dirección
Jon consigue vestirse en un tiempo récord, y alcanzar el coche cuando Antonia aún está acabando de atarse las deportivas. Demasiado tarde. Ya se ha hecho con el volante. Y Jon ha sido lo bastante idiota como para dejar las llaves puestas.
—Conduciré con cuidado —le promete Antonia, con seriedad, al verle allí, plantado, probablemente decidiendo si la saca a rastras o no.
—¿Respetando el límite de velocidad? —precisa Jon, porque no es lo mismo.
—Respetando el límite de velocidad.
Jon la cree. Contra todo raciocinio. Inmediatamente. Se da cuenta, de forma extrañamente lúcida —mientras rodea el coche, abre la puerta del copiloto, se abrocha el cinturón— de que sus conexiones cerebrales se han ido recableando para confiar ciegamente en Antonia Scott. De la misma forma que su cuerpo lo ha hecho para protegerla. Parte de él rechaza, no sin motivo, ese servilismo incondicional. No sin motivo, pero tampoco con madurez. Hay algo infantil, minúsculo y egoísta, en rechazar el propio propósito.