—Primero tire el arma y luego me enseña la placa —responde el agente, sin dejar de apuntar.
—Puedo enseñarle yo…
—¡No baje las manos!
—Agente, estamos en una situación con explosivos. Retroceda ahora mismo tres metros, y establezca un perímetro.
—¡Que tire el arma!
—Agente —dice Antonia. Duda de cómo dotar a su voz de autoridad, y finalmente decide seguir los consejos del mejor—, me está usted tocando el coño. Como no obedezca ahora mismo, mañana va a estar haciendo controles en Albacete. ¿Estamos?
Antonia debe haber acertado con la frecuencia correcta, porque el policía parece reaccionar. Apunta el arma hacia el techo y retrocede un poco, al tiempo que se pone a hablar por la radio.
El teléfono vuelve a sonar.
Antonia se lleva la mano al bolsillo.
Descuelga.
—Los plazos son para cumplirlos —dice White. Su voz, metálica y desagradable, está llena de ira.
—Hubiese sido más fácil si no hubiese enviado un sicario a matarnos.
Hay un silencio tenso al otro lado de la línea. Con una nota de desconcierto.
—Me temo que no la sigo, señora Scott.
—Caucásico, alto, pasamontañas. Vestido con vaqueros y chaqueta de cuero negra. Llevaba un fusil de asalto Colt Canadian. El modelo C7 o C8 Carbine, no he podido verlo bien, estaba oscuro y nos estaba disparando. Antes de que concluyese el plazo, por cierto. ¿Tiene usted a alguien así entre su personal?
Un nuevo silencio. Más largo y más tenso.
—No. En este momento no. Aunque debo decir que no descartaba su aparición.
—¿Un antiguo empleado descontento?
—Nada de eso. Pero me temo que no juega en nuestro equipo.
—Usted y yo no estamos en el mismo equipo, señor White.
—Eso piensa, ¿eh? Bueno, ya irá cambiando de opinión. Sigo necesitando una respuesta a su primer encargo.
—A Raquel Planas no la mató su novio.
—Fácil. Eso lo averiguó hace horas. Probablemente desde que vio el informe de la policía, ¿verdad?
—Tenía mis sospechas —admite Antonia Nota que White está apelando a su ego, y nota también cómo está reaccionando, a su pesar. Pero no puede permitirse errores. Puede oler la trampa, así que sigue hablando.
—La víctima tenía una relación con una tercera persona, alguien a quien conoció durante el final de su relación con Víctor Blázquez.
—El nombre.
—Alguien de quien se había enamorado y que la apuñaló por un motivo desconocido —continúa Antonia cada vez más deprisa—. Convenció a su madre para que la ayudara a encubrir al autor del ataque.
—El nombre —repite White.
—Pero todo salió mal, la herida era más grave de lo que pensaba…
—Deduzco que no ha averiguado el nombre.
Los pitidos en el cuello de Jon incrementan la velocidad, aún más, hasta formar uno solo, continuo y mortal.
—¡No es justo, maldito cabrón! —grita ella.
—No. No lo es.
Antonia hace un esfuerzo por no sucumbir —a las lágrimas o a la rabia—, y agarra la mano izquierda de Jon. La izquierda. La que no sostiene el arma a la que el inspector Gutiérrez decide aferrarse, en un último gesto de dignidad ante lo inevitable. El esfuerzo de Antonia, sin embargo, no es suficiente.
—¿Es eso llanto? —dice White, tras un silencio.
—Bien sabe que sí —contesta ella.
—¿Tan importante es para usted el inspector Gutiérrez? ¿O es sólo que llora porque ha fracasado? Piense muy bien antes de responder.
Antonia se pregunta cuál de las dos opciones es correcta. Sabe bien cómo debería sentirse, qué sería lo correcto. Pero no es eso lo que contesta. No sabe muy bien cómo debe sentirse, así que busca dentro de su prodigioso palacio de la memoria, hasta encontrar la palabra correcta.
Faʻatanmaile.
En samoano, la mirada del perro en el espejo. El sentimiento que tienes cuando peleas contra la percepción de ti misma, porque no eres capaz de reconocerla como propia.
Respira hondo, y contesta.
—Ambas.
White parece ponderar la verdad de sus palabras durante segundos interminables.
—La creo —dice al fin—. Así que he decidido que voy a pausar el castigo.
Antonia se pregunta, por un instante, si ha escuchado bien.
—¿Por qué?
Más silencio. Y luego:
—Mis razones sólo son mías. Ahora vayan a descansar. Recibirán el siguiente encargo muy pronto.
—Se lo agradezco —dice ella.
Estúpidamente, se da cuenta nada más pronunciarlo. Es un reflejo de educación, un vestigio de modales civilizados —o de síndrome de Estocolmo— que no tiene cabida en una situación a vida o muerte como ésa.
White suelta una carcajada, breve, seca, sin pizca de humor.
—No lo haga. Sigue teniendo que pagar el precio del fracaso. Pero ahora lo hará a plazos. Y con intereses.
Cuelga.
El pitido se interrumpe, de golpe.
Antonia y Jon se miran. Los dos tienen lágrimas en los ojos.
Ambos se dan la vuelta, para no verlas.
TERCERA PARTE
SANDRA
Concebir un pensamiento,
un solo y único pensamiento,
pero que hiciese pedazos el universo.E. M. CIORAN
1
Un colchón
Son casi las tres de la mañana del día siguiente, y Jon sigue dando vueltas en la cama.
No está del todo despierto, tampoco dormido. Es vagamente consciente del calor y del peso de su cuerpo sobre el colchón, de ultimísima tecnología. Mucho mejor que el que tiene en su piso. En calzoncillos, con el edredón hecho un guiñapo a los pies, logra encontrar una postura una hora después de meterse en la cama, y se deja llevar por el sopor. Pero no logra dormirse del todo.
En parte, porque se despertó a las tres de la tarde, tras nueve horas de sueño. Levantarse a destiempo y volver a dormir enseguida no es lo suyo.
En parte, porque no paran de venir a su cabeza las imágenes de lo ocurrido en las últimas horas.
La cárcel.
La mujer.
El ascensor.
El pitido, que aún no ha acabado de extinguirse en sus oídos.
Y lo que sucedió después.
Había habido muchas explicaciones.
Demasiadas.
Primero, las que tuvieron que darle a la policía sobre el tiroteo. Las justas, pero bastante tensas. Las autoridades competentes se muestran extraordinariamente curiosas cuando se produce un intercambio de disparos con armas de alta potencia en un edificio repleto de militares. Incluso aunque nueve de cada diez estén retirados, y el resto recibiendo amenazantes folletos del IMSERSO, con títulos como «Tu tiempo se acaba», «Bienvenidos a la sala de espera de Dios». Bueno, quizás no con esos títulos, pero parecidos, piensa Jon, que teme a la vejez más que a los disparos.
Pero menos que a las bombas.
Haber pronunciado la palabra «explosivos» en un edificio lleno de militares tampoco ayudó a disminuir la curiosidad de la policía. Se habían presentado unos cuantos TEDAX, con menos imaginación que el señor White. Buscaron en todas partes menos debajo de la piel del inspector Gutiérrez, que, mientras tanto, esperaba envuelto en una manta y con un café razonablemente bueno en las manos. Mirando al infinito, o a su parte proporcional más cercana, que resultó ser un parterre en el patio central, cubierto de hortensias y glicinias. Estaban floreciendo, como suelen hacer a finales del invierno.
Jon se quedó allí, en una esquina, sin hablar, mientras a su alrededor la noche deliraba como un pájaro en llamas.
Al guardia de seguridad de la entrada lo atendían los sanitarios por el golpe en la cabeza que le había dado el intruso, dejándolo fuera de juego. Una docena de técnicos corrían como pollos sin cabeza, varios inspectores cabreados revoloteaban. Y Jon, mientras, dejando que Antonia se ocupase de las relaciones públicas. Nunca una buena idea, en circunstancias normales.
O en ninguna circunstancia.
Jon prestó poca atención a la conversación. O más bien es que le llegaba a través de un velo, como cuando estás sumergido en la bañera y alguien grita desde la habitación contigua. Asistió a los retazos que le llegaban con desapego, con esa indiferencia que te regala el universo cuando has sentido la muerte. No llamando a la puerta de tu casa, sino okupándola, empadronándose, cambiando las cerraduras y tirándote besos desde la ventana.
Hubo alguna palabra más alta que otra, miradas de extrañeza, y también algún comentario en voz baja —pero no lo suficiente— de «quién es esta gilipollas».
Luego llegó Mentor —y con él las llamadas de teléfono de gente importante—, y las preguntas desaparecieron. Con más reticencia que de costumbre, dado el lugar, la situación, y la cantidad de jubilados acostumbrados a mandar regimientos que daban instrucciones contradictorias asomados en pijama a las terrazas.
Finalmente, Mentor se acercó a él. Torció un poco el gesto al ver el estado en el que Jon se hallaba, y probablemente también al encontrarse lo bastante cerca como para olerle. Al inspector Gutiérrez le rodeaba una nube de sudor y adrenalina quemada. Dos olores nada agradables.
Al menos, Antonia nunca se quejaría de eso, pensó Jon, dándose cuenta de que su trabajo no estaba exento de ventajas.
Hubo más explicaciones. Más breves, más auténticas. Antonia y Jon le acompañaron en el coche al cuartel de Reina Roja, se metieron bajo la ducha y se retiraron cada uno a una habitación. Hay un módulo especial con cuartos minúsculos donde poder dormir. No es que pudieras agitar a un gato sosteniéndole por la cola dentro de ellos, pero le había servido a Jon para descansar —con la ayuda de una inyección suministrada muy atentamente por la doctora Aguado, además de los antibióticos.
Se despertaron pasada la hora de comer.
Hubo una reunión.
Se intercambiaron algunas palabras.
Se dieron cuenta de lo jodidos que estaban.
—Resumiendo —dijo Mentor, tras un largo y hosco silencio—. No tenemos la identidad del asesino de Raquel Planas, porque el teléfono estaba destrozado. ¿Algo en la nube?
Aguado negó con la cabeza.
—No tenemos tampoco ni la más remota pista de por qué White os mandó a esclarecer este crimen —siguió Mentor.
Antonia negó con la cabeza.
—Hemos descartado por completo la posibilidad de que White esté relacionado con Víctor Blázquez —dijo Mentor—. Que es, por ahora, el único beneficiario de nuestros esfuerzos.
Jon negó con la cabeza.
Y fue al que más le costó.
Después de la confesión de la señora de Planas, ellos estaban obligados a actuar para cambiar la situación de Blázquez. Probablemente con una llamada a los inspectores que se encargaron del caso, en su día. Esto tendría un doble efecto. El primero, recordarles que habían llevado la investigación mal, basándose en prejuicios, y colocando a un inocente en la cárcel. El segundo, darles la oportunidad de enmendar su error, ya que serían ellos mismos quienes presentaran ante la Fiscalía sus nuevas «conclusiones». Lo cual causará vergüenza a muchos, agitación a muchos más, y, casi seguro, una condena de cárcel para la señora de Planas. De dos años justos, para que no pasase ni un día en prisión. Ya que cualquier condena de dos años o menos, en España no se cumple.
Cierto, se habían enfrentado a un caso frío, de casi cuatro años de antigüedad. Algo que, en el mejor de los casos requería meses, un equipo enorme, recursos. Y que, en el peor, era imposible.
Ellos dos lo habían resuelto en seis horas.
Aun así…
No se sentía como una victoria en absoluto.
La justicia es verdad en movimiento, pensó Jon. Y también el único juego donde todo el mundo pierde.
—Y, no sólo eso —añadió Mentor—, sino que, además, ha aparecido una tercera parte en esta historia. Un tirador misterioso, con experiencia en armas de fuego, y que lleva un rifle de asalto pesado. Del que no conocemos ni su identidad, ni sus motivaciones, ni su relación con White, ni por qué quería borraros del mapa. Y del que sólo tenemos una descripción genérica.
—También tenemos las imágenes grabadas con los móviles desde las terrazas —apuntó Jon, siempre deseoso de ayudar.
—Cierto, cierto. Seis vídeos grabados por septuagenarios, que, dada la calidad de los teléfonos, las condiciones lumínicas y el pulso de los abuelos, nos han dado como resultado un maravilloso borrón —dijo Mentor, señalando a la pantalla de la sala de reuniones, donde se veía, efectivamente, un borrón.
—¿Tienen ustedes alguna novedad por aquí? —pregunta Jon.
—Absolutamente ninguna —responde Mentor, muy alto y muy deprisa, mirando a la doctora Aguado, que no abre la boca—. Seguimos sin tener ningún hilo del que tirar. Lo que nos deja, de nuevo, a merced de lo que White quiera ordenarnos. Y, como única estrategia, esperar.
—Once de cada doce veces es lo mejor que puede hacerse —dice Antonia, intentando que suene creíble una estadística que se ha sacado, evidentemente, del culo.