Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Sin batería —dice Antonia, presionando el botón de encendido.

—Hay cables en el coche —dice Jon—. Vámonos rápido.

—No puede llevárselo —dice la señora, con la voz ahogada por la súplica. Se ha puesto entre ellos y la puerta—. Ahí están todas sus fotos.

Jon contiene un ramalazo de lástima. Piensa en cuántas veces habrá abierto la mujer el teléfono —a altas horas de la madrugada, con todas las persianas bajadas y doble vuelta de llave en la puerta—, para contemplar esas imágenes. Probablemente sin saber cómo extraerlas del teléfono, ni nadie a quien pedírselo.

—Se lo devolveremos pronto, señora.

Antonia la esquiva y se dirige a la puerta, pero Jon no la sigue inmediatamente. Piensa en amatxo, vete a saber dónde está, y en cómo esa mujer la representa a ella, como un aciago fantasma de las Navidades futuras. Decide emplear unos valiosos segundos en detenerse junto a la mujer, y abrazarla. Al hacerlo, nota lo cerca que están los huesos bajo la carne escasa y fofa. Ella no le devuelve el abrazo —una vida de orgullo no permite frivolidades en su recta final—, pero Jon siente cómo su cuerpo absorbe el abrazo, lo recibe y lo acepta.

Le susurra algo al oído, unas palabras de consuelo, que sólo ella escucha.

Y luego trota, detrás de Antonia.

20
Un móvil

—Seis minutos —dice Jon, mirando el reloj.

—Tranquilízate. No ganamos nada poniéndonos nerviosos —responde Antonia, apretando el botón de la planta baja unas quince veces.

El ascensor es rápido. Pero la cabeza de Antonia lo es más. Ya ha planificado cómo va a acceder a la información del teléfono, en el caso de que esté protegido por contraseña.

—Lo cargamos con el cable del coche. Hacemos una conexión puente con mi iPad, y usamos Heimdal para saltar la protección. Podremos ver los últimos mensajes de Raquel.

—Te das cuenta de que estás hablando en plural, ¿no?

—Claro, cuando me refiero al equipo, siempre hablo en segunda persona del plural.

Completamente a prueba de sarcasmo, piensa Jon. Aprieta también el botón del bajo, a ver si consigue que el ascensor vaya más rápido.

—¿Tienes idea de cómo vamos a contarle a White que hemos resuelto el crimen?

—Llamará —dice Antonia.

El supongo, lo omite. Es una palabra tan tabú en el vocabulario de Antonia Scott como esfera para un terraplanista.

—Todo saldrá bien —añade, con una sonrisa.

Es una de las buenas. De las que hacen que un hoyuelo se le forme en cada lado de la boca, dibujando un triángulo perfecto con el que le parte la barbilla. De las que últimamente regala pocas.

Jon se la pierde, por desgracia. Y mira que le gustan las sonrisas de Antonia, con sus diez mil vatios de potencia, su capacidad de iluminar por completo la estancia.

Jon se la pierde, por que está muy ocupado salvándole la vida.

Esto es lo que ocurre en un segundo y once centésimas:

A 900 m/s, la primera ráfaga de balas no encuentra rival en la puerta del ascensor, y la destroza antes de que llegue a tocar el suelo. La cabina de cristal y la puerta exterior forman un escudo capaz de ralentizar o de desviar las balas, y eso el tirador lo sabe muy bien. Por eso, la primera andanada es muy corta, una leve presión sobre el gatillo del rifle de asalto, que envía un total de cinco proyectiles.

Los dos primeros destrozan la puerta mientras se abre, convirtiéndola en añicos. Los dos siguientes se estrellan en el marco. Al impactar contra el acero, ambos se aplastan y la fuerza del impacto los desvía, casi sin potencia de penetración, hacia el lateral del hueco del ascensor.

El quinto abre un hueco en la puerta por el que cabría holgado un velador de cafetería, antes de pasar por encima de la cabeza de Antonia Scott y hundirse, formando una enorme telaraña, en el cristal del otro lado.

La distancia que ha impedido que la persona más inteligente del planeta pierda el órgano que la convierte en eso, ha sido de tan sólo tres centímetros.

Esos tres centímetros, Antonia no se los debe a la fuerza de la casualidad, sino a la fuerza de Jon Gutiérrez. Que, décimas de segundo antes de que el ascensor alcanzase la planta baja, ha visto una figura oscura reflejada en el espejo del pasillo, sosteniendo un arma de gran calibre.

Instintivamente, Jon ha tirado de la chaqueta de su compañera sin contemplaciones, para ponerla detrás de él y protegerla con su cuerpo. El ángulo no era el más apropiado, con lo que Antonia esquiva la bala, que pasa por encima de ella, pero se da directamente de morros contra el apoyamanos del ascensor. El golpe no llega a romperle la nariz (por poco) ni los incisivos superiores (por menos aún), pero es suficiente como para que un surtidor de sangre le inunde la boca.

Para entonces, el estampido de la primera detonación les alcanza, pero no le prestan demasiada atención. Antonia porque está retorciéndose de dolor (cualquiera que alguna vez haya recibido un golpe en la zona del bigote entenderá por qué), y Jon porque está atareado sacando de la funda su pistola reglamentaria con una mano, mientras intenta meter a Antonia detrás de él con la otra.

Y así concluye el segundo y once centésimas, y empieza la pesadilla.

—¡Detrás de mí! —grita Jon, cuando ve que Antonia se revuelve.

Jon intenta aplastarse contra la pared del ascensor, lo cual no es nada sencillo. Apenas hay medio metro de cabina tras el que refugiarse, y el ángulo con respecto al tirador no es el idóneo.

Cuando no tengas con qué parapetarte, hazlo detrás de una bala, recuerda Jon, de su etapa en la academia. Un consejo estupendo cuando estás sentado en clase razonando sobre una exposición táctica. No tan bueno cuando estás cagado de miedo, y encogiendo el estómago para que no asome por el borde de tu cobertura.

Jon estira un poco el brazo y dispara, a tontas y a locas, por el hueco de la puerta. Tres balas que no sirven más que para que el tirador identifique mejor su posición y el ángulo de disparo.

El pasillo no es recto, antes de llegar al portal hace un pequeño recoveco, detrás del que se ha colocado su atacante. En la pared contraria están los espejos, que son lo que ha salvado la vida de Antonia, al menos hasta ahora.

Hay que recalcar el hasta ahora, porque Antonia parece decidida a morir. Al menos, por todo lo que se revuelve.

—Suéltame —grita, aunque con el charco de sangre que tiene en la boca suena más bien fuezameh.

Una nueva ráfaga entra por el agujero. Jon no ha escuchado el clic, pero sabe que su agresor ha cambiado del modo automático al manual. Los balazos —tres, esta vez— son consecutivos, pero hay una pausa entre ellos. Una premeditación.

Esta clase de finuras, claro, Jon no las piensa. Las siente en la piel, sin pasar por caja. Es el resultado de dos décadas de entrenamiento, que no han concluido al entrar a formar parte del proyecto Reina Roja. Una vez por semana, el cuádruple que antes. Pero hay aún márgenes que el entrenamiento no cubre, y es cuando uno tiene que confiar en sus instintos.

Las balas impactan en la esquina del ascensor, a corta distancia, cubriendo a Antonia y a él de fragmentos de cristal. Tan pronto se extingue el eco de la tercera, Jon se asoma —sólo un poco— y devuelve los disparos. Otros tres. Esta vez, apuntando, y dando en la esquina tras la que se esconde el tirador. Arranca pedazos enormes del revoco, sin llegar a hacer demasiado destrozo en el hormigón, pero ganando unos preciosos segundos.

Le sería más fácil apuntar si no tuviera que estar sujetando a Antonia.

—¿Quieres estarte quieta? —dice, apretándola con todas sus fuerzas contra la pared del ascensor.

Antonia aspira, traga sangre y consigue hacerse entender a través del dolor, de la adrenalina y del miedo.

—El móvil —dice.

Jon mira al suelo y se le hiela la sangre. Comprende ahora por qué su compañera intenta revolverse y escapar.

Con la primera ráfaga, Antonia ha dejado caer al suelo el móvil de Raquel Planas.

Toda la esperanza que tienen de resolver el caso antes de que concluya el tiempo —que Jon intuye que tiene que ser muy poco— yace ahora en un revoltijo de cristales y esquirlas de metal, a un metro de sus pies.

¿Por qué nunca, nunca puede ser fácil?, se pregunta Jon.

—Estate quieta —ordena de nuevo.

—Tengo que cogerlo.

Jon dispara, una vez. Su disparo es seguido por una respuesta casi inmediata del tirador.

Cuatro disparos, en rápida sucesión, justo cuando ella intentaba estirar el brazo por debajo del agarre de Jon. Una lluvia de chispas les cubre, cuando uno de los balazos destroza el sistema de luces del techo. Antonia suelta un grito de dolor, y encoge el brazo.

A lo lejos se escucha una sirena de policía, y Jon se da cuenta de que tienen un reloj en contra, pero también otro a favor. Al menos si consigue que Antonia se esté lo suficientemente quieta como para que él contenga al tirador.

—Puedo alcanzarlo. Sólo un poco más.

—Antonia… déjalo —dice Jon.

Ella le mira, y ve en sus ojos algo que no había visto nunca antes. O quizás sí, pero que no había sabido reconocer. Una demanda de confianza, de la misma moneda que él ha ido depositando en su cuenta durante tantos meses juntos.

Antonia cierra los ojos y deja de pelear.

Jon asiente, con una sonrisa perversa.

A lo mejor me muero, pero antes me llevo por delante a este cabrón, piensa.

Demasiado largo para un grito de guerra, así que no emite más que un sonido gutural, profundo y áspero, cuando asoma medio cuerpo por el borde del ascensor y vacía el cargador —las cinco balas que le quedan— contra la posición del tirador, justo en el momento en el que éste asomaba a su vez. El otro encoge el cuerpo y devuelve el fuego sin mirar, pero las sirenas están cada vez más cerca.

Jon, que se ha retirado para recargar la pistola y tomar aire, espera pacientemente una respuesta del tirador, pero no hay ninguna. No escucha nada, tampoco. Tan sólo las voces de los policías, al otro lado del patio de luces del edificio.

Duda por un instante si asomarse para ver qué ocurre, pero no tiene tiempo de decidirse, porque justo en ese momento suceden tres cosas al mismo tiempo.

Uno, el tono de llamada de Antonia comienza a sonar, pero Antonia no atiende porque Dos, está agachada, en el suelo, intentando alcanzar el móvil de Raquel Planas, cubierto de fragmentos de cristal. Cuando lo alza, vuelve a Jon una mirada de desesperación. Un balazo ha alcanzado el teléfono de lleno, de forma que una de las mitades del móvil se le queda entre los dedos, y la otra cuelga, unida tan sólo por un cable medio desgarrado. Pero lo más aterrador no es eso, sino que Tres, Jon comienza a escuchar unos pitidos muy cerca de su oreja, y una desagradable vibración bajo la piel, que reverbera en las vértebras y hace que le castañeteen los dientes.

El tiempo se ha acabado.

White acaba de activar la bomba que Jon lleva en el cuello.

21
Un pitido

No. No. No.

Antonia mira a Jon, aún de rodillas, sosteniendo todavía los restos del móvil de Raquel Planas entre los dedos cubiertos de sangre. La mitad que cuelga acaba de caerse con un chasquido, arrancando un crujido de los cristales rotos.

En el techo, la luz del ascensor va y viene, arrancando espectrales destellos de la piel sudorosa del inspector Gutiérrez, que está pálido como vampiro en cuarentena.

—Antonia…

Ella le mira, intentando pensar. Lo cual no es sencillo, entre el teléfono, que no para de sonar, y los pitidos, cuya frecuencia ha ido aumentando de intensidad.

—Cálmate. Lo único que tengo que hacer es…

No llega a acabar la frase, porque la interrumpen los gritos.

—¡Manos arriba, Policía Nacional!

Antonia aún está de rodillas, cuando un agente de uniforme asoma por el pasillo, pisoteando los casquillos que ha dejado el tirador antes de huir.

Jon está de pie, con la pistola en la mano, de espaldas al policía.

Congelado.

—¡No voy a repetirlo! —grita el policía, antes de repetir— ¡Manos arriba!

—Jon —dice Antonia, levantando las manos.

Jon no responde. El miedo le agarrota los músculos, a medida que el ritmo de los pitidos en el cuello se incrementa. Su cara está tensa, tiene la mandíbula apretada. Lo único que se mueve es el miedo en sus ojos, titilando como diamantes bajo un foco.

Antonia se vuelve hacia el policía. Lo que ve no le gusta.

Novato. Miedoso. Con el dedo en el gatillo. Malísima combinación.

—Agente, somos los inspectores Scott y Gutiérrez, de la Policía Nacional. Números de placa 27451 y 19323 —dice Antonia.