Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—No. No fue así como pasó —dice Antonia .

18
Una falla

No es sencillo concretar el instante exacto en que la señora de Planas se derrumba. Quizás al escuchar a Antonia desde el pasillo, o tal vez cuando la ve regresar con un aplomo distinto, con una luz de certeza en el rostro. Toda la que parece haber desaparecido del de la anfitriona, a la que la única fuerza que parece sostenerla en la silla es la de la costumbre.

Antonia se coloca frente a la mujer. Si ambas estuviesen de pie, Antonia quedaría dos cabezas por debajo. Ahora, es ella la que parece de una estatura inmensa, que obliga a la señora a mirar hacia arriba.

—Cuando los agentes de policía le preguntaron, usted nunca dijo que fue Víctor Blázquez. Se limitó a decir que le había visto saliendo de la casa. Cuando era obvio que no había nadie más.

—No mentí —susurra la mujer.

—No, en eso no —asiente Antonia—. Y no hizo falta más, ¿verdad? Un caso de violencia de género, un culpable con antecedentes de malos tratos. Los agentes no le dieron ni media vuelta. Tenían un culpable, y era todo lo que necesitaban.

Antonia retrocede un poco, y señala el mando a distancia sobre la mesa.

—Había indicios, claro. El televisor encendido, por ejemplo.

—En Telecinco, ni más ni menos —interviene Jon.

Una cadena que sólo ponen las personas mayores para tener compañía. No una joven de veintiséis años a la que no le gusta la tele.

—Lo que me desconcertó del todo fue que Raquel abriese la puerta a su novio. Eso era lo que no me cuadraba. Eso significaba que estaba viva cuando él llegó, pálida y nerviosa, pero viva. La propia declaración de Blázquez acabó por condenarle, aunque dijo la verdad en todo momento.

—Fue él —insiste la mujer. Cada vez peor, y cada vez más rota.

—Pero finalmente comprendí la verdad cuando Víctor me habló de sus zapatos. Siempre son los pequeños detalles los que no cuadran, señora de Planas.

Deja de gustarte y abrevia, cari, que nos quedan catorce minutos, piensa Jon, dando un par de toquecitos en la esfera de su reloj con la uña.

Antonia le mira de reojo, pero ahora tiene bien sujeta la presa en el hocico, y no la va a soltar. Cuando está así, produce auténtico pavor. Jon no puede dejar de pensar en la historia del perro de Mentor y el hueso de jamón.

—No sé de qué está hablando —niega la mujer.

Antonia la ignora.

—Por supuesto, usted no estaba en casa, pero se encontraba cerca. La verdad estuvo delante todo el tiempo. ¿Cómo si no es posible que Víctor viera sus zapatos en el ascensor antes de verle la cara, antes de que usted abriera la puerta? Muy fácil. Usted no subía en el ascensor. Bajaba del piso de arriba, donde había estado aguardando a que llegara Víctor.

La justicia es verdad en movimiento, piensa Jon. Y esta verdad en concreto se desploma sobre la mujer con el peso de una tonelada de ladrillos. Sus hombros se hunden, sus labios descienden hasta formar un semicírculo sobre su barbilla temblorosa.

—¿Quiere usted hablar ya, o prefiere que termine yo?

La mujer no responde. Jon cree que es físicamente incapaz. La fuerza que sea necesario aplicar hasta arrancar completamente la venda recae sobre Antonia.

—Raquel regresó aquella tarde a casa, y le pidió ayuda. Una ayuda muy concreta. Le dijo que Víctor iba a llegar enseguida, y que usted debía esperar cerca, y entrar cuando ya estuviesen los dos juntos en casa. Necesitaba un testigo. Pero ¿qué clase de testigo?

No me jodas en el suelo, piensa Jon, que de pronto lo comprende todo.

—Usted subió al piso de arriba, y esperó. Su hija mandó un mensaje, y aguardó junto a la puerta. Raquel estaba muy pálida cuando abrió la puerta a su novio. Él creía que estaba yendo a un encuentro de reconciliación, cuando en realidad acudía a una encerrona. Ella le esperaba, vestida con una gabardina. Víctor entró al salón, y ella fue a su habitación. Entonces se quitó la gabardina, y al hacerlo, soltó un quejido de dolor que llamó la atención de Víctor.

—La sangre de la habitación… —dice Jon.

Antonia asiente.

—Al quitarse la gabardina, la sangre que había acumulada en su herida y en lo que hubiese usado para taponarla, salió en tromba y cayó al parquet con una enorme salpicadura.

Igual que cuando cruzas los brazos en la ducha y los separas. El agua se acumula, y después cae, con un chapoteo.

—Porque Raquel no fue apuñalada en esta casa, señora de Planas. Su asesino la hirió, no lejos de aquí. Alguien a quien ella conocía, alguien a quien estaba protegiendo. Y ella tuvo la presencia de ánimo suficiente como para taponar la herida, ponerse la gabardina, y volver a casa para incriminar a su novio.

—No fue así…

—Raquel probablemente creería que tenían tiempo. Que llamando a la ambulancia, llegarían a tiempo para atenderla. Pero no contó con lo que pasaría al quitarse la gabardina.

Antonia se lleva las manos al abdomen, las separa, abre mucho los dedos. Jon casi puede ver la incisión, la sangre saliendo de golpe. Ella continúa hablando, más para sí misma, para seguir comprendiendo. Hay un aire feroz —incluso gozoso— en sus palabras, a medida que encuentra y redibuja la verdad de lo sucedido.

—¿Qué era lo que tapaba la herida? ¿Un pañuelo? ¿Una toalla? Sé que la gabardina no era suya porque era demasiado grande, así que sólo podía ser de su asesino. Pero… la toalla, el pañuelo, lo que fuera… eso tuvo que ir a alguna parte. En el caos de la ambulancia y la policía, lo hizo usted desaparecer, ¿verdad?

La mujer no contesta. Pero no quita los ojos de Antonia. En su mirada hay miedo y odio a partes iguales.

19
Un abrazo

Antonia sonríe, por dentro. Sabe que ha ganado.

Pero también que esa victoria es el final del camino, y es insuficiente. Le hace un gesto a su compañero, que Jon descifra enseguida. Ella ha llegado hasta aquí, pero ya no puede apretar más. Ahora es su turno.

Jon se acerca a la señora, se arrodilla, y le toma las manos, huesudas y largas, que desaparecen entre las suyas.

—Víctor no le gustaba demasiado, ¿verdad? No era lo bastante bueno para su hija.

Silencio.

—Raquel le pidió algo y usted hizo lo único que podía hacer. Ayudarla —continúa Jon, con voz suave y tranquilizadora—. Ayudó a su propia hija a proteger a su asesino.

La mujer le aprieta las manos. Es toda la aquiescencia de la que es capaz, después de años protegiendo la mentira de su hija, la última petición que le había hecho. Aunque fuera injusta e incorrecta, a ella se había atenido.

Pero esa exigua confesión a ellos no les basta.

El tiempo se agota. Y siguen sin tener lo único que necesitan.

El quién.

Pero antes del quién…

—¿Por qué lo hizo?

—Porque él le hizo daño. Quizás no la mató, pero la arrojó en brazos de quien lo hizo. Y la dejó sola, inspector. Sola.

Hay un atisbo de comprensión en la mirada de Jon. No justificación, pero sí comprensión. La suficiente. Va con el oficio, al fin y al cabo. Parte de ser policía consiste en encontrar comprensión para todo —incluso, con suerte, para ti mismo—. Te permite dar por buenos los actos del sospechoso, ganarte su confianza para que siga hablando. Te permite hacer afirmaciones como la siguiente, intuyendo que son ciertas, porque van a precipitar la respuesta adecuada.

—Engañó a su hija.

—Con una clienta del gimnasio. Raquel se enteró y cortó con él.

—Y empezó a verse con otra persona.

La mujer asiente, despacio.

—Necesitamos saber su nombre.

—Raquel estaba enamorada de él. Eso es todo lo que sé.

—Esa persona fue quien apuñaló a su hija.

—Raquel dijo que había sido un accidente. Que no había tenido más remedio.

El inspector Gutiérrez sabe cosas que Jon rechaza. Sabe que, en algún punto del alma de un ser humano, pueden gestarse palabras como las trece que acaba de escuchar.

Creyéndoselas.

Va con el oficio, también. Asumir que existen recovecos, dobleces, energías dentro del entendimiento de las personas que les permiten unir proposiciones antagónicas dentro de sentencias afirmativas. «Te quiero tanto que si no estás conmigo te mato» y «Ha sido un accidente, no ha tenido más remedio», brotan del mismo lugar. De esa falla entre dos placas tectónicas sobre la que los humanos urbanizamos nuestras certezas. A esos edificios los llamamos amor, familia, amistad. Qué hace una persona cuando las placas se mueven en direcciones opuestas, eso… Nadie lo sabe antes, ni es quién para juzgar con demasiada dureza después.

Puta empatía de los cojones, piensa Jon, un poco por zanjar.

—Señora, no podemos retrasarnos más. Hay una vida en juego, y nuestro tiempo se acaba —dice Antonia. Su voz se ha vuelto de acero—. Necesitamos que nos dé el nombre. Ya.

—No lo sé —repite la mujer, sacudiendo la cabeza—. No lo sé.

Antonia comprueba el reloj.

Ocho minutos.

Empieza a dar muestras de nerviosismo —parecidas a las de los humanos—, y da vueltas alrededor del salón, con los brazos en jarras. Repasando en su mente qué es lo que tienen.

De pronto, se detiene a mitad de vuelta.

Ha recordado algo importante.

Algo que no tienen.

—El móvil. Nunca encontraron el móvil de Raquel. La policía creyó que se lo había llevado Víctor. Pero no fue él, ¿verdad? Ella se lo dio a usted, y fue usted quien le pidió que subiera. Quien escribió el WhatsApp.

—Quiero que se vayan de mi casa —dice la mujer, soltándose de las manos de Jon, y poniéndose en pie—. Voy a llamar a mi abogado.

—Buena idea, señora —dice Jon.

Y luego, en una muestra de astucia callejera, añade:

—Puede usar el móvil de su hija.

Que es el truco más viejo del mundo, mencionar lo escondido para luego aguardar a que los ojos del sospechoso graviten, inevitablemente, hacia ello. No hay camello que no se lo sepa, así que Jon optaba por ir hacia el lugar en donde no miraban.

Para desgracia de la señora de Planas, ella nunca ha pasado drogas. Ni tiene el culo pelado y con moscas de cualquier camello con sede en el parque de doña Casilda.

Sólo desvía su mirada de odio durante un instante de los ojos de Antonia.

No hace falta más.

Antonia sigue la dirección del error (la bisectriz entre su cuerpo y el de Jon) hasta el mueble que está justo a su espalda.

El bargueño.

Si hay un elemento que caracterice a las clases pudientes de Madrid —o a los que pretendían aparentar serlo— de los últimos cuatro siglos, ése es el bargueño. Un mueble de madera, repleto de cajones, y apoyado sobre cuatro patas independientes. Su propósito original era el de almacenar legajos, archivos y toda clase de papeles que documentaban la hacienda de la familia. Se fabricaban en materiales nobles. Ébano, caoba, limoncillo. Engastados en carey, en hueso, en marfil. Los más antiguos pueden alcanzar cifras millonarias en las subastas, para desgracia de los sobrinos que heredan. Ignorantes, tiran a la basura «aquel espanto» para poner en su lugar una práctica estantería de Ikea, serie Kallax, 69 euros, puertas aparte.

Antonia no tiene ni idea si el bargueño es original del XVII o una réplica barata, propia de los trepas de principios del XX. Ni tiene ojo para reconocer la diferencia, ni le importa gran cosa.

Lo que a ella le interesa es el propósito oculto del bargueño. Uno que se ha perdido en la era en la que el dinero se almacena en pequeños bits de información, pero que era relevante cuando se acuñaba en piezas de metales preciosos.

Comienza a sacar los cajones del mueble, uno a uno, y a depositarlos en el suelo. Ignora su contenido: viejos sobres de cerillas, pequeños álbumes de fotos, una colección de postales. Una carpeta con la declaración de la renta de 1998.

—Oiga, ¡¿qué hace?! —dice la señora, alzando la voz.

Demasiado tarde. Antonia encuentra lo que buscaba al sacar el cajón inferior de la derecha. Los laterales del interior del mueble parecen, desde fuera, tener la misma profundidad. Pero una inspección cuidadosa revela que es unos centímetros más corta en el lado izquierdo.

Antonia introduce los dedos en ese espacio, y palpa una protuberancia, hecha de cuerda. Al tirar de ella, se desliza hacia fuera un cajón de unos cuatro centímetros de fondo por veinte de largo. Un espacio ideal para guardar en él cosas valiosas. Un saco de monedas de oro, un fajo de billetes…

Un móvil con funda de Hello Kitty.

Antonia sostiene el teléfono en alto. Un Samsung Galaxy, modelo de hace varios años. No hay demasiadas dudas de a quién pertenece.

Ha sido cuidadosamente limpiado con un paño, pero aun así aún tiene una mancha cobriza y reseca en el botón frontal.