Nada.
—¿Qué es eso?
Mentor señala una zona más clara en el marco de la puerta.
—Espere…
Aguado amplía la zona, y comienza a avanzar de nuevo. La zona está más iluminada durante unos pocos fotogramas, y algo se percibe en el hueco.
—¿Puede hacerlo más nítido, o eso es en las películas malas?
Aguado esboza una sonrisa desgastada ante la broma aún más desgastada de su jefe. Puede que sea la décima vez que se la escucha. Fue el propio Mentor el que le dio el presupuesto para el software FRBDYC —usa un filtro de realce de bordes por desplazamiento y convolución, no se estrujaron mucho los sesos con el nombre—. Pero a él aún le sigue haciendo gracia que a principios de siglo, cuando la tecnología estaba a lustros de ser viable, en CSI: Las Vegas la usaran casi cada semana.
A medida que el filtro comienza a trabajar sobre la zona clara, el rostro que hay debajo comienza a desvelarse.
Primero se identifican los ojos y la boca.
Sólo unas manchas colocadas en el sitio correcto.
Después los rasgos comienzan a aflorar, cada vez con más precisión, pasada tras pasada del filtro. Una media sonrisa insinuada, o quizás un gesto de apremio. Una mirada algo desviada. Unas cejas ligeramente curvadas hacia arriba, encuadrando un rostro femenino que alguien, a primera vista, podría calificar de amable.
Mentor no aparta la vista de la imagen, hasta que el filtro termina de procesar. El resultado se muestra en negativo —la mejor forma de resaltar los bordes de un rostro—, pero aun así, la reacción que provoca en él es tan extraña como radical.
Adelanta el brazo, aprieta en el teclado la combinación que despliega el monitor de actividad del software, y borra toda la actividad del terminal durante la última hora. El archivo de vídeo grabado por el coche desaparece.
La forense le mira sin comprender. Mentor se aproxima a ella, tanto como lo haría alguien que quisiera sacarle una pestaña de un ojo. Aguado, incómoda, intenta retroceder en la silla, pero la postura de su jefe no le deja espacio.
—Usted no ha visto esa cara. ¿Me ha comprendido, doctora?
Su tono, al igual que su actitud, no dejan lugar a dudas.
—Pero…
Ella se da la vuelta, pero Mentor ya no está ahí, sino dirigiéndose a la puerta, cogiendo la chaqueta arrugada de la silla donde la había dejado, sin detenerse. Antes de cruzarla, se vuelve hacia ella y le dice, inexpresivo
—Ni una sola palabra a Scott.
9
Una etapa
Jon es un tipo con mundo, es un tipo con cierto don de gentes, un tipo con mucha mano izquierda. Mano derecha no le falta tampoco, tiene manos como para parar un funicular. Pero vamos, que el tipo es diplomático y sutil. Por eso, cuando Antonia termina la conversación, no dice:
—Voy a reventarle los putos dientes contra la acera.
No, Jon, tiene cierta experiencia ya en el trato con su compañera, así que se limita a apretar el volante de forma que se queden los dedos marcados, y a darle al play en el reproductor de CDs. Está puesto Física y química, pista nueve, y Jon sube el volumen para no escuchar llorar a Antonia. Para que ella no le oiga a él maldecir por lo bajo. Porque lo que las palabras lastiman, a veces sólo el silencio arregla.
Deja pasar el tiempo, y los kilómetros, mientras ella mete la cabeza en el iPad, en el expediente. Un par de lágrimas caen sobre la pantalla, tornasolando el blanco deslumbrante en un arcoíris pixelado, pero ella se limita a apartarlas con el pulgar, porque obstruyen su trabajo.
Jon deja pasar el tiempo, porque ha escuchado la conversación completa. Sí, también la parte de Mentor, gracias a las bondades de un habitáculo insonorizado y un volumen bastante alto. Antonia sabe algo que no quiso decirle cuando él se deshizo de sus pastillas, invitándola cordialmente a una desintoxicación forzosa mientras ella gritaba «no, no, no» a lo Amy Winehouse.
Se suponía que, tras aquella misión, ella podría descansar. Se suponía que podría recuperarse, dejar atrás esa necesidad, en lugar de verse lanzada a una carrera contra el reloj al son que toca un psicópata malnacido.
Se suponía que él estaría en el sofá de la amatxo, en Bilbao, haciendo la digestión de un bacalao al pil pil, en lugar de conduciendo hacia un penal haciendo infructuosos intentos para que el puñetero kebab no se le repita demasiado.
Se suponían tantas cosas, claro. Pero el mundo no es una fábrica de conceder deseos. Todos sus planes, todas sus antiguas aspiraciones han quedado obsoletos por ese tirón que nota en el cuello cada vez que mueve la cabeza unos centímetros. Todos sus anhelos le parecen ahora cosa de necios, de críos, de blandengues. Quizás en eso consiste crecer: en darte cuenta de lo gilipollas que eras.
Y hablando de crecer, Antonia Scott, 12 points, piensa Jon, fan impenitente de Eurovisión. La manera en la que se ha enfrentado a Mentor ha sido espectacular. Por sus baremos, al menos.
Le gustaría hablarle de ello. Darle la enhorabuena, de alguna forma. Aunque duda que ella le dejara acercarse ahora. Después del exabrupto habrá alzado de nuevo el puente levadizo y soltado las pirañas.
Está eso, y que hay algo mucho más urgente.
—Antonia —dice él, con voz suave.
Ella levanta la cabeza de la tablet. No llega a mirarle, mira la carretera, pero aun así Jon ve cómo tiene los ojos rojos y algo hinchados.
—Dime —sorbiendo por la nariz.
—Investigar un caso frío es igual que comer sopa con un machete.
—¿Es una de tus metáforas?
—Aparatoso, frustrante, y con puntos de sutura garantizados.
—Eso lo sé.
—Requiere muchos recursos, gente, tiempo.
—También lo sé.
—Hacerlo en seis horas es imposible.
—¿Vas a seguir diciendo obviedades?
—Sólo quería asegurarme de que estamos los dos en la misma página.
—No tenemos alternativa, mientras sigas teniendo eso en el cuello.
—A lo mejor no es real. A lo mejor sólo es un trozo de metal que me ha metido debajo de la piel para asustarnos y poder controlarnos.
Antonia hace una de sus famosas pausas valorativas de treinta segundos exactos. Jon espera una larga explicación sobre las características técnicas de la bomba. Pero Antonia Scott no deja de sorprenderle nunca.
—¿Estás familiarizado con las etapas del duelo de la doctora Kübler-Ross?
—Las etapas de… ¿quién?
—Ira, negación, miedo, negociación, aceptación.
A la mente de Jon viene un recuerdo de un doctor dibujado en negro hablando con un hombre de piel amarilla en ropa interior. El hombre pasa por las cinco fases a velocidad de vértigo. Casi tanto como él, que ha pasado de destrozar la ducha a negar que lo que lleva en el cuello sea real.
—Lo he visto en Los Simpson —admite.
—¿En dónde?
Jon levanta el pie del acelerador, de pura incredulidad.
—No me puedo creer que no hayas puesto Antena 3 a mediodía en lo que va de siglo.
Ella hace una pausa. Jon no mira. No quiere pasarse el desvío. Pero casi puede escucharla sonreír.
—Te estoy tomando el pelo.
—Tienes muchísima gracia —dice Jon, mientras le da al intermitente para tomar la salida. El tono es sarcástico, pero se siente mejor, de pronto. De forma inexplicable.
O quizás no tanto.
10
Otro mostrador
Ya es muy tarde cuando llega al aparcamiento de la Clínica Psiquiátrica López Ibor.
Mentor tiene ciertos conocimientos de la historia de Madrid. No al nivel íntimo y desconcertante de Antonia Scott, por supuesto. Ella lee la ciudad como un traumatólogo estudia un cuerpo humano. Como una serie de capas superpuestas, en las que los huesos, los músculos, los órganos y la piel son simplemente partes de un todo que respira y se mueve.
En comparación con Antonia, Mentor es sólo un aficionado, pero algo sabe.
Lo suficiente para conocer cómo se pagó ese edificio. Levantado con el dinero que el buen doctor ganó curando a homosexuales durante el franquismo. Las curas incluían lobotomías y tratamientos de electroshock. Realizados sin el consentimiento de los pacientes. Bastante lucrativos.
Mentor no es precisamente rojo. El traje de luces que cubre sus ideas políticas permite ver con claridad hacia qué lado carga. Lo cual no le impide distinguir el bien del mal, o reconocer con claridad cuando un edificio tiene los cimientos repletos de fantasmas.
Aunque uno no crea en ellos.
Aunque uno haya contribuido a engrosar su número.
Estamos construidos a base de incoherencias, y es nuestra capacidad para convivir con ese material inestable lo que nos permite prosperar. A Mentor, sin duda, esas contradicciones le han permitido ser quien es, hoy en día.
Mientras cierra la puerta del coche, se pregunta si no será éste el momento en el que tendrá que pagar el precio por ellas. De facturas, él sabe un rato largo.
Aprieta el paso hacia la entrada. Ha comenzado a llover, de repente, como ocurre a veces en Madrid. Una gota gruesa, que elige para caer el lugar cercano más resonante posible —el capó de un coche, un canalón, una señal de tráfico—. O, en su defecto, el minúsculo hueco entre tu nuca y el cuello de la camisa, con certera, diabólica precisión.
La primera gota es una de estas últimas. Y luego, siguiendo el guion, todas las demás.
Mentor llega a la entrada, que promete refugio, luz y calefacción central, pero que incumple esa promesa con una puerta deslizante de cristal que decide no abrirse. Golpea la mampara hasta que la mujer de recepción alza la vista y le pasa por el lomo la mano a un animal invisible. La señal universal de «hemoscerradovuelvaustedmañana».
Mentor saca del bolsillo su placa de inspector de la Policía Nacional. Siempre lleva una encima, por si acaso. Por si se salta un semáforo. Es indistinguible de una de verdad, porque es de verdad, con la salvedad de ser falsa.
A la mujer, sin embargo, parece impresionarle lo suficiente como para abrir la puerta a toda prisa.
—No hemos avisado a la policía —dice, cuando él se acerca al mostrador. Es una mujer de mediana edad, con el pelo prematuramente blanco. El hecho de que haya decidido no teñirse agrada a Mentor, que le dedica una sonrisa sincera, a pesar de su ansiedad.
—A veces venimos sin avisar.
—Ya ha concluido el horario de visitas.
—Lo sé, pero este asunto no puede esperar, señorita.
Ella cierra el libro que está leyendo. Guerra y Paz.
—Si es algo que tiene que ver con los pacientes, tendrá que esperar a mañana, cuando esté aquí el personal de administración.
—Me encanta ese libro —dice Mentor, señalando el tomo.
Ella le mira, suspicaz.
—¿Lo ha leído?
—Varias veces.
—A ver… ¿De qué va?
—De casi todo, en realidad.
Si hubiese dicho «de una guerra» o «una historia de amor», ella quizás hubiera reaccionado de otra forma. Pero esa respuesta parece gustarle. Destensa un poco los hombros, y las arrugas de su rostro se suavizan.
—Me lo regaló mi padre. Es mi favorito.
—Tiene suerte. Mi padre desconfiaba de los libros. Decía que hay demasiado conocimiento en el mundo, y muy poco sitio donde guardarlo.
—¿Qué significa?
—No tengo ni idea —dice Mentor.
En realidad, tiene una idea bastante aproximada. Su padre, al fin y al cabo, pertenecía una de esas familias. Una de esas con calle, como el hombre en cuyo edificio están ahora mismo.
Ella se encoge de hombros.
—Usted dirá en qué puedo ayudarle.
—He venido a ver a una paciente.
Le dice el nombre. La mujer ladea la cabeza, extrañada.
—No me suena.
—¿Le importaría comprobarlo en la base de datos?
—¿Es usted un familiar?
Mentor saca su DNI. El auténtico. Está al fondo de la cartera, semienterrado por muchos otros documentos de mayor utilidad. Probablemente caducado. No recuerda cuándo fue la última vez que tuvo que usarlo.
—Soy la persona de contacto.
Ella comprueba ambos nombres en la base de datos.
—Aquí figura como dada de alta, señor.
Si esto fuera una secuencia de cine negro, en este momento el director hubiera elegido el tenso silencio que siguió a la frase de la recepcionista para introducir el ominoso sonido de un trueno. La vida real, por desgracia, no suele llevar ritmos tan precisos. El trueno sonó un poco después, coincidiendo con la respuesta tartamudeante de Mentor.
—¿Alta…? Pero… ¿Cuándo fue eso?
—Hace más de cuatro años.
—Eso no es posible —dice él, estirando el cuello, intentando ver el monitor. Ella lo retira de su vista.
—Lo siento, pero está muy claro en su ficha.
—¿Y por qué yo sigo pagando cada mes tres mil ochocientos cuarenta y cinco euros por sus gastos? —dice Mentor, llevándose la mano al bolsillo, para sacar el móvil. Está dispuesto a mostrarle la cuenta del banco, donde cada mes se siguen cobrando los recibos, con absoluta regularidad. O su cuenta de correo electrónico personal —de Hotmail, para su vergüenza— donde le envían evaluaciones psicológicas trimestrales en PDF donde «estable» y «sin cambios» aparecen subrayadas.