Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

—Necesito saber que estás en condiciones, Scott.

—¿Por qué no habría de estarlo?

—No te hagas la tonta. ¿Cuánto hace que no tomas una pastilla roja?

Antonia lo sabe muy bien. Podría decirle las horas, los minutos, incluso los segundos, aunque para eso tendría que concentrarse un momento.

Una vez, de niña, Antonia metió la mano inocentemente en el hueco que quedaba entre la puerta del garaje y el marco. Había visto a su padre hacerlo más de una vez. Un pequeño truco de adulto, para ahorrarse unos pasos hasta la entrada de peatones: aprovechar que un coche acababa de salir, para acceder al garaje por el camino más corto. Tan pronto como su padre metía el brazo, la puerta dejaba de cerrarse y comenzaba a recorrer el camino inverso.

Con el inconveniente de que ella lo hizo por un lugar donde no estaba la célula fotoeléctrica.

La puerta continuó inexorable, aprisionándole la carne. Su padre llegó a tiempo de impedir que el pesado marco de acero rojo le amputara el brazo, pero no lo suficiente para evitar el dolor. Condujo como un loco hasta el hospital más cercano, y allí le pusieron un sedante muy suave, y todo quedó en un susto y en un mes sin poder mover la mano derecha. De regalo le ha quedado una cicatriz blanquecina de tres centímetros en el antebrazo, y una depresión en el músculo, que nunca acabó de crecer del todo bien.

Y algo más: cada vez que escuchaba el sonido de la puerta de un garaje o que se miraba la cicatriz, el recuerdo del dolor volvía nítido a su memoria. Un latigazo eléctrico recorría el camino entre el brazo y el cerebro, y ella se encogía un poco, no importaba lo que estuviese haciendo. Aún hoy, después de tantos años.

El recuerdo de Jon tirando por el desagüe en casa de una víctima los restos de su alijo —y ella forcejeando entre sus brazos, intentando llegar a la pila donde las cápsulas se van poco a poco disolviendo en el agua sucia—, produce en Antonia la misma sensación. El recuerdo sólo tiene unos días, no tres décadas. Aun así, conservan improntas casi idénticas. Una acción impetuosa, un resultado inesperado, y una enorme masa inexorable cerrándose sobre ella para atraparla. O liberarla, para el caso. Lo que deja detrás es dolor, y músculos doloridos.

—Estoy perfectamente —responde a la pregunta de Mentor. La segunda mentira es casi igual de grande que la primera—. Ya no las necesito.

—Antonia —dice Mentor, lo cual es más raro aún, ya que casi nunca la llama por su nombre de pila—, llevo años diciéndote eso mismo. Pero, ¿por qué precisamente ahora?

—Estoy intentando rendirme a la corriente, no domar el río. La cita no es literal, pero creo que la recordarás igualmente.

—Es una filosofía bastante buena. ¿Formaba parte de ella robar cápsulas de la cámara refrigerada?

Antonia cierra los ojos, y aprieta los labios. Se alegra de que la conversación sea por teléfono, y no una videollamada o en persona, porque es una mentirosa malísima. En una escala de cero a Presidente del Gobierno, a Antonia le sale a ingresar.

Tampoco puede decirle la verdad. No debe. Así que opta por darle largas y desviar su atención. En eso es campeona del mundo imbatible.

—¿Alguien ha cometido errores con el inventario?

—Faltan cincuenta pastillas rojas y diez azules, Scott.

—Es un error bastante grande.

—Y a la cámara refrigerada sólo tengo acceso yo.

—Al menos ya tenemos al culpable. Caso resuelto.

—La única persona que podría reventar la seguridad eres tú.

Antonia no tiene que pensar demasiado su respuesta. No es como si hubiera fantaseado decenas de veces con ello en los últimos días. Con arramplar en el maldito sitio y meterse las cápsulas en la boca a puñados.

—Supongo que podría averiguar el número de diez dígitos del panel numérico. O conseguir una copia de la llave física. También saltarme las medidas biométricas, ésas son casi un chiste. Pero la cámara de seguridad es una cinta analógica, si mal no recuerdo. ¿Has podido revisarla ya?

Una cinta analógica Serfram Cobalt de banda inversa, que son las que mandó instalar Mentor, es imposible de falsificar. Puedes romperla, puedes destruirla, puedes tapar la cámara, puedes hacer cualquier cosa con ella, menos alterar su contenido.

Mentor lo sabe.

Antonia lo sabe.

Y él sabe que ella sabe que los dos lo saben.

Así que es un empate. Mentor podría haberlo dejado ahí, y de ordinario quizás lo habría hecho. La competición con Antonia Scott no es una carrera de velocidad, sino el Tour de Francia. Consiste en ir llegando como se puede, sin desfondarse. Pero algo dentro de él se agita —el estrés, que baja las defensas—. Y no puede callarse.

—No hay nada en esa cinta. Pero a lo mejor sólo tengo una sospechosa. A lo mejor te has estado metiendo más de lo que debías en Málaga. A lo mejor te has vuelto una yonqui, Scott. Y ahora el inspector necesita algo mejor que eso.

Antonia traga saliva, con cierta dificultad. Cuando habla, le cuesta hablar sin dejar de apretar los dientes.

—A lo mejor no tendrías que haberme inyectado lo que me inyectaste, cuando yo no estaba segura, para empezar. A lo mejor no tenías que haberme vuelto adicta a esa basura, para empezar.

Y luego, recordando cierta sabiduría ancestral que le transmitió Jon, no hace mucho, decide que va a comunicarle a Mentor por completo sus sentimientos de forma inequívoca. Toma aire, bien hondo.

—A lo mejor tendrías que dejar de tocarme el coño.

8
Un coche eléctrico

Mentor cuelga, sintiendo la irritación, la culpa y la vergüenza invadirle el rostro y las manos como una corriente eléctrica, pesada y débil. Cuando termina de hacer unas llamadas para allanarle el camino a Antonia y Jon, el cansancio le cae encima como una tonelada de ladrillos.

Se vuelve a la doctora Aguado, que sigue con la nariz enterrada en el ordenador, los ojos rojos y secos, y el pelo echado a perder. Tampoco es que él esté mucho mejor. Lleva la camisa pegada a la piel, y apesta a sudor y humo de tabaco. Se mantiene en pie a base de buena voluntad, Marlboro Light y bolsas de Conguitos de la máquina que hay en recepción. El chocolate relleno de cacahuete le repugna, pero es eso, o uno de los sándwiches que siempre salen mojados.

—Vaya a descansar un poco —le dice a Aguado, confiando en aprovechar para echar él una cabezada también. Que Mentor será muchas cosas, pero como jefe es el primero en llegar y el último en irse, costumbre que adquirió fuera de nuestras fronteras.

—Ahora no. Estoy a punto de dar con algo —le responde la forense.

—Vaya —dice él, metiendo la mano en el bolsillo, en busca de monedas sueltas—. ¿Quiere algo de la máquina?

Ignorando su ofrecimiento, Aguado le hace gestos para que se acerque.

—Tengo algo.

Mentor se asoma por encima del hombro de Aguado y reconoce la interfaz de usuario de Heimdal, el software espía del proyecto Reina Roja. Aguado está usándolo para entrar en un sistema ajeno.

—¿Qué es lo que estoy viendo?

—Las cámaras de seguridad del centro comercial. Observe —dice la forense.

Mentor no observa nada, porque la pantalla está en negro. Tan sólo se ve el marcador de tiempo, avanzando sobre la nada.

—Es como si hubiera habido un apagón.

—Y lo ha habido —afirma Aguado—. Salvo que es uno intencionado. Alguien ha hackeado las cámaras para que estuviesen apagadas desde una hora antes y hasta una hora después de que Scott se fuese del centro comercial.

—Ni un pequeño respiro vamos a tener, ¿eh? —dice Mentor, pasándose la mano por la cara, intentando espabilarse. El estómago le ruge. Está considerando seriamente salir a comer algo al kebab situado a dos manzanas, hasta ahí llega su desesperación.

—Espere… Hay algo con lo que no han contado.

Cuando la señal de las cámaras regresa, Aguado señala una plaza de aparcamiento algo separada de las demás. Hay un coche aparcado, conectado a la pared por un grueso cable.

Es uno de esos eléctricos tan carísimos que sólo se pueden permitir los ricos. Y que además te convierten en mejor persona en cuanto los compras, piensa Mentor, que ha visto cómo más de uno de esos salvadores del planeta le miraba por encima del hombro cuando coincidían en un semáforo.

—¿A qué se refiere?

—Estos coches… mientras están cargándose, son muy vulnerables. Un choque en mal momento podría arruinar por completo sus baterías, que son el componente más caro.

—¿Y? —dice Mentor, bastante incómodo, porque su estómago sigue rugiendo, esta vez a menos de quince centímetros de la oreja de Aguado. Pero la forense no da muestras de haberse percatado, porque sigue tecleando, furibunda.

—Un instante… —pide ella, sin dejar de abrir ventanas en el sistema. Subrutinas, se llaman, o eso cree recordar Mentor, de la charla que les dieron sobre Heimdal a los jefes de equipo.

Finalmente, el logo de la conocida marca de coches eléctricos aparece en pantalla. Y junto a él, una serie de comandos escritos en coreano. Lo cual es un problema, porque los genios que diseñaron los terminales Heimdal se olvidaron de incluir un traductor automático.

Un software de medio billón, con be, de euros, y acabamos preguntándole a Google, piensa Mentor.

—Ojalá estuviera aquí Scott —dice Aguado, que tiene que recurrir a su móvil para ir traduciendo los caracteres hangeul.

—Scott no sabe coreano.

—No está entre sus habilidades registradas, no. Pero ha aprendido lo suficiente.

—¿Cuándo?

—Hace tres semanas. Hicimos una apuesta.

—¿Y quién ganó?

—¿Usted que cree?

Uno de los efectos secundarios de pasar tanto tiempo junto a alguien extraordinariamente inteligente es que uno toma conciencia de sus verdaderas capacidades.

El mundo es mucho más fácil cuando eres idiota, porque una de las bendiciones de serlo es que no sabes que lo eres.

Mentor menea la cabeza, intentando fingir aplomo.

—Si nos ponemos, nosotros somos tan capaces como ella.

—No, en realidad no —dice Aguado, volviendo a dejar el móvil sobre la mesa y señalando a la pantalla—. Esto de aquí es el sistema de administración del coche. Y este botón de aquí activa…

Ante ellos aparece un archivo de vídeo.

—Las cámaras del coche.

—No lo comprendo. ¿Esto es en tiempo real?

—El coche es muy vulnerable durante la carga. Así que, lo que hace es activar todas sus cámaras por si algún coche se acerca demasiado a gran velocidad. Lo que estamos viendo es la grabación de esta mañana, mientras el coche estaba cargando.

—Dios bendiga a los pijoprogres. ¿Y el coche guarda ese archivo de vídeo?

—Oficialmente, no. Extraoficialmente, es información valiosa. Y ya sabe el principio básico de cualquier programador. Lo que el usuario no sabe, al usuario no le hace daño.

No lo conocía, aunque es el mismo principio básico de los gobiernos, piensa Mentor, inclinándose sobre la pantalla para intentar descifrar lo que tiene enfrente.

Unos minutos después decide que, después de una de Tarkovski, ésta es la película más aburrida que ha visto nunca.

Tan sólo cuatro cuadrantes, a los lados y al frontal del coche. En dos de ellos sólo se ve las carrocerías de los coches aparcados cerca. En el tercero, sin embargo, puede verse algo de movimiento, cuando ocasionalmente alguien sale de una puerta semioculta en una pared cercana. A juzgar por la vestimenta de las personas que la atraviesan, Mentor deduce que es el acceso del personal del centro.

Aguado va adelantando la imagen, cada vez más deprisa, hasta la hora a la que comenzó el encuentro entre Antonia y White. Ahí los dos observan atentos, pero la puerta está quieta. Nadie la cruza. El código de tiempo sobrepasa la hora a la que concluyó el encuentro.

Nada.

—Esto es inútil… —dice Mentor.

—Valía la pena inten… Espere…

La puerta se abre, pero en ese momento una masa negra tapa la pantalla fugazmente y se coloca frente a la puerta.

—No me lo puedo creer. Algo ha tapado el plano.

Mentor, poco dado al exabrupto fácil o la mala educación en general, se explaya bien a gusto esta vez en particular.

—Es… parece una furgoneta —dice Aguado, señalando uno de los extremos de la imagen.

Cuando la furgoneta desaparece, no queda nada detrás. Tan sólo una puerta, del mismo color que la pared de cemento, pintada con la misma raya roja.

—Rebobine. Justo antes de que llegue la furgoneta.

Aguado retrocede once segundos.

—Vaya ahora fotograma a fotograma.

La forense ensancha la línea de tiempo hasta que cada una de las imágenes aparece como una diminuta fotografía en la barra inferior del monitor. Comienza a apretar, despacio, la tecla derecha. Un fotograma, dos, tres.