Algo de lo que Jon no va a hablar, porque le resulta imposible.
Y porque lo mejor que se puede hacer con el miedo es fingir que no se tiene.
—Sí, eso es todo —miente Jon, casi convincente.
Antonia se sienta a su lado en el capó del coche. Los dos miran a lo lejos, disfrutando de la puesta de sol sobre el tejado de la nave de Ferrallas Domínguez, S.L. Las últimas luces del atardecer dibujan inciertos presagios en el tejado de uralita, recortando una sombra alargada y repleta de dientes que avanza hacia ellos, amenazando con devorarlos.
—Va a ponerse el sol —dice Antonia—. En breve se pondrá en contacto con nosotros, y nos pedirá algo.
Jon no contesta.
—Siempre hace lo mismo. Pide algo. Y eso que pide, te destruye.
—¿Cómo sabes tanto sobre él?
—No sé tanto. He ido reuniendo fragmentos de información sobre él. Algunos, meras intuiciones. Otros, suposiciones bien fundadas. Nada demasiado útil. Ni una sola prueba de su existencia. Hasta hoy.
Jon se lleva los dedos al cuello, donde hay una prueba bastante tangible.
—Algo te tuvo que dar la primera pista. ¿Cómo descubriste su existencia?
Antonia hace una pausa larga.
—De eso no quiero hablar ahora —dice, al final.
Pues nada, cuando a ti te venga bien, piensa Jon, sintiendo cómo el veneno vuelve a fluir a sus labios. Hace de nuevo un esfuerzo por controlarse.
—¿Qué tenemos entonces?
—Todo en contra. No tenemos nada sobre su localización, no sabemos nada sobre sus intenciones.
—¿Y sobre Sandra?
—Aún menos. Aunque en su caso parece haber algo más. Algo muy personal.
—Si por personal te refieres a que está como un par de panderetas, tienes razón.
—Hay otra cosa que no sabes. Parece que ambos llevan mucho, mucho tiempo planificando esto.
Le cuenta entonces a cómo se ha ido tejiendo a su alrededor la telaraña sin que ambos fueran conscientes. Le explica a Jon lo sucedido en Inglaterra y en Holanda. Despacio, sin ahorrarle detalles. Cuando Jon escucha cómo el escudero holandés mató a su propia reina a sangre fría, su corazón se salta un latido.
—Antonia, yo nunca…
—No digas nada, Jon —le previene ella—. ¿Te has parado a pensar qué pasaría si hubiese secuestrado a tu madre? ¿Qué serías capaz de hacer?
—Yo nunca… —repite Jon. Algo más despacio.
—¿Nunca cederías al chantaje? Si estás aquí es precisamente porque cediste a un chantaje. ¿O no recuerdas cómo Mentor te utilizó para sacarme del retiro? ¿Cierto vídeo de cierto maletero?
El inspector Gutiérrez se baja del capó del coche como si estuviese al rojo vivo.
—Eso es completamente distinto —dice, levantando un dedo acusador hacia Antonia, tieso como polla de novio, antes de reflexionar sobre lo que está diciendo. A medida que lo hace, el dedo va perdiendo firmeza, encogiéndose hasta regresar, humillado, junto con sus otros cuatro hermanos.
Antonia asiste, desde la barrera, al desinfle. Y luego dice:
—Nadie está libre de hacer nada, ni siquiera lo más horrible, por amor. El amor es lo más poderoso que existe.
Él se ahorra el «yo nunca…», porque ha comprendido. Su cuerpo, sin embargo, va a su propio ritmo.
—No hay manera sencilla de salir de esta situación, Jon. Mientras tengas eso debajo de la piel, no nos queda otra que jugar a su juego.
Jon da un par de vueltas, nervioso, con ganas de pegarle patadas a algo. Los únicos blancos que encuentra a su alrededor son un envoltorio de preservativo abierto y reseco, una lata arrugada de Mahou, el coche, y la propia Antonia. Tras sopesar sus opciones, elige el segundo blanco más apetecible. La lata resuena cuando termina al otro extremo de la calle.
—No podemos ceder, Antonia. Sea lo que sea que nos pida, no podemos ceder.
—¿Y qué propones?
—Podrías desaparecer —dice él—. Ir a buscar a tu hijo, sin mirar atrás.
—Detrás te quedarías tú. La respuesta es no.
Jon asiente con la cabeza, al menos lo que le permite el dolor que le producen los puntos del cuello.
—Lo que llevas ahí tiene un par de baterías. Sin ellas, no es más que una prótesis bastante fea.
—Las baterías no son eternas —dice él, comenzando a comprender.
—No lo son. Así que vamos a jugar a su juego, y a ganar tiempo. Esperando a que cometa un error.
El inspector Gutiérrez está pensando en qué clase de estrategia es esperar a que cometa un error alguien que lleva mucho, mucho tiempo trazando sus propios planes. Abre la boca para expresarlo en voz alta, pero lo que se escucha es:
Dos pitidos, vibración.
Antonia se saca el móvil del bolsillo.
No hace falta que lo diga. Aun así, lo hace.
—Es él.
6
Una visita
Antonia le muestra su móvil a Jon. Cuatro palabras, un número.
SANTA CRUZ DE MARCENADO, 3.
—¿Qué se supone que significa esto?
—Me dijo que quería que investigáramos tres crímenes. Éste debe de ser el primero.
—Tampoco es que nos haya dado muchas pistas.
El móvil vuelve a sonar, y ella lo desbloquea para leer el mensaje. La pantalla le ilumina la cara por completo. Antonia es una de esas personas horribles que lleva siempre el brillo al máximo, un defecto imperdonable que Jon tiene que perdonarle cada vez que es de noche y le destroza las retinas. Gracias al molesto resplandor, Jon puede comprobar que Antonia no está nada contenta. Cuando le muestra lo que acaba de recibir, él lo está aún menos.
TIENES SEIS HORAS.
W.
—Vamos, no me jodas.
Antonia activa una cuenta atrás en el teléfono, con el tiempo límite que les ha dado White.
—Vamos a esa dirección.
—Así, ¿sin más? ¿Sólo porque has recibido un mensaje?
—Así, sin más.
—Podríamos investigar la procedencia del mensaje. Las pistas que haya podido dejar. Cuando me secuestraron, había dos personas con él. Habrá tenido que reclutarlos en algún sitio…
—Estás pensando como un policía —le interrumpe Antonia—. Y ahora no necesitamos un policía.
Jon tuerce el gesto, pero no dice nada. Se limita a poner el brazo en la puerta del conductor cuando ella intenta abrirla.
—¿Qué haces?
—Mantenernos vivos. Vivos y en marcha. Éste es el último coche que nos queda, me lo ha dicho Mentor.
—Ni que hubiéramos siniestrado tantos —dice ella, entregándole las llaves, con un suspiro.
—Madre mía, cómo relativizamos cuando nos conviene, cari.
A Jon, incluso sin tener que pagar la factura, el casi medio millón de euros en Audis destrozados se le hace mucho. Sobre todo cuando tiene que aguantar a Mentor. Lo que no deja de sorprenderle es la lasitud que muestra Antonia con las matemáticas y los medios de locomoción. Está casi a la altura de su desprecio a las normas de tráfico.
Antonia se coloca en el asiento del copiloto y usa FaceTime para conectarse con Mentor mientras se ponen en camino. Deja el iPad en el soporte del salpicadero, para que Jon pueda verlo también.
—¿Cómo está el inspector? —pregunta, al descolgar.
—Lo bastante bien para conducir, aparentemente —responde ella, encogiéndose de hombros.
—Expongámoslo de la siguiente manera, Scott. Si en algún momento tienes que acompañar al inspector a la UCI porque le hayan pegado un tiro, aun así te preferiré en el asiento del copiloto.
El inspector Gutiérrez hace esfuerzos infructuosos para no sonreír.
—Técnicamente él ha roto más que yo.
—Técnicamente, me da igual. ¿Qué sabemos de ese hijo de puta?
—Ha contactado —informa Antonia, detallándole el mensaje que acaba de enviarles White.
Mentor les pide que no cuelguen mientras accede a los datos. Jon casi espera que les ponga una musiquita atroz, como un teleoperador de Movistar. Pero, a diferencia de estos últimos, Mentor tarda menos de un minuto en regresar.
—Ha habido un único crimen en esa dirección en los últimos treinta y cinco años. Más allá de eso, no lo tenemos informatizado.
Una foto aparece en pantalla. Una mujer joven, de pelo rizado y sonrisa tímida.
—Su nombre es Raquel Planas Mengual. Diseñadora de interiores.
Muestra una fotografía de la escena de un crimen. Apenas se distinguen los detalles. Hay una gabardina cubriendo un cuerpo. Y mucha sangre.
—Fue asesinada de una puñalada en la calle Santa Cruz de Marcenado hace cuatro años.
Jon arruga la nariz al escuchar aquello.
En una ocasión, Jon había colaborado en la investigación de un caso antiguo, o caso frío, que es como los conocen los policías. Habían aparecido nuevas pruebas referentes al asesinato de un adolescente en Getxo, a las afueras de Bilbao. Una camiseta manchada de sangre desconocida. El dueño había resultado ser bastante conocido, y el caso acabó en todas las portadas de los periódicos. El proceso implicó a ocho investigadores de la Ertzaintza, tres policías nacionales, dos forenses, un laboratorio externo y decenas de miles de euros.
El caso sólo tenía dos años y medio. Pero para cuando los investigadores llegaban a los lugares relacionados con la víctima, había infinidad de detalles que habían cambiado. Los testigos no recordaban nada, o recordaban algo totalmente distinto de lo que le habían dicho inicialmente a la policía.
No hay nada que un policía tema más que un caso frío.
—¿Sospechosos?
—Un culpable.
Una nueva foto aparece en pantalla. Treinta y muchos, pelo largo, mandíbula huidiza y ojos aún más huidizos. No es guapo bajo ningún concepto de cuello para arriba, así que ha intentado subsanarlo en dirección sur. Unos músculos de gimnasio, de pinchacito en el culo, de huevos del tamaño de aceitunas. Un Rolex dorado que dice, a gritos «tengo algo que compensar».
Le falta salir en la foto subido a un deportivo, piensa Jon, que no es muy caritativo con los asesinos de mujeres.
—¿Su marido?
—Su novio, Víctor Blázquez. Dueño de un gimnasio. Con antecedentes de maltrato.
—¿Dónde está?
—En Soto del Real. Cumpliendo veintitrés años. Saldrá en seis, es un preso modelo.
—Da gusto ver cómo el sistema funciona.
Antonia mira la foto, mira a la carretera, mira a su compañero y toma una decisión.
—Da la vuelta.
—¿Qué dices?
—Que des la vuelta. Vamos a Soto del Real.
—Pero ¿no íbamos a Santa Cruz de Marcenado?
Ella le dedica una de esas miradas suyas contra las que es mejor no entablar una discusión. Así que Jon hace un giro bastante ilegal, y da la vuelta al coche. Busca en el GPS del Audi la dirección de la cárcel mientras Antonia se dedica a lidiar con la insatisfacción de Mentor.
—¿Qué se supone que haces, Scott?
Antonia no lo tiene demasiado claro. Pero una palabra le ha venido a la cabeza.
Katsrauvsaali.
En jemer, idioma hablado por veinte millones de camboyanos y que tiene el alfabeto más largo del mundo, el que corta el trigo cuando se supone que tiene que cortar el trigo. El mejor paladín de una causa posible.
—Lo lógico sería recorrer la lista de testigos, el sumario del caso, visitar el escenario del crimen, hablar con el fiscal, con el juez, con los policías encargados. ¿Cuánto tiempo nos llevaría eso?
—Demasiado —admite Mentor.
—Es de noche ya. Incluso si movilizáramos un ejército, los sacáramos a todos de la cama y los pusiéramos en fila, tardaríamos días en poder hablar con ellos —admite Jon.
—¿Y en qué dirección crees que apuntarían todos?
Jon ya sabe en qué dirección. La M-609, en el kilómetro 35. La misma que acaba de introducir en el GPS.
—White nos ha ordenado resolver este crimen —dice Antonia—. Si Blázquez no es el culpable, no hay otra persona mejor a la que preguntarle.
—Preguntar a un preso si es inocente. ¿Qué podría salir mal? —dice Jon, poniendo el intermitente.
—Estoy de acuerdo con el inspector Gutiérrez. Podéis estar perdiendo un tiempo precioso, Scott.
Antonia no contesta. Es uno de sus recursos habituales cuando quiere dar a entender lo poco que le importa la opinión de los demás sobre un asunto en el que cree tener razón. Mentor ya lo conoce de sobra, así que usa el truco más viejo del libro de los jefes: Hacer creer que todo es idea suya.
—Será mejor que se den prisa. Intentaré facilitarles la entrada en tanto llegan. ¿A qué distancia están de la prisión, inspector?
—A veintiocho minutos. Llegaré en quince, soy un conductor modelo.
Mentor ignora la pulla al impecable sistema penitenciario español y se vuelve hacia Antonia.
—Scott, coge el teléfono —dice, antes de interrumpir la llamada de FaceTime en el iPad.
Antonia obedece, extrañada.
—No pongas el manos libres —le advierte—. Tengo que hablarte en privado.
—De acuerdo —responde ella, aún más extrañada.
7
Un aparte
No es el estilo de Mentor darle a ella información que no le dé a su compañero. Más bien al contrario.