Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Casi lo tengo, piensa, estirando el brazo. Sólo un poco más.

—No me lo puedo creer —dice Carmelo, dando una palmada en el volante—. ¿Otro desvío?

Carla ceja en su intento contorsionista y se incorpora, ya cogerá el teléfono cuando lleguen y pueda encender la luz del techo, ahora no quiere deslumbrar a Carmelo.

—Pero ¿por dónde quieren que vayamos ahora? Si el Centro Hípico está ahí —dice Carla, señalando los altos muros, a menos de cien metros a su derecha.

Una figura ataviada con casco y chaleco reflectante se acerca, lleva otro bastón luminoso en la mano enguatada. Hace un gesto a Carmelo para que baje la ventanilla. El chófer obedece.

—Buenas noches —dice el hombre del bastón luminoso.

—Hágame el favor, ¿podría indicarme por dónde puedo acceder al Centro Hípico? Es que es tarde y la yegua tiene que dormir —dice Carmelo.

Cuando está cansado o tenso el acento de Arteixo se le acentúa, piensa Carla, divertida. Acento se acentúa, encantada con su juego de palabras. Dios, qué tarde es y qué cansada estoy. Se imagina en su cama, arropada por las mantas. Mañana le espera un día muy duro.

—Es muy sencillo, si baja del coche se lo indico enseguida.

Carmelo abre la puerta del coche, y pone un pie en el camino de tierra. El hombre del bastón luminoso lo alza y apunta con él a la oscuridad, al tiempo que se inclina hacia el chófer, como si quisiera indicarle mejor por dónde debe acceder al edificio.

—Mire, es por ahí.

—¿Dónde?

Maggie, en el remolque, se agita inquieta, relincha, piafa nerviosa.

Los caballos saben.

Carla ve brillar algo en la mano derecha del hombre del bastón un instante antes de que Carmelo lo capte también con el rabillo del ojo y se vuelva, extrañado. Tarde. El cuchillo se hunde en el cuello del chófer con un movimiento descendente y un chasquido húmedo, atravesando la prominente capa de grasa, seccionando la yugular. El desconocido sujeta con el brazo izquierdo a Carmelo contra él, usando el bastón como una palanca con la que aprisiona el pecho de Carmelo, que intenta alcanzar eso que hay en su cuello, ese elemento extraño incrustado en su interior. Catorce centímetros de acero afilado que ahora abandonan su carne, seguidos de un surtidor de sangre desoxigenada que, en lugar de acudir al corazón de Carmelo, salpica la puerta abierta del Porsche, se cuela en la guantera y empapa la tierra.

Carmelo cae de rodillas, intentando desesperadamente parar la hemorragia, volver a meter dentro de su cuerpo la vida que se le escapa entre los dedos. Emite un sonido borboteante que poco a poco se va transformando en un chillido vidrioso.

Carla no ha abierto la boca, aunque quiere gritar, pero su garganta está atenazada por el miedo y la sorpresa, la terrible disonancia que encuentra entre el cuerpo agonizante que cae al suelo y el hombre afable, educado y cariñoso

es de la familia

que ella conoce y aprecia, y recuerda al potro de su infancia al tiempo que piensa que Carmelo ya no podrá ver más a sus nietos, a uno ella lo conoce, tiene la misma edad de Mario y una vez jugaron juntos en la finca y

Mario. Oh, Dios. Mi hijo.

Carla se da cuenta entonces de que ella es la siguiente, que el hombre del cuchillo —ya no es el hombre del bastón, ahora sólo es el hombre del cuchillo— ya se da la vuelta y comienza a rodear el Porsche, cruzando por delante de los faros, y que si quiere volver a ver a Mario tiene que hacer algo ya, inmediatamente, pero sus dedos no aciertan con la manija, resbalan, empapados en sudor y atenazados por el miedo, y de pronto lo logra, suena un chasquido metálico y la puerta está abierta, y el hombre del cuchillo está ahí mismo.

Entonces Carla empuja la puerta del coche y se arroja al exterior.

13
Una foto

—No murió aquí. —Es lo primero que dice Antonia, cuando los dos hombres vuelven al salón.

El muchacho ya no está en el sofá. Concluido el análisis de Antonia, la doctora lo había colocado en una bolsa negra con cremallera, que reposa en el suelo.

—Continúa —pide Mentor.

—Ésta es una escena secundaria. El chico no murió aquí, habría sido imposible hacerlo sin dejar rastro. El asesino se limitó a dejar aquí el cadáver y organizar un espectáculo. Para quién, no lo sé.

Jon la mira, extrañado. Algo ha cambiado en ella. Cuando llegó, era como un conejillo asustado, hipnotizado por los faros de un coche. Inspiraba ternura, pese a irradiar la sensación permanente de que no estaba del todo allí. Ahora está tranquila, serena. Está. Incluso su postura ha cambiado, los hombros algo más levantados, la barbilla erguida.

Distinta.

—Nosotros tampoco. ¿Quieres que te resuma lo que sabemos?

Antonia asiente y se apoya en la pared, con las manos en los bolsillos, expectante.

—Hace seis días recibí una llamada de arriba —cuenta Mentor, el dedo índice apuntando al cielo—. Me preguntaban si estabas lista para volver al trabajo. Dije que no lo sabía, pero que podría intentarlo. Entonces me explicaron que quizás no sería necesaria tu participación, pero que había sucedido algo grave.

—El chico había desaparecido —aventura Jon.

—Correcto. Estaba en clase, se excusó para ir al baño y no regresó. Es todo lo que sabemos. El colegio no tiene cámaras de seguridad, y los profesores pensaron que había decidido fumarse la clase de matemáticas. Al parecer pasa con cierta frecuencia, así que el profesor decidió mandarle un email a los padres. El padre contestó casi inmediatamente diciendo que el chico no se encontraba bien, y que no iría a clase al día siguiente.

—Los padres ya lo sabían —afirma Antonia—. El que se lo llevó les había avisado de que había cogido al chico.

Jon se pasa la mano por el pelo.

—Y también les diría que no denunciaran el secuestro a la policía.

—Los padres son gente con contactos. Sabían a quién acudir. En cuanto el asesino colgó el teléfono, empezaron a moverse las piezas en los despachos de más arriba. Yo recibí la llamada tan sólo hora y media después de que el chico desapareciera.

La justicia es igual para todos, piensa Jon, que necesita urgentemente tomarse una cerveza, o diez.

—¿Y después?

—Después nos ordenaron no hacer nada. Prepararnos para intervenir si era necesario. Nada más.

Cinco días perdidos, piensa Jon. Cinco días en los que el asesino tuvo campo libre para moverse a su antojo, y hacer lo que quiso con el pobre Álvaro.

—Ayer a las siete de la mañana el personal de servicio descubrió el cadáver de Álvaro Trueba —interviene la doctora Aguado—. Y entonces nos pidieron que interviniéramos.

—Confiando en que tú te unieras a la fiesta —añade Mentor.

Antonia se incorpora y se acerca a ellos.

—¿Qué pasará con el chico?

—Dirán que fue meningitis. Una fiebre fulminante. Uno de nuestros médicos lo certificará.

Antonia le mira sin pestañear.

—No es así como hemos trabajado nunca, Mentor. Antes hemos torcido las reglas un poco. Nos hemos escurrido por los márgenes. Pero esto… esto no está bien.

—Quizás no estuviera bien antes, Antonia —dice Mentor, encogiéndose de hombros—. Pero luego tú te fuiste. Nos dejaste tirados.

—No te atrevas a echarme eso en cara —dice ella, apuntándole con el dedo.

Mentor saca la fotografía de la carpeta, en la que se ve al muchacho y a su hermana en la playa y se la muestra a Antonia.

—Y tú no te atrevas a decirme que a este niño se le hará mejor justicia si su nombre aparece arrastrado en los programas de la mañana. Si los lobos despedazan cada parcela de su vida cuando sea trending topic en Twitter. Si su hermana crece con el recuerdo constante de lo que le pasó de verdad. A otra niña puede que le dejaran olvidarlo. Esta chiquilla —dice Mentor, golpeando con el índice en la foto— es la hija de la presidenta del banco más grande de Europa. No le dejarán que lo olvide nunca. En cada reportaje en el que salga, en cada foto que le hagan, añadirán «marcada por la tragedia». ¿Querrías eso para tu hijo?

Mentor concluye, y se queda mirando a Antonia con una bien ajustada máscara de integridad.

Jon, por su parte, está tentado de aplaudir.

El cabrón está manipulándola con material de primera clase. Una mentira tan parecida a la verdad que es casi indistinguible. Ahora comprendo a qué se refería con mierdismo. Este tío pisaría el cuello de su abuela moribunda con tal de ganar.

—Espera un momento, ¿tienes un hijo? —pregunta Jon, cuando el significado de la última frase que ha escuchado alcanza su cerebro.

Antonia no contesta, su mirada se ha trabado con la de Mentor.

—Dime que quien ha hecho esto no va a volver a matar —dice éste, con voz suave.

Antonia respira hondo. Tarda en contestar, y cuando lo hace, habla muy despacio.

—Una planificación exhaustiva en el secuestro. Un crimen sin escrúpulos especialmente cruento. Quien ha hecho esto es extremadamente inteligente y sí, volverá a matar. Esto es sólo el principio.

—¿Estamos ante un asesino en serie? —pregunta la doctora Aguado.

—No —responde Antonia—. Es algo distinto. Una clase de animal diferente. Algo que nunca había visto.

Tres horas antes

Carla abre la puerta del Porsche. El hombre lanza su cuerpo contra ella, tarde. La puerta se cierra a su espalda como unas fauces hambrientas, pero Carla ya está fuera, cae sobre las manos. Sus pies no hacen suficiente contacto con el suelo, sus zapatos planos patinan sobre el terreno irregular.

No caigas, no caigas ahora.
Si caes, te cogerá.

Carla trastabilla, los músculos sin fuerzas tras tantas horas en el coche, pero logra incorporarse lo suficiente como para correr. Un paso, dos pasos, es todo lo que necesita, correr, alejarse de allí. Una mano se cierne hacia ella.

Crac, suena.

El cuerpo de Carla se detiene en seco, la respiración se corta en su garganta.

Los dedos del hombre han logrado aferrarse al fular —el sonido de la tela chasqueando es lo que ha escuchado, y no, como temía ella, su cuello rompiéndose—, y tiran hacia él.

Carla gira sobre sí misma, llevada por el impulso. La casualidad quiere que lo haga de derecha a izquierda, como las educadas y obedientes manecillas del reloj, y que su cuerpo quede libre, y el fular en manos del hombre del cuchillo, que lo deja caer y emprende la persecución.

—Ven aquí —gruñe, la voz a su espalda.

Carla rodea el van de Maggie, que relincha a su paso, y hace un quiebro en dirección contraria, interponiendo el remolque entre ella y su perseguidor. Al otro lado sólo hay carretera, ningún sitio adónde ir, y ella no llegará muy lejos con esos zapatos planos, casi unas sandalias. Quitárselas no es una opción, tampoco. El camino está lleno de arena y piedras, huele a polvo y a sequedad. Descalzos, sus pies acabarían destrozados en cuestión de segundos, y su perseguidor —con sus suelas resistentes, sus piernas largas y fuertes de hombre— la alcanzaría enseguida.

Hay luces en el Centro Hípico.
Ve hacia allí, idiota,

oye en su cabeza, y la voz que le habla es la de su madre, aunque no es posible, porque su madre murió hace once meses.

Carla corre, su cuerpo rebasa el coche y entonces ve el bastón luminoso, delante de él en el camino de tierra que asciende al Centro Hípico, y no comprende cómo ha podido moverse tan rápido. Quiebra de nuevo y salta el arcén, se mete entre los árboles, nota las ramas de un arbusto partiéndose, lacerándole las pantorrillas y lamenta, no por última vez, haber elegido un vestido en lugar de unos vaqueros.

Tarde. La tela se le enreda en una rama, y Carla cae hacia delante, manoteando. Lo que detiene la caída es el tronco de un árbol, sobre el que aterriza de cara. Se oye un chasquido. No puede contenerse, suelta un quejido.

Está sangrando por la nariz. Mucho.

Me la he roto. Dios cómo duele.

Aprieta los dientes.

Sigue.

A su espalda se oyen los pasos del hombre, pesados, implacables, internándose en el bosquecillo. Pero ahora Carla tiene ventaja: unos pocos metros y la oscuridad, la bendita oscuridad. Se parapeta detrás de un árbol —es una encina, nota la corteza rugosa y gruesa en la espalda, sus manos están pringosas por la resina, el olor se mete en su nariz, leñoso y fragante—, intentando pensar qué hacer.

Llamaré a la policía.

El teléfono está en el coche,
bajo el asiento.

Cogeré una rama y le atacaré, le pillaré por sorpresa.

Es mucho más grande que tú.

Entonces correré hacia el remolque y me subiré en Maggie, picaré espuelas y galoparé como el viento.

Te cortará el paso antes.
Y necesitarás unos segundos
para abrir el pestillo y ayudar
a Maggie a bajar. Incluso aunque
montes a pelo, de una vez
y sin resbalarte, aunque logres
mantener el equilibrio, puede
subir al Porsche y perseguirte
mucho antes de que logres
encontrar la carretera principal
en la oscuridad.

La voz, que sigue pareciéndose a la de su madre, no le ha dejado más opciones.

Tienes que ir al Centro Hípico
y pedir ayuda.

—Ven aquí —repite el hombre—. Ven aquí. —Cada vez está más cerca.