La asistente abre mucho los ojos y pone boca de chupar limones.
—Oh. Oh. —Y, de nuevo—. Oh.
—Exacto. Ahí delante tienes a alguien que lleva toda la vida esforzándose mucho para esconderse a plena vista.
El hombre alto acaricia el rostro de la mujer a través del espejo, como el que llama a los abstraídos peces tocando el cristal del acuario.
Pero yo te he encontrado, señorita Scott.
12
Un poco de envidia
—¿Cómo lo supo? —pregunta Jon—. ¿Cómo supo que era ella?
Mentor apaga el cigarro con un golpe seco.
—Me temo que no puedo revelarle eso. Pero España tenía a su Reina Roja, y no una cualquiera.
—¿A qué se refiere?
—Supongo que se habrá dado cuenta de que Antonia es peculiar.
—Peculiar es un eufemismo. Sería sencillo confundir su comportamiento con locura o estupidez.
—Sería equivocado. La verdad es bien distinta. Antonia Scott es el ser humano más inteligente del planeta.
Jon resopla, incrédulo. Una cosa es dar por hecho que has ido a pasear en el coche a una chalada disfuncional, y otra descubrir que estabas en presencia de un genio, sin saberlo. ¿Qué dice eso de uno mismo?
—Repita eso, hágame el favor —dice, cruzándose de brazos.
—El ser humano más inteligente del planeta. Que sepamos —se cuida en salud Mentor—. Igual hay un pastor de cabras en Bangladesh con un CI de doscientos cuarenta y tres. Uno nunca puede estar seguro del todo. Por lo pronto, el ser humano con el cociente intelectual más alto registrado es Antonia Scott. Podría estar trabajando para la NASA, dirigiendo el país o cualquier cosa que ella quisiera. Y en lugar de eso la convencí de trabajar para mí.
—Hasta que se largó, ¿no? —dispara, a mala uva, el inspector.
Una sombra espesa y fugaz atraviesa los ojos de Mentor.
—Al principio todo fue bien. Antonia superó un entrenamiento duro para ella y costoso para nosotros. Participó en once casos, y resolvió diez de ellos.
—¿Alguno que yo conozca?
—La razón de ser del proyecto es encargarse de casos importantes de forma quirúrgica. Sin titulares. Cuando acabamos, nos hacemos a un lado.
—¿Y algún policía anónimo registra una detención?
—Algo parecido. El caso es que Antonia consiguió los mejores resultados de todo el proyecto. Y hace tres años todo se fue a la mierda.
—¿Qué fue lo que lo jodió?
—Lo que lo jode todo siempre. El amor verdadero.
Jon, que tiene el culo pelado en cuestiones románticas, que busca con regularidad pasmosa alguien a quien poner a su nombre todas las olas del mar —van seis en nueve años—, se incorpora en la silla como un resorte.
—Lo del marido, ¿no? Cuente, cuente.
Mentor se da un par de golpecitos en la barbilla, pensativo. Niega con la cabeza.
—Traicionaría su confianza si lo hiciese.
Jon se derrumba de nuevo en la silla, con los hombros hundidos por la decepción.
—Menudo narrador, se guarda lo mejor de la historia.
—Ya se lo contará ella más adelante. Si lo cree oportuno.
Hay que reconocer que el cabrón tiene confianza en sí mismo, piensa Jon.
—Supone usted que querrá volver. Ya le he dicho que ha sido muy clara. Sólo esta noche.
La sonrisa de suficiencia de Mentor ondea, trémula.
—Eso no sería bueno.
—¿Para el caso o para usted?
—He recibido muchas presiones en estos tres años —admite Mentor—. Ha habido amenazas a la seguridad muy graves en España para las que hemos hecho falta, y no hemos podido ayudar. Desde que ella se fue, hemos estado atascados.
—¿No intentaron buscar un sustituto a Antonia?
—Lo intentamos… —una carretada de frustración en esos puntos suspensivos— y fallamos. Sin la Reina, esta unidad no tiene sentido. Es la última oportunidad de que este proyecto sobreviva.
—Por eso ha estado mandando mensajeros a Antonia. Por eso vino a buscarme a mí.
—Necesitaba alguien a quien poder chantajear.
Jon recuerda un día, hace años, en el que regresó a casa y se encontró al amor de su vida en el sofá con un tercero. Jon dio un paso atrás volvió a cerrar la puerta, discreto —nunca ha sido él de molestar a nadie—. Antes de que se cerrara por completo, el novio infiel volvió la cabeza en dirección a Jon. Sus miradas se cruzaron, y siguió con la faena.
La crudeza cristalina y cruel que quedó flotando entre ambos —esto es lo que hay, no me arrepiento, son lentejas— fue muy similar a la que experimenta el inspector cuando Mentor admite sin ambages que, para él, sólo es una herramienta. Y lo que deja en su ánimo es una mezcla curiosa de compasión, asombro y repulsión. Y quizás, también, un poquito de envidia.
—¿Cómo puede dormir por las noches?
Pausa. Mentor compone un rostro humilde, contrito. O una imitación casi perfecta de uno, bien trabajada frente a un espejo.
—Mi trabajo exige compromisos, me consuelo pensando en que sale algo bueno de todo esto.
Casi, casi me lo creo.
—Duerme como un bebé, ¿verdad?
—Toda la noche. De un tirón.
Definitivamente, envidia. Jon siempre ha admirado a los hijos de puta químicamente puros, de esos que ponen un circo y les encogen los enanos. Quizás por lo imposible que le resulta a él convertirse en uno de ellos. Coitao, que eres un coitao. De bueno, bueno, eres tonto, le dice su madre cada dos por tres. Y Jon, en realidad, lo que quiere ser es una pizquita malo, como Mentor.
Mal que le pese, aquel cabrón empieza a caerle bien.
—¿Esto es toda la verdad? ¿Sin mentiras, esta vez?
—Casi toda, y muy pocas —dice Mentor, sonriendo con suficiencia—. De lo contrario, no sería yo.
Es entonces cuando Antonia les llama desde la casa.
Mentor se pone en pie y se abrocha el botón de la chaqueta con elegancia.
—¿Qué me dice, inspector? ¿Se apunta a trabajar?
Jon se levanta a su vez, se retuerce, estira los enormes brazos, hace crujir los nudillos.
—Cualquier cosa con tal de levantar el culo de esta mierda de silla.
Cuatro horas antes
(Más o menos a la hora en la que Jon y Antonia
llegan a La Finca.)
Carla Ortiz va más atenta a la pantalla de su portátil que a la ruta por la que le lleva Carmelo. La lluvia les ha acompañado todo el camino desde La Coruña, una lluvia insistente, que reventaba contra el parabrisas del enorme Porsche Cayenne. Carla apenas le prestaba atención, enfrascada en el crucial informe en el que está trabajando en el asiento de atrás.
Sólo al pasar el túnel de Guadarrama, cuando la lluvia deja paso a una noche despejada, Carla alza la cabeza del ordenador.
—¿Estará bien Maggie?
Carmelo le dirige una mirada tranquilizadora a través del retrovisor. Los ojos azules, cargados de arrugas. Carla ha visto esa mirada en el retrovisor —divertida, jodona, cariñosa— desde que puede recordar. Lleva con la familia toda la vida. Es de la familia.
—Mejor que en brazos, señora. La van esa nueva es un lujo de caray.
Carla no las tiene todas consigo. Es verdad que la van —el remolque de caballos enganchado al todoterreno— es la mejor que el dinero puede comprar, y que el viaje hasta Madrid no es largo. Pero Carla siempre se ha preocupado mucho por sus compañeros. Cuando era niña, en el club hípico en el que aprendió a montar, presenció cómo tres hombres intentaban subir a un remolque a un potro que estaba nervioso y no quería moverse. Le empujaban, tiraban de la brida. El animal se resistía. Cuando sus cascos tocaron el interior de la van, el cambio en el sonido hizo que su miedo se transformara en pánico. Se puso de manos, intentando zafarse. El impulso le hizo golpearse la nuca con el borde del remolque y cayó al suelo, muerto. Carla nunca olvidará el sonido que produjo su cuerpo al desplomarse, volcando el remolque y arrastrando a dos de los hombres en su caída.
Maggie no es un ningún potro asustadizo. Es una yegua holsteiner de once años, educada y criada por algunos de los mejores entrenadores del mundo. También es muy cara. Su padre la había comprado en una subasta por 4,3 millones de euros. Pero para Carla el precio —cualquier precio, de cualquier cosa— es irrelevante. Maggie lleva con la familia seis años. Es de la familia.
—Paremos un momento.
Carmelo frena en la primera área de servicio el tiempo suficiente para que Carla baje, estire las piernas, dé un par de caladas a un cigarro y compruebe cómo está Maggie. La yegua asoma el hocico por la ventanilla y Carla lo acaricia despacio, dos veces, recorriendo con el dedo la preciosa mancha blanca sobre la piel alazana.
Decían que estropeaba el conjunto. Qué sabrán esos idiotas.
—¿Cuánto queda para llegar, Carmelo? —pregunta, cuando regresa al coche.
—Algo menos de una hora —dice el chófer, tras consultar el GPS—. Pero si quiere la acerco primero a casa y después llevo yo a Maggie al Centro Hípico.
Carla lo piensa durante un instante. Por tentador que resulte meterse cuarenta minutos antes en la cama, quiere ser ella la que guarde a la yegua en su box. Dormirá mejor esta noche, y pasado mañana tienen que competir. Al fin y al cabo, para eso ha desechado venir a Madrid en el avión privado, para poder acompañarla. No tendría sentido dejar a Maggie en manos de Carmelo sólo por unos minutos más de sueño.
—No, sigamos. Luego me dejas en casa.
Intenta concentrarse en la presentación que está preparando para la junta de accionistas del próximo lunes. Está satisfecha con sus resultados, aunque sabe que no será suficiente. Es la responsable de desarrollo de negocio del imperio textil de su padre, y cada año éste le exige un crecimiento sostenido. Aunque ha logrado alcanzarlo por tercer ejercicio consecutivo, su padre se quejará del escaso empuje entre las mujeres de dieciocho a veinticinco años, o de que las tiendas crecen menos de lo esperado. Siempre encuentra algo por lo que no estar satisfecho. Pero claro, no se llega a ser el hombre más rico del mundo siendo un conformista.
Cierra el portátil, frustrada y agotada, y saca el móvil. Son más de las doce de la noche. Es muy tarde para hablar con Mario, pero sabe que Therese, la institutriz, seguirá despierta. Probablemente viendo The Crown en la tele grande del salón, a pesar de que lo tiene prohibido y de que ella dispone de una de cuarenta pulgadas en su propio dormitorio. Pero Carla procura no reñir al servicio por las pequeñas transgresiones. Hay que darles un poco de cuartelillo. Y Therese lleva con la familia desde que Mario nació. Casi es de la familia.
Le queda poca batería, menos de un diez por ciento.
Suficiente para mandar un WhatsApp, ahora lo cargaré, piensa.
Unos segundos después Therese le manda una foto de Mario, tumbado en su cama, boca abajo, roncando a pierna suelta con su pijama de Spiderman, sin una sola preocupación en el mundo. Carla siente una punzada de culpabilidad por no haber estado en casa a tiempo para bañarlo y acostarlo, pero se calma enseguida. Al fin y al cabo ella se crio también con institutrices y viendo poco a su madre, y no ha salido tan mal.
El trabajo por encima de todo, piensa Carla, mientras se arrebuja en el fular y cierra los ojos un instante, sólo un instante, una cabezada…
Le despierta un frenazo seco, que hace que el portátil se le caiga del regazo.
—¿Qué ocurre, Carmelo?
—Han cortado el camino de acceso al Centro Hípico. Según el GPS estamos a sólo doscientos metros, pero hay una señal de obras.
Carla se asoma a través del parabrisas. El lugar es un centro puntero que se inaugura pasado mañana en una urbanización nueva cerca de La Moraleja aún sin alumbrado definitivo. Afuera sólo se ve oscuridad y árboles. Los faros del Porsche iluminan un cartel de DESVÍO POR OBRAS, con sus luces destellantes.
—Ahí hay alguien —dice Carla, señalando al frente.
Una figura se acerca, con un bastón luminoso en la mano.
—Es un guardia de seguridad, parece.
Les señala hacia un camino de tierra que hay a la izquierda, casi oculto entre los árboles.
—Habrá que dar la vuelta y rodear el Centro Hípico —supone Carla.
Deja la tarea de orientarse en manos de Carmelo, y emprende por el suelo la búsqueda del portátil. Lo recoge con una mueca de disgusto, lo que le faltaba ahora, perder la presentación. Eso sería el fin del mundo.
Lo peor que podría pasarme ahora mismo, piensa.
Con el frenazo también ha ido al suelo su móvil. Ahora no puede ver dónde está. Palpa con los dedos en su busca con la mano derecha, mientras que con la izquierda se apoya contra el asiento.
¿Dónde coño te has metido?
El cuello le duele, por lo incómodo de la posición, casi paralelo al respaldo.
—¿Llegamos ya? —le pregunta a Carmelo. Sus dedos rozan la familiar forma del iPhone. Se ha colado debajo del asiento delantero. El aparato vibra, ha llegado un WhatsApp.