El otro sonríe sin humor.
—A su cargo, cada Mentor tiene un equipo de técnicos que están siempre fuera de los cauces normales. Ni medallas, ni premios, ni ascensos. Y en la punta de lanza, en el terreno de juego, dos personas. Un Escudero —dice señalando a Jon— y una Reina Roja.
—Mi papel ha quedado claro: chófer prescindible con placa y pistola.
—No se venda tan barato. Es necesario un policía con experiencia para proteger y aconsejar al activo principal.
—Si usted lo dice. ¿Y ella?
Mentor hace una pausa y se enciende otro cigarro.
—La Reina aparece en la escena del crimen, mira y se marcha. Nuestra unidad nunca se encarga en exclusiva del asunto, sea cual sea. Se limita a trabajar en los márgenes, mirando por encima del hombro de los policías de verdad.
—Salvo esta vez.
—Salvo esta vez, que han surgido circunstancias… especiales.
Jon se ríe entre dientes y sacude la cabeza ante el cinismo de Mentor. Siempre ha sido el inspector partidario de llamar a las cosas por su nombre. Miembro, acción armada, económicamente débil. Con lo clarito que se entienden polla, atentado y pobre.
—¿Cómo llegaron hasta ella?
—En cada país comenzó un proceso de selección muy largo y muy costoso. Los candidatos tenían que tener una serie de características muy difíciles de encontrar: escasas relaciones personales, libertad de movimientos, enormes capacidades para el pensamiento lateral. Poco importaba si eran altos o bajos, hombres o mujeres, gordos o delgados. No buscábamos al próximo James Bond. Buscábamos cerebros especiales. Que pudieran mirar como nadie más mira.
Hay un matiz de orgullo en la voz de Mentor que no pasa desapercibido al inspector.
—Fue usted quien la encontró, ¿verdad?
—España era el único país sin su Reina tres meses antes de iniciar el proyecto —dice Mentor—. Y ya llevábamos un año de búsqueda incesante. Consulté miles de expedientes y entrevisté a cientos de personas. Por fin, apareció ella. Y lo supe.
Madrid, 14 de junio de 2013
El hombre alto y delgado se restriega los ojos de puro cansancio. Y la jornada ni siquiera ha empezado.
El escenario de esta semana es una aproximación nueva al problema. Hasta entonces habían estado usando una combinación de test de personalidad con pruebas de inteligencia. El hombre alto está especializado en psicología cognitiva y en análisis del comportamiento. Pero no le ha servido de mucho hasta el momento a la hora de identificar pruebas válidas. Ha probado las más glamurosas, diseñadas por la CIA, FBI, MI6. Todas ellas se quedaban cortas en lo esencial. Reflejaban la inteligencia del candidato, pero no su capacidad para la improvisación.
A quién quiero engañar. El problema es la materia prima.
Esta semana están probando algo distinto. El test ha sido diseñado por una entidad mucho menos sexy que las agencias de inteligencia: una multinacional petrolera. Lo usan para evaluar las reacciones a una situación de crisis con final imposible. Al hombre alto le pareció más divertido que útil cuando la asistente se lo propuso, pero sería un cambio interesante después de tantas pruebas repetitivas e infructuosas. O eso pensaban. Después de varias decenas de intentos, está resultando tan ineficaz como los anteriores.
—Al menos nos ahorramos recitar la lista de cosas que lleva el sujeto en la nave espacial.
—El test de la NASA es muy útil —dice la asistente, dándole un sorbo al café.
El hombre alto la mira de reojo con envidia. Se muere de ganas de meterle cafeína al cuerpo, pero sabe que si toma un tercer cortado antes de comer, pasará la tarde de un humor insoportable. Aún más insoportable.
—Por el amor de Dios, hasta mi abuela sabría que si se queda abandonada tendría que elegir el oxígeno antes que el agua. Y que la brújula o la pistola no deben cogerse. ¡Están en la luna! En fin, empecemos. ¿Quién es el primer candidato de hoy?
—Número 793. Veintiséis años. Ingeniero industrial.
—Que entre.
La asistente aprieta un botón en el teclado frente a ella, y la puerta se abre.
Se encuentran en la facultad de Psicología de la Universidad Complutense. Nada mejor para camuflar aquellas pruebas y que nadie sospeche en absoluto que hacerlas pasar por ensayos estudiantiles. Y el lugar es apropiado. Una sala blanca, sin ventanas, en la que se puede controlar la temperatura, provista de visor unidireccional. Cristal por un lado, espejo por el otro. Una cabina de control y unos altavoces.
Al hombre alto y delgado le hizo gracia el sitio cuando comenzó el proceso de selección, hace casi un año. De familia bien, había cambiado la protección del hogar paterno por la protección, de los estudios primero, del Fischer Institute después. Su vida había sido más bien aburrida. Por eso al entrar en el laboratorio había sentido una extraña sensación. Se sentía como en una película de espías. O en Gran Hermano.
—Me siento como en una película de espías.
—O en Gran Hermano, ¿verdad? —había dicho la asistente.
Al hombre alto le caía bien. Es una buena persona. Flor mañanera. De esas que llegan al trabajo como una rosa después de haber corrido cinco kilómetros y que ve siempre el lado positivo de todo. Con el tiempo ha ido mejorando su opinión de ella. Hay días en los que ya casi no quiere estrangularla, ni a ella ni a la colección de tarados, cerebritos y bichos raros que han pasado por allí. Más de setecientos.
En todo este tiempo han hecho una preselección de seis que podrían dar el perfil. Pero tras una tercera prueba, han sido descartados. Ya no queda ninguno de los preseleccionados. Lo que quiere decir que están empezando de nuevo.
Nada. No tenemos nada. Y todos los demás países ya han iniciado el proyecto.
Sabía bien que los responsables de Bruselas estaban a punto de darle una patada en el culo. Y no le gustaba. Todo lo que había hecho en su vida antes era sentarse delante de un libro. A absorber ideas de otros, sobre todo. Se le daba mejor repetir que crear. Por eso cuando le habían propuesto formar parte del proyecto Reina Roja había saltado dentro de la oportunidad con los ojos cerrados. Ahora se estaba dando un chapuzón increíble dentro de su propio fracaso.
El 793 duró en la prueba casi media hora. Por supuesto, se rindió al final, la plataforma petrolífera se hundió y murieron todos. Ése era el intríngulis. Hiciese lo que hiciese, respondiese lo que respondiese, el candidato no podía ganar. El software que generaba las preguntas seguiría lanzando desafíos y problemas al escenario, hasta que la persona se diese por vencida o cometiese un error.
—No ha dado mala puntuación —dijo la asistente.
Un destello de esperanza…
—¿Habría sido seleccionado?
—Uuuuy… casi en la zona verde, pero no.
… que se apaga rápido. El hombre alto se frota los ojos de nuevo, suplicando paciencia.
—Que pase el 794.
La mujer es pequeña. Fibrosa. No aparenta ser gran cosa hasta que sonríe al espejo, y entonces parece guapa. No una belleza, tampoco nos volvamos locos. Pero tiene algo.
—Buenos días —dice el hombre alto, apretando el botón del interfono, que comunica la cabina con la sala de observación—. Voy a plantearle una historia. Todas las respuestas que dé serán válidas para la puntuación que usted obtenga en nuestro estudio. Le rogamos que se esfuerce al máximo, ¿de acuerdo?
La mujer no responde.
—¿Me ha escuchado? Creo que hay problema con el interfono —dice el hombre alto, sin darse cuenta de que no ha soltado el botón.
—Le escucho muy bien. Estaba esforzándome al máximo —dice la mujer.
El hombre alto sonríe, aunque aún no lo sepa, es la primera de las muchas veces que querrá matar a esa mujer.
—Está bien, comencemos —dice, empezando a leer el texto que va apareciendo en la pantalla, y cuyo principio, después de una semana casi conoce de memoria—. Es usted la capitana de la plataforma petrolífera Kobayashi Maru, situada en alta mar. Es de noche y está usted disfrutando de un plácido sueño. De pronto su asistente le despierta en mitad de la noche. Las luces de emergencia están encendidas, la alarma sonando. Hay una alerta de colisión. Un petrolero se dirige hacia ustedes.
—¿Dónde está situada la plataforma? —pregunta la mujer.
—En mitad del mar, lejos de toda ayuda.
—Necesito la localización exacta.
—La localización exacta es irrelevante.
—Yo la necesito —insiste la mujer.
—Hay un petrolero que se dirige hacia usted. A bordo lleva trescientas mil toneladas de crudo. ¿Cuál es su primera reacción?
—Sacar una carta náutica y ubicar la localización exacta de mi plataforma.
El hombre alto está desconcertado. Nadie había dado esa respuesta antes.
—Señorita —dice el hombre alto, intentando que la exasperación no se le note en la voz—. ¿Puedo preguntar por qué ese empeño sobre un dato irrelevante?
Antonia parpadea varias veces, y abre las manos, como si la pregunta se respondiese sola.
—Para encontrar cualquier solución hay que saber dónde estás respecto al problema.
El hombre alto se vuelve hacia la asistente.
—Pregúntale al software la localización de la plataforma.
—83 grados 44 minutos Norte, 64 grados 35 minutos Oeste —responde, tras un breve tecleo.
El hombre alto repite la localización, a través del interfono.
—Bien, ahora que conoce su localización exacta, ¿cuál es su segunda reacción? Le recuerdo que el tiempo de reacción es esencial para salvar las vidas de las personas a su cargo.
La mujer se queda pensativa durante unos segundos.
—Miro un calendario.
El hombre alto suelta un resoplido de incredulidad por la nariz. Tan fuerte, que los papeles que hay frente a él se agitan.
—Porque además del dónde hay que buscar el cuándo, ¿no? —dice, sin llegar a apretar el botón del interfono.
La asistente ha vuelto a teclear y le muestra la fecha en la pantalla al hombre alto.
—Según su calendario es 23 de enero de 2013. ¿Cuál es su curso de acción, señorita?
—Me vuelvo a la cama.
—Disculpe, creo que no la he entendido bien.
—Me vuelvo a la cama —insiste la mujer—. La localización de la plataforma que me ha dado está, a ojo, en pleno océano Ártico. Teniendo en cuenta la latitud y la fecha, el mar está completamente congelado, así que el petrolero no podrá acercarse a mucha velocidad. ¿Hemos concluido el experimento?
Aturdido, el hombre alto apaga el interfono y se vuelve a la asistente, que ha terminado de introducir los datos en el programa.
—Ha sacado la máxima puntuación —dice, boquiabierta—. Según los desarrolladores, sólo una persona de cada siete millones daría una respuesta así.
—¿Quién coño es esta mujer?
La asistente busca entre sus papeles.
—Candidata 794: Antonia Scott.
—Un apellido curioso.
—Nació en Barcelona, hija única. En profesión del padre ha puesto «Cuerpo diplomático». Es todo lo que ha marcado en el formulario.
La voz de la mujer suena a través de los altavoces.
—¿Hola? ¿Puedo irme ya?
—Espere un momento, si es tan amable. Estamos evaluando los resultados —dice, apresurado el hombre alto, antes de soltar de nuevo el botón—. ¿No tienes nada más?
—Del formulario que ella ha rellenado, no. Déjame consultar nuestra propia prospección. Veamos… Ha venido por insistencia de un amigo, que no quería hacer el «ensayo» solo. Está en paro. Novio guapo. Estudió Filología Hispánica. Un expediente académico bastante mediocre, la verdad. Nota media, seis.
Es una decepción para el hombre alto, después de tantos candidatos con un expediente académico brillante como han pasado por allí.
—De hecho, ha sacado un seis en todas las asignaturas de la carrera —dice la asistente, tras una búsqueda en el ordenador.
Al oír aquello, el hombre alto se queda parado un instante y luego se echa a reír.
—Claro. Claro —dice, dándose una palmada en la rodilla.
—¿Qué es lo que te parece tan divertido?
—¿Sabes qué es lo único más difícil que acertar todos los números del Euromillones?
—La verdad es que nunca juego. La mejor lotería es el trabajo y la economía.
El hombre alto está tan excitado que incluso olvida enfurecerse ante aquella frase, indigna incluso de una taza de Mister Wonderful.
—Lo único más difícil que acertar todos los números del Euromillones es fallarlos todos.
—No veo la relación —dice la asistente, con cara de extrañeza.
—¿Sabes lo difícil que es sacar la misma nota, exacta, en todos los exámenes de una carrera? ¿Teniendo exámenes tipo test, orales, de preguntas y respuestas, de desarrollo? ¿Con tantos profesores distintos, evaluando subjetivamente? Sacar todas las veces un seis es mucho más complejo que sacar matrícula de honor.