Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

—¿Es la de la víctima?

—He hecho la prueba del bromecresol. Por ahora sólo puedo decirle que la sangre de la copa y la de la víctima son del mismo grupo, B positivo. Sabremos más cuando tengamos la confirmación de ADN.

O sea, cinco días. Yo no estaré aquí para entonces.

—¿Qué es esta sustancia en el pelo? —pregunta Antonia, que se ha incorporado para examinarlo más de cerca.

La cabeza del chico brilla bajo los focos. Lleva el pelo rizado peinado hacia atrás, y a simple vista parece gomina, pero la apariencia es demasiado untuosa, apelmazada. Una gota minúscula desciende por la sien.

—Aceite de oliva al noventa y nueve por ciento. —Lee la doctora—. Canela y otro compuesto que aún no hemos identificado. He venido en el MobLab, está aparcado en la parte de atrás, pero no tengo suficientes herramientas aquí.

El MobLab es una furgoneta cargada hasta los topes de herramientas de análisis forense. Por fuera parece una Mercedes Sprinter negra, sin ventanas, normal y corriente. Por dentro es como visitar una nave espacial, llena de probetas, productos químicos y ordenadores. Pero tiene sus límites.

—¿Ha mandado muestras a la División?

—Sabremos algo en unas horas —dice Aguado.

Tener que esperar por una pieza del rompecabezas frustra a Antonia. Toda la escena que están viendo ha sido compuesta hasta el mínimo detalle con un propósito, y saber cuál es lo más importante. Señala la copa.

—¿Ha mirado en la cocina?

—Hay un hueco en el aparador. La marca y el modelo encajan.

El asesino ha usado los elementos que había en la casa para mandar un mensaje. Lo único que ha traído consigo es el aceite.

Vino y aceite. Antonia ha leído antes algo así. O escuchado. El recuerdo viene de pronto. Ella, de niña. Siete años, dos meses y ocho días. En la basílica de la Mercé. Todos vestidos de negro. El aroma de las anastasias, la flor favorita de su madre.

—Es un salmo —dice Antonia, señalando al cadáver—. El salmo veintitrés. No recuerdo qué versículo.

La doctora Aguado la mira, desconcertada.

—Creía que usted recordaba todo lo que leía.

Es que no lo he leído. Lo escuché en un funeral. Hace tres décadas. Desde ese día no tuvo mucho sentido leer la Biblia.

—No siempre —dice Antonia.

Aguado consulta en su móvil.

—Creo que lo tengo. «Preparas la mesa ante mí, en presencia de mis enemigos. Unges mi cabeza con aceite, y mi copa rebosa» —recita Aguado—. ¿Es a esto a lo que se refería?

Antonia suelta un gruñido ambiguo. La copa rebosante con la sangre, la cabeza aceitada. Mucha casualidad. Y ella no cree en casualidades.

—Ya estoy lista para su carpeta, doctora Aguado.

Antonia tarda quince minutos en leer las cien páginas de datos, esquemas e información que le ha preparado la forense. Es un trabajo magnífico, mucho más pulcro e incisivo que el de su predecesor. Antonia duda si felicitarla, porque se supone que debe mostrarse lo más distante posible con el equipo (Directriz número 11 del Reglamento) y no empatizar con ellos (Directriz número 3) para que la relación sea lo más unidireccional posible (Directriz número 17). En el pasado, hacía caso al reglamento.

Ya no.

—Enhorabuena por su informe, doctora. Me alegra que Robredo se haya ido a Murcia, hemos ganado con el cambio.

Aguado se vuelve —tarde— para que Antonia no vea el rubor en sus mejillas.

Antonia por su parte se centra en las páginas de nuevo. La peor parte llega cuando encuentra la foto del muchacho en la playa. Antonia sabe que no debe ver a las víctimas como personas. Todo su entrenamiento le ha llevado a construir una barrera emocional que les convierta en hechos, en partes de un jeroglífico que empieza con una imagen y concluye con un resultado. Antes era capaz de hacerlo, si bien con gran esfuerzo.

Ya no.

Todo cambió después de lo de Marcos. De lo que le hice. De lo que nos hice.

Se descubre haciéndole una promesa al chico de la foto. Una promesa que no puede cumplir, porque colisiona con la promesa que le ha hecho a Marcos. Que se ha hecho a sí misma. Que a su vez es lo contrario que espera la abuela Scott de ella.

Cogeré al que te ha hecho esto, le dice al chico de la foto.

Según se forman las palabras en su mente, se arrepiente. No tiene, tampoco, manera de desdecirse. Es lo malo de prometer cosas a los muertos.

Es más difícil pedirles disculpas cuando les fallas.

11
Una explicación

Mentor camina hasta el comedor exterior y se sienta en una de las sillas. Le Corbusier o similar. Cara e incómoda, concluye Jon, cuando hace lo propio y nota que el respaldo no se fabricó para alguien de su tamaño. A no ser que tuvieran la tortura en mente.

Sobre la mesa ha quedado olvidado el Marlboro Light de la doctora Aguado. En la foto disuasoria de rigor impresa en el paquete se ve el ataúd de un niño.

La macabra coincidencia encoge el corazón de Jon, que aparta la mirada.

Menos escrupuloso, Mentor alarga la mano al paquete de tabaco, le ofrece uno al inspector, que niega con la cabeza. Mentor se enciende uno, da tres caladas, tose como un endemoniado, lo apaga en la superficie de cristal, empapada de agua de los aspersores.

—¿No le preocupa contaminar la escena?

—Ojalá hubiera algo que contaminar. Aguado lleva veintiséis horas seguidas trabajando, ha revisado la casa entera y recogido las huellas.

Jon silba de admiración. Había que acotar y delimitar cada uno de los metros cuadrados con una cuadrícula, tomar fotografías, buscar anomalías. En una casa tan grande, era tarea para cuatro o cinco personas.

—Menuda fiera.

—La doctora Aguado es la mejor de España. Por suerte para mí, y por desgracia para ella, le toca trabajar conmigo.

—¿Algún resultado?

—Lo sabremos cuando tengamos las de la familia y el servicio, para descartar. No espero nada. Hay pelos y fibras, pero vete a saber. Ya sabe que nunca sirven para una mierda. Ojalá fuera como en la tele.

Jon lo sabe muy bien. Las series de televisión han ofrecido una imagen tan distorsionada del trabajo de la científica que a veces los propios policías caen en la misma trampa que el público, creer en los milagros.

Mentor vuelve a estrujar el cigarrillo ya apagado contra la mesa y aleja de sí el paquete de tabaco.

—Lo dejé hace meses. De vez en cuando me recuerdo a mí mismo por qué.

—Es más fácil no hacerse mucho daño haciéndose un poquito de daño.

—Exacto. ¿Por qué se hizo policía, inspector Gutiérrez?

Jon hace una mueca de desagrado.

—Hemos salido aquí para que hable usted.

—Deme el gusto, inspector.

Pausa. Jon no sabe qué respuesta darle. La oficial, la que cuenta a los amigos, la que se cuenta a sí mismo, o la auténtica. Sea por la hora, sea por las emociones, al final es esta última la que sale.

—Para que no me hicieran daño —admite.

Ahora es el turno de Mentor de mostrarse sorprendido ante la honestidad.

—Vaya…

—Lo sé, lo sé. Un hombre grande y fuerte como usted, y toda esa mierda. No me joda con el psicoanálisis. Mi padre nos abandonó, me gustan las pollas, vivo con mi madre. Me sé todos los chistes y las explicaciones baratas. Lo cierto es… que tengo miedo. He tenido miedo siempre.

—¿Miedo a qué?

—A todo. A los atentados, cuando era un adolescente. A que me rajaran a la vuelta del cole. A los accidentes, a que me peguen el sida, yo qué sé. Trabajar de policía ayuda. Estar cerca de todo esto, ver las desgracias de otros. Te da una especie de escudo mágico. Como si no fuera contigo.

—Un poquito de daño para no hacerse mucho daño —dice Mentor.

—Exacto.

—Pero hoy no ha sido así, ¿no?

Jon no contesta. No tiene por costumbre responder a obviedades.

Los dos hombres se camuflan en el silencio durante un rato, recuperando posiciones. Mentor se incorpora un poco en la silla y se esfuerza en recobrar con las puntas de los dedos el paquete de tabaco que tan diligente había apartado antes de sí. La llama del mechero roba durante unos instantes su rostro a la oscuridad de la noche. A este cigarro no le da tres caladas apresuradas, sino que se deleita en el humo, tragándolo a conciencia.

—La idea surgió hace cinco años, en Bruselas. En el Fischer Institute. ¿Lo conoce?

—No tengo el gusto.

—Es un think tank de la Unión Europea.

—Lo del think tank sí sé lo que es: un montón de capullos universitarios ricos que creen que saben mejor que nadie lo que más le conviene al mundo.

Mentor se ríe entre dientes, alza los brazos.

—Culpable. El caso es que los capullos a veces acertamos. Hubo un estudio, hace años. ¿Recuerda el atentado de 2012 en el aeropuerto de Tenerife?

Jon asiente. Cómo olvidarlo. Las cámaras de seguridad más cercanas habían captado la bomba estallando antes de volverse a negro. Las demás cámaras contaron una historia igual de terrible: a gente corriendo despavorida por la terminal arrojando al suelo y pisoteando a los más lentos por el camino.

—El estudio examinaba los datos disponibles por los distintos cuerpos policiales antes del atentado. Las policías locales, la autonómica canaria, la Guardia Civil, la Policía Nacional. Todos ellos tenían piezas del puzzle. Ninguno las compartió con los demás.

—Una vieja historia —confirma Jon. Bien la conoce él, que es policía nacional en Bilbao, y tiene que lidiar casi a diario con la Ertzaintza. La relación de los cuerpos policiales entre sí es amarga como domingo de jubilado. Envidias, diferencias de sueldo. Resquemor de años. Y al final, la gente salía herida.

—Lo de Tenerife es lo mismo que pasaría en Turín en 2015 y en Las Ramblas de Barcelona en 2017, aunque eso fue mucho después. El estudio lo hicieron unos alemanes. Ellos tienen lo suyo también. Dieciocho cuerpos de policía.

—Puto caos.

—El estudio no se limitaba a terrorismo, consideraba otros casos de perfil alto. Asesinos en serie atípicos, como Remedios Sánchez. Diez ataques en veinticuatro días, tres ancianas muertas. O como Kovacs, el payaso de Düsseldorf.

—Cisnes negros. Impredecibles.

Una mueca de extrañeza se dibuja en el rostro de Mentor cuando Jon dice eso. Un cisne negro es, según una teoría reciente, un suceso terrible de alto impacto que ni la ciencia ni la historia podría haber anticipado, y que sólo puede ser racionalizado a posteriori. Como el 11-S, la crisis inmobiliaria de 2008 o el regreso de las riñoneras.

—No me esperaba que leyese usted a Taleb, inspector —dice Mentor, que lo mira a Jon como si lo viese por primera vez.

—Nunca me subestime —responde Jon, que ni muerto reconocería que se había quedado con el concepto hojeando una revista ajada en la consulta del dentista.

—Prometo no hacerlo. La conclusión del estudio fue que en Europa hemos generado un mundo nuevo. Sin fronteras, sin aduanas. Cinco millones de kilómetros cuadrados donde los malos pueden moverse a su antojo. Y cientos de organismos de policía que compiten entre sí. Entonces fue cuando surgió el proyecto Reina Roja.

—¿Como la de Alicia? ¿Que le corten la cabeza?

—De ahí viene el nombre. Es una vieja teoría evolutiva. ¿Recuerda el pasaje del libro en el que Alicia y la Reina corren y corren, y no se mueven del sitio?

Jon hace un gesto vago con la mano. Es lo malo de querer parecer más listo de lo que se es, la farsa no aguanta mucho.

—La Reina Roja le dice a Alicia que en su país hace falta correr sólo para permanecer quietos —continúa Mentor—. Aplicado a la evolución, es necesaria una adaptación continua para mantenerse al nivel de los depredadores.

—Pero nosotros ya lo hacemos —se defiende Jon.

—¿Cómo? ¿Más policías? ¿Más ordenadores? ¿Más armas? ¿O se refiere usted al curso que le dieron el año pasado en la comisaría sobre ciberdelincuencia?

—No sabría decirle. Me lo pasé entero jugando al Angry Birds.

—Al final la ventaja la tienen los criminales, porque se mueven más rápido, invisibles, sin dar cuentas a nadie.

Jon vuelve la mirada hacia la casa.

—Creo que comienzo a entender.

—El proyecto comenzó como un experimento. Una división central y una unidad especial en cada país de la Unión Europa. Con objetivos muy especiales. Objetivos que había que mantener ocultos a la opinión pública.

—Póngame un ejemplo.

—Asesinos en serie. Criminales violentos especialmente escurridizos. Pedófilos. Terroristas.

—Escoria solitaria —asiente Jon.

—Al igual que ellos, nuestra unidad no tiene ataduras. Ni jerarquías. Ni rivalidades internas. Ni burocracia. Sólo un agente de enlace, con el nombre en clave Mentor.

—Vaya, y yo que creía que era su apellido de verdad.