Se sienta en el suelo —de espaldas al ficus, las cosas llevan su tiempo— y comienza a expandir el contenido de la carpeta sobre el suelo.
Jon, resignado ya a la incomodidad, se sienta a su lado.
—He pensado que, mientras Mentor no encuentra otro trabajo para nosotros, quizás podrías ayudarme con un pequeño proyecto personal. El único caso que aún no he logrado resolver.
—Mentor me habló de ello. Pero no me dijo de qué se trataba. ¿Cuál es el caso que el ser humano más inteligente del planeta no es capaz de resolver?
Antonia no lo dice, pero piensa en cómo los sistemas complejos se reajustan. La escalada. La policía compra semiautomáticas, los criminales compran automáticas. Se ponen chalecos antibalas, ellos usan balas perforadoras. Pones a una mente especial a trabajar por su cuenta y ellos…
—Siempre hay alguien más inteligente que tú.
De la carpeta extrae una pequeña bolsa de plástico zip y se la tiende a Jon. Contiene una cartulina. Cuando Jon le da la vuelta, ve una fotografía.
Está realizada desde lejos, y muestra a un hombre elegante de unos treinta y cinco años. Pelo rubio y ondulado. A punto de subirse a un coche. Jon piensa que tiene cierto parecido con el actor escocés que protagonizaba Trainspotting. Pero es difícil decirlo. La imagen es borrosa.
—Es la única foto que existe de él. De hecho, él no sabe que existe. De lo contrario, no hubiera parado hasta destruirla y matar a todos los que la han visto. Tiene un cierto gusto por lo teatral.
—¿Quién es?
—Un asesino a sueldo. Quizás el más caro del mundo, no lo sé. Sin duda, el mejor. Puede hacer pasar cualquier asesinato por una muerte accidental. Incluso los más complicados. Ha trabajado en América, en Oriente Medio, en Asia… Desde hace tres años se ha instalado en Europa.
Jon se sorprende. Hay unos cuantos asesinos a sueldo en activo en Europa, y todos ellos tienen cierto predicamento entre las fuerzas del orden. Al fin y al cabo, que se sepa de ti es buena publicidad.
—¿Por qué no he oído hablar de él?
—Porque éste no es el típico pistolero, Jon. Este hombre es diabólico. Casi nunca se acerca a la víctima personalmente. Su método favorito es obligar a alguien para que mate por él.
El inspector Gutiérrez se rasca el pelo.
—Parece un tipo serio.
—Es el hombre más peligroso que existe, Jon. Diabólico —insiste ella—. Y quiero que me ayudes a cazarlo.
—¿Cómo se llama?
—Su nombre real no lo sé. Nadie lo sabe.
Antonia duda un momento. Y finalmente dice el nombre, el nombre que no ha vuelto a pronunciar en voz alta desde hace tres años. Desde que entró en su casa, desde que le disparó a ella, desde que dejó a Marcos en coma. Desde que se lo robó todo.
—Se hace llamar señor White.
Madrid, junio de 2015 – mayo de 2018
Nota del autor
Me gusta incluir algunos detalles sobre los sucesos reales que han inspirado o servido de documentación para mis novelas, y por alguna razón hay lectores que los aprecian.
Comencemos por la inteligencia de Antonia: no está tan lejos de la realidad. Para la creación de sus procesos mentales me he basado en el modo en el que descubrieron la grandeza de su propia mente y las capacidades de dos mujeres: Marilyn Vos Savant, con un cociente intelectual de 228 (si bien los números son discutidos) y Edith Stern, que a los dieciséis años ya era profesora de Matemáticas Abstractas en la Universidad de Michigan. En el caso de Edith, con un cociente de 205, la naturaleza no obró sola. Dos días después de su nacimiento su padre, Aaron Stern, dio una rueda de prensa para comunicar que iba a convertir a su hija en un genio. Dedicó su vida entera y todo el tiempo de la niña (a la que apartó de su madre) a esa tarea, trabajando con tarjetas en las que le mostraba animales, edificios famosos y conceptos desde que tenía semanas de edad. A los dos años la niña conocía el alfabeto completo. Hoy Edith tiene 128 patentes a su nombre y es una de las personas cuyo trabajo más ha influido en la computación en tiempo real. El método, aunque inhumano y absolutamente desaconsejable, no es la primera vez que se usa. Teón ya lo empleó en el siglo IV con su hija Hipatia, la primera mujer reconocida como un genio universal. Hipatia destacó en los campos de las matemáticas, la filosofía y la astronomía. Fue asesinada por una turba de fanáticos religiosos. Los motivos han dado para muchos libros apasionantes, no dejes de buscar alguno, lector.
Me he tomado algunas libertades con la geografía de Las Rozas y el barranco de Majalacabra, el lugar donde he situado el Centro Hípico, que espero que los vecinos de Las Rozas sepan perdonarme.
El poema que inicia el amor entre sir Peter Scott y Paula Garrido, causa última de la existencia de Antonia Scott, es Tigre, Tigre. Es, efectivamente, el poema más hermoso jamás escrito. Una lectura reposada, incluso en su traducción al español, llena el alma de belleza, de miedo y de desconcierto. Blake dialoga con el Mal, encarnado en el tigre, y se pregunta:
¡Tigre! ¡Tigre!, fuego que ardes
en los bosques de la noche,
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo idear tu terrible simetría?
Blake interroga al tigre y a los cielos distantes sobre ese Dios, ignorante a las plegarias, capaz de crear al cordero y a una pesadilla de tres metros. Todo el poema es magnífico, pero el verso que la madre de Antonia le recita a su futuro marido me parece el más significativo. Al fin y al cabo, ella es el horno que forjará un cerebro cuyo único propósito es vencer al Mal.
La frase «¿Cómo era tu rostro antes de nacer?» es un koan, al igual que podría serlo la paradoja de la fuerza irresistible. Los ejercicios de lógica que plantean argumentos irresolubles siempre me han apasionado. De hecho, la palabra china máodùn, «paradoja», es una de esas palabras especiales que Antonia podría incluir en su vocabulario. Literalmente significa «lanza-escudo». La historia del origen etimológico la recoge un tratado filosófico del siglo III, Han Feizi.
El cuento narra cómo un hombre intentaba vender una lanza y un escudo. Los potenciales compradores preguntaban:
—¿Cómo de buena es la lanza?
—¡Puede perforar cualquier escudo!
—¿Y tu escudo?
—¡Podría parar cualquier lanza!
—¿Y qué ocurriría si tu escudo intentase parar tu lanza?
Y entonces el hombre no supo qué contestar.
Una aclaración final, aunque supongo que no hace falta, pero tengo la sensación de que con ella me voy a ahorrar muchas cartas.
Sí.
Antonia y Jon regresarán.
Agradecimientos
Quiero dar las gracias.
A Antonia Kerrigan y todo su equipo: Hilde Gersen, Claudia Calva, Tonya Gates y los demás, sois los mejores.
A Carmen Romero, que creyó en este libro por encima de todo y de todos, que tuvo más paciencia conmigo de la que merecía. A todo el equipo de Penguin Random House y muy especialmente a los comerciales, que se dejan la piel y el aliento en la carretera para hacer apostolado de nuestros libros. A Raffaella Coia, Eva Armengol y Juan Díaz.
A Rodrigo Cortés, que restó horas —ya de por sí escasas— al sueño durante el montaje de su genial largometraje Blackwood para leer el manuscrito y hacer imprescindibles aportaciones.
A Arturo González-Campos, mi amigo, mi socio en tantas locuras, que leyó, aportó y me tranquilizó.
A Javier Cansado, que no se lo ha leído, pero ha visto el tráiler.
A Joaquín Sabina y Pancho Varona, que me arrullan desde el altavoz.
A Manuel Soutiño, otra vez has vuelto a estar, con tus ánimos, con tu amistad. Gracias. Te debo mucho.
A Bárbara Montes, siempre. Incluso cuando mientras escribías tu propia novela, El Pintor de Tiovivos (¡pronto en librerías!), te preocupaste por echarme una mano con ésta. Tú eres mi Guantelete de Infinito con todas las gemas dentro. Te quiero.
Y a ti, lector, por haber convertido mis obras en un éxito en cuarenta países, gracias y un abrazo enorme. Un último favor. O mejor dicho, dos favores.
El primero: no hables a nadie del final, ni me hagas comentarios en redes sociales acerca del final. Si escribes una reseña en una librería online o en Goodreads (gracias, por cierto, eso ayuda mucho), no comentes nada, ni siquiera bajo la etiqueta SPOILER, pues todo el mundo podría verlos y se arruinaría la sorpresa. Si quieres comentarme o preguntarme algo sobre ESE TEMA, puedes hacerlo por email, y te responderé con mucho gusto personalmente.
El segundo favor: Si has pasado un buen rato, escríbeme y cuéntamelo (pero insisto: ¡pero no hables del final en redes!).