Reina roja (Antonia Scott, #1) – Juan Gómez-Jurado

Nadie que viva aquí puede tener el más mínimo contacto con la realidad, ni la más remota idea de lo que es ser humano. El pensamiento invade su cabeza y se marcha, tan fugaz como llegó, dejando atrás un ligero desconcierto.

Al otro extremo del salón está la sala de estar. Hay una tele de ochenta pulgadas, tan fina que parece pintada sobre la pared. Sofás de cuero duro y terso, y en la esquina, lo que hace tambalearse las creencias de Jon por segunda vez.

Los polis se parecen en algo a los perros: un año se lleva siete en el alma.

Después de más de veinte años, Jon ha visto muerte de sobra. Un yonqui rajado en un callejón, un chaval que salta desde el puente de Miraflores, dos ancianos cosidos a cuchilladas por sus vecinos adolescentes. Cuando has visto tanto, te das cuenta de que todos los finales son el mismo repetido. Un apagarse los latidos, ruido de cristales, y al final, la soledad. Echas callo, crees que nada puede ya sorprenderte ni afectarte.

Y entonces miras al adolescente muerto sobre el sofá y comprendes tu inmenso error.

—Rediós —exclama Jon.

No tendrá más de dieciséis o diecisiete años. Está vestido con camisa y pantalones blancos, casi indistinguibles de la piel del sofá y de la suya propia, que en su día fue morena y ahora es mortecina, casi transparente. Todo asomo de vida ha abandonado el cuerpo, imposiblemente delgado, y sin embargo sigue sentado, muy derecho, con una pierna cruzada sobre la otra, la mano derecha sobre la rodilla, la izquierda sosteniendo una copa de vino llena a rebosar de un líquido espeso y negruzco. No lleva zapatos ni calcetines, y los pies desnudos tienen una tonalidad cerúlea, la misma que los labios. Los ojos están abiertos, y la esclerótica presenta un color amarillento.

La boca abierta, en una parodia de sonrisa, es lo más obsceno de todo. Un coágulo de sangre le resbala del labio inferior y se acumula en el hoyuelo de la barbilla.

Jon contiene una arcada primaria, inmisericorde, que le exige expulsar una cena que no ha tomado. Aprieta los puños con una mezcla de rabia y compasión, para mantener el contenido del estómago dentro y la profesionalidad por fuera.

Cuando logra calmarse, vuelve su mirada hacia Antonia que, en cuclillas junto al cadáver, estudia el rostro de la víctima, los rostros tan pegados que parecen a punto de besarse.

—Scott —llama Mentor con suavidad—. Cuéntanos lo que estás viendo.

Jon no le ha escuchado entrar, pero el misterioso personaje está a tan sólo unos pasos detrás de él. Su voz tiene un doble efecto: sirve para calmar a Jon y para que Antonia vuelva al mundo real. O al menos se comunique con ellos desde dondequiera que se encuentre.

—No hay signos de violencia —dice, en voz baja, tanto que Jon tiene que acercarse para escucharla—. Sin heridas superficiales, ni marcas defensivas en las manos ni en los brazos.

Vuelve a detenerse, como si le costara un esfuerzo físico seguir hablando.

—Causa de la muerte —le guía Mentor.

Antonia saca de su bolsa bandolera un par de guantes de nitrilo, se los pone, presiona el dedo pulgar del cadáver.

—Choque hipovolémico o hipoxemia, o ambas. Sus riñones debieron de fallar al mismo tiempo que su corazón se quedó sin nada que bombear al resto del cuerpo. Una muerte lenta y dolorosa. La cianosis es muy escasa, tan sólo la presentan los labios y los dedos de los pies. Debía de estar sedado y tumbado, de lo contrario estaría también presente en las manos. El dolor en la cabeza y las náuseas habrían hecho que se doblase sobre sí mismo y se retorciese. Tendría marcas de sus propios dedos sobre la piel.

—¿En cristiano? —pregunta Jon.

—Murió desangrado —dice alguien a la espalda de Jon.

9
Un hijo

—Les presento a la doctora Aguado, nuestra forense. Lleva desde ayer por la tarde trabajando en la escena del crimen —dice Mentor.

La mujer que esperaba fuera se ha unido a ellos, aunque ahora se ha quitado el gorro de plástico del mono y deja ver su pelo, largo y rubio, recogido en una coleta. Rondará los cuarenta. Pestañas largas, maquillaje desvaído, piercing en la nariz, sonrisa cansada en los labios, una pícara languidez en la mirada. No le ofrece la mano, y Jon lo agradece en silencio. Las manos de los forenses le dan repelús.

—¿Desangrado? ¿Cómo, de un navajazo, de un tiro?

—El asesino le introdujo una cánula en la carótida, y le vació —contesta la doctora.

—Lo hizo muy despacio —añade Antonia, más para sí misma que para ellos—. Se tomó su tiempo.

La extrema delgadez del cadáver cobra sentido. El cuerpo humano contiene entre cuatro y cinco litros de sangre. Sin todo aquel líquido, el resultado era el cascarón vacío que tenían frente a ellos. Una oleada de compasión inunda a Jon Gutiérrez al imaginar los últimos instantes del muchacho.

—Ha dicho que no hay heridas defensivas. ¿Cómo logró reducir a la víctima? —pregunta.

—He tomado muestras de mucosas y hay restos de benzodiazepinas. Es todo lo que puedo decirles sin poder realizar la autopsia.

—Ya hemos hablado de eso, Aguado. No tenemos permiso de la familia, así que no insista —le avisa Mentor.

Jon no comprende nada. Cuando hablaron por teléfono en las escaleras de la casa de Antonia, Mentor le había dicho que había habido un asesinato imposible, que el asesino había entrado en un lugar que disponía de una seguridad extrema y que se había marchado sin dejar rastro. Lo que no esperaba encontrar Jon era aquel sinsentido.

La decisión sobre la autopsia cuando hay un crimen violento no corresponde a los familiares, sino al juez de instrucción. El cual, por cierto, brilla por su ausencia. Todo en aquella escena del crimen, en aquella investigación, está mal, no sigue ningún protocolo ni se atiene a Ley de Enjuiciamiento Criminal ni a las normas establecidas. ¿Una sola investigadora forense? ¿Sin unidades de apoyo, sin inspectores —excluyéndole a él, claro—? ¿Qué puede causar que…?

Jon se interrumpe. No está haciéndose, claro, una pregunta importante.

—¿Quién es la víctima?

La doctora Aguado sale unos instantes y regresa con una carpeta. En ella hay una foto de un muchacho alto y delgado, de pelo rizado y ojos tristes. Está en la playa, posando desganado, como corresponde a su edad y condición. Inmortal, invulnerable, sin una sola preocupación en el mundo. La foto debe de ser de ese mismo verano, deduce Jon. Dios, como odia las fotos del antes. Odia reconciliar el ser humano intacto que muestran, ignorante ante el destino que se dirige hacia él con las fauces abiertas, con el despojo que queda atrás.

El muchacho le da la mano a una niña de unos ocho o nueve años, que sostiene una pelota de plástico y dedica a la cámara una sonrisa desdentada.

Ahí hay una niña que ya no volverá a jugar con su hermano, piensa Jon. Me pregunto cómo se lo dirán. Ésa siempre es la parte más difícil. Mirar a alguien a la cara y decirle que su mundo se ha roto en pedazos. Que no hay manera de recomponerlo, porque alguien se ha llevado unos cuantos.

Al pie de la foto, Aguado ha escrito el nombre de la víctima. Jon lo lee en voz alta, deteniéndose en el apellido. Sonoro. Inconfundible.

—Espere un momento. Álvaro Trueba. El chico es…

—Sí. Es el hijo. Uno de ellos —le interrumpe Mentor—. ¿Tiene cuenta en el banco de su madre, inspector?

Jon respira hondo. La cabeza le da vueltas al intuir dónde se está metiendo.

—En Bilbao somos más del BBVA o de la BBK, por eso de barrer para casa.

—Me deja usted de piedra —responde Mentor, la voz alicatada en sarcasmo.

De pronto, Jon cae en la cuenta de por qué el aire acondicionado de la casa está puesto al máximo. Ahí dentro debe hacer 13 o 14 grados como mucho.

—Nada de esto está pasando, ¿verdad? Por eso esto es una puta nevera. Para que el cuerpo de ese crío aguante intacto lo máximo posible. Cuando ustedes hayan acabado con él, alguien se lo dará a la familia de tapadillo. Dirán que el chaval se ahogó en la piscina, o algo así, y tendrán un funeral sin escándalo ni prensa.

—Y con féretro abierto. Le sorprendería lo que es capaz de lograr un embalsamador motivado.

Jon hace un gesto en derredor, al salón inmenso y los cuadros millonarios.

—Todo este dinero, este poder, compra mucha motivación, ¿verdad? ¿Es eso a lo que se dedica usted, con sus coches caros, sus secretitos y sus frases cínicas? ¿A tapar la mierda de los ricos?

Mentor se vuelve hacia él, con los labios apretados y un nubarrón flotando en la mirada turbia.

—¿Eso es lo que cree que está pasando?

—No tengo ni idea de lo que ocurre, ya se ha encargado usted de ello. Lo que veo, lo que creo, es que a usted le importa una mierda el niño muerto del sofá. Están demasiado ocupados sirviendo a… —Jon vacila un instante, pero no puede evitar el tópico— otros intereses.

—¿Y va a decirme usted lo que está bien? ¿El poli gordo de segunda fila?

—Al menos no soy el lacayo de nadie.

Mentor observa a Jon con aire divertido, como el que mira a un animal del zoo que acaba de hacer algo inesperado.

—Le pido que me perdone, inspector. Mi trabajo no es sencillo y no siempre acierto en lo que pretendo.

Jon no se acaba de creer la disculpa. De hecho, no se la cree nada. Pero como la otra opción es cruzarle la cara, opta por fingir.

—Todos estamos cansados —dice Jon—. Y la situación no ayuda.

—Y es peor para usted, que está trabajando a oscuras —Mentor señala en dirección a Antonia, que apenas se ha movido desde que entró, y cambia una mirada extraña con la doctora Aguado—. Dejémosle espacio, inspector. Si me acompaña fuera, le contaré la verdad.

10
Una copa

Ajena al intercambio que se ha producido a su espalda, ajena a que Jon y Mentor han salido de la casa, Antonia Scott se deja llevar por su entrenamiento, absorbe cada detalle de la escena del crimen. Su mirada pasa de uno a otro elemento en un bucle incesante en el que las paradas son:

– La camisa blanca, abotonada hasta arriba.;

– La posición antinatural del cuerpo. ;

– La ausencia total de sangre en el suelo de roble, en el sofá, en la alfombra de hilo tejida a mano en la India.

Los ojos, la manosobrelarodillalaotrasostienelacopanoesdemasiado.

—Me estoy ahogando —dice, con voz ronca.

Sigue en cuclillas, los ojos cerrados tratando de que no le desborde la información, que no la devore. Intenta volver a visualizar Mångata, pero está muy lejos, al otro lado de un muro de ladrillos compuesto

[camisa, cuerpo, la copa sobre el brazo del sofá]

de imágenes.

Creía que podía sola.

Pero.

No puede, ella sola no. Los detalles la inundan, imponen sus propias, abrumadoras condiciones.

Al final, se rinde.

Sólo esta vez. Será la última.

Extiende la mano. Casi suplicando.

La doctora Aguado se acerca por detrás. Lleva un pequeño recipiente de metal del que extrae una cápsula roja que deposita en la palma de la mano de Antonia.

—¿Quiere un poco de agua?

Antonia ni siquiera contesta, se limita a cerrar el puño y meterse la cápsula en la boca. Rompe la gelatina con los incisivos, liberando el ansiado polvo amargo, y lo recibe debajo de la lengua, dejando que la mucosa absorba el cóctel químico y lo lleve a su torrente sanguíneo a toda velocidad.

Cuenta hasta diez, dejando una respiración entre cada número, descendiendo un peldaño cada vez, hacia el lugar donde necesita estar.

De pronto el mundo se vuelve más lento, más pequeño. La electricidad que le hormiguea en las manos, el pecho y la cara, se disuelve.

—Gracias —consigue decir. A la doctora, a la cápsula, al universo en general—. Gracias.

—Así que es usted —dice Aguado—. Estaba deseando conocerla. He leído mucho sobre su trabajo. Lo que hizo en Valencia…

—Soy yo —interrumpe Antonia. Y es verdad. Es ella, otra vez—. Y usted es la nueva forense.

—Robredo se marchó el año pasado, harto de esperar a que volviera. Un trabajo en Murcia. Me pregunto quién querría ir a Murcia —dice Aguado, tendiéndole la carpeta a Antonia— teniendo la oportunidad de trabajar con usted.

Alguien listo, piensa Antonia. Rechaza la carpeta con un gesto. Aún no está preparada. Antes necesita verlo todo por sí misma.

—Ni una gota de sangre en la escena del crimen —dice—. Si exceptuamos la copa, claro.

El líquido espeso ya ha empezado a solidificarse contra las paredes del cristal de Bohemia que el muchacho sostiene en la mano. Cuando el asesino colocó ahí la sangre, debía de remedar vino, servido hasta el borde.